Arte versus Derechos de imagen

Luis Ramírez

Abogado socio en ICN LEGAL

Los que vienen visitando São Paulo (Brasil) desde 2008 se ven sorprendidos en sus paseos por la ciudad por monumentales fotografías, retratos en blanco y negro de personas anónimas, que aparecen diseminados por lugares comunes de la geografía urbana como pueden ser los pilares de un viaducto o la medianera de un edificio. Se trata de un proyecto de la fotoperiodista Raquel Brust llamado “Giganto”. Como la misma artista ha manifestado, el objetivo era sacar la fotografía fuera de las galerías, “transformar un poco el paisaje de mi ciudad”.

Como fotógrafa, Brust es consciente del poder que tiene la expresividad de un rostro. Incluso artistas cuya obra ha transcurrido por cauces muy alejados del retrato han sucumbido, en un momento u otro de su trayectoria, a esta forma de expresión artística. Un ejemplo significativo es el de Andy Warhol. En 1962 descubrió las ventajas de la fotografía instantánea. Con su Polaroid Big Shot captaba el simbolismo tras la superficialidad de un rostro famoso. John Lennon, Mick Jagger, Alfred Hitchcock, Liza Minnelli o Marilyn Monroe fueron algunos de sus objetivos. Las fotografías de esta última sirvieron de base para el famoso “Díptico de Marilyn”, pistoletazo de salida del Pop art.

Desde entonces hasta ahora innumerables artistas y fotógrafos han aprovechado las oportunidades que brinda el retrato, ya sean puramente estéticas (Warhol) o sociales (Brust). Pero, independientemente de su finalidad artística, hay que tener en cuenta que la imagen de una persona ha sido y es objeto de protección. Quizá porque, como decía Susan Sontag hablando del retrato en fotografía, capturar la imagen de una persona equivale a violarla: se la ve como jamás se ve a sí misma, se la conoce como nunca puede conocerse; la transforma en un objeto que puede ser poseído simbólicamente.

Si bien en nuestra época los principales atentados contra los derechos de imagen vienen de la mano de polémicas fotografías publicadas en la prensa rosa, inicialmente la controversia se suscitaba no en el mundo del periodismo sino en el del arte. Piénsese en el estupor que desató la presentación en Roma de la “Venus Victrix” (1805-1808) de Canova. Los desnudos eran habituales en la pintura y la escultura pero resultaba escandaloso para la época que se prestase a posar para uno la hermana del mismísimo Napoleón. De hecho, la vinculación entre arte y derechos de imagen ha sido siempre muy estrecha. Si nos paramos a pensar un poco es lógico que sea así ya que, antes de la aparición del daguerrotipo y luego de la fotografía, la única manera que tenía una persona de inmortalizar su imagen era acudir a un pintor o escultor. Por ello, en un primer momento, la imagen se protegía en las leyes de propiedad intelectual. El art. 8 de la Ley alemana de 9 de enero de 1876 disponía que si la obra era un retrato o un busto, el derecho de reproducción no pertenecía al autor, sino a quien hubiese encargado la obra. Otro ejemplo interesante y que, además, señala el camino a la configuración jurídica que se ha dado al derecho de imagen, nos lo brinda una sentencia dictada por el Tribunal del Sena el 11 de abril de 1855 en la que se prohibió la exposición al público de un retrato sin el consentimiento de la persona representada.

No será hasta bien entrado el siglo XX cuando se empieza a producir en Europa un cambio en la concepción del derecho a la propia imagen emancipándose de la propiedad intelectual y adquiriendo la configuración de un derecho de la personalidad y, como tal, revestido de los caracteres de inalienabilidad, irrenunciabilidad e imprescriptibilidad.

Pero nuestra concepción del derecho de imagen no solo bebe de la doctrina europea. En 1890 Samuel Warren y Louis Brandeis publicaron “The right to privacy” en el Harvard Law Review, artículo en el que, por primera vez, se alude a la necesidad de proteger la esfera íntima de los ciudadanos (“privacy”).

Esa esfera de intimidad, ya elevada al rango de derecho constitucional (art. 18 CE), es la que trata de preservar nuestra Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar, y a la propia imagen. El Tribunal Constitucional (STC 81/2001) define el derecho a la propia imagen como un “derecho de la personalidad, derivado de la dignidad humana y dirigido a proteger la dimensión moral de las personas, que atribuye a su titular un derecho a determinar la información gráfica generada por sus rasgos físicos personales que puede tener difusión pública (…) consiste en esencia en impedir la obtención, reproducción o publicación de la propia imagen por parte de un tercero no autorizado, sea cual sea la finalidad –informativa, comercial, científica, cultural, etc.– perseguida por quien la capta o difunde (…) pretende salvaguardar un ámbito propio y reservado, aunque no íntimo, frente a la acción y conocimiento de los demás; un ámbito necesario para poder decidir libremente el desarrollo de la propia personalidad y, en definitiva, un ámbito necesario según las pautas de nuestra cultura para mantener una calidad mínima de vida”

Consecuentemente, el principio general que emana de la citada Ley Orgánica es la necesaria prestación del consentimiento para la utilización de la imagen de una persona. Este consentimiento deberá ser expreso (aunque puede revestir la forma verbal y puede deducirse de actos o conductas de inequívoca significación, no ambiguas o dudosas) y podrá ser revocado en cualquier momento.

Las mismas pautas sigue la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal que considera la imagen de una persona, su representación física, como un dato de carácter personal puesto que permite identificar a la persona concreta (art. 3 LOPD) y exige consentimiento del interesado para el tratamiento de ese dato.

Tras echar un somero vistazo a ambas leyes ya podemos afirmar, con un aceptable grado de seguridad, que, como regla general, no puede fotografiarse a terceras personas sin su autorización ya que el artículo 7.5 LO 1/1982 considera una intromisión ilegítima la captación de la imagen de una persona en lugares o momentos de su vida privada o fuera de ella. Así pues, si nuestro deseo es emular a Brust y a Warhol deberemos recabar, con carácter previo a la toma de la fotografía, autorización de la persona retratada. En ningún caso el arte debe ser considerado como una coartada para vulnerar un derecho de la personalidad como es el de la propia imagen.

Ahora bien, como todo derecho, este tiene sus límites. El art. 8.2 a) LO 1/1982 permite la captación, reproducción o publicación por cualquier medio, cuando se trate de personas que ejerzan un cargo público o una profesión de notoriedad o proyección pública y la imagen se capte durante un acto público o en lugares abiertos al público.

Sin embargo, la Ley deja estrecho margen si se pretende tomar la imagen de personas anónimas sin su autorización salvo si es en la vía pública y se aprecia un interés científico, histórico o cultural relevante (art. 8.1)

Puede pensarse que si lo que se pretende es captar comportamientos espontáneos esto no será posible si se solicita el consentimiento previo del sujeto al que se pretende fotografiar. Doisneau podría argumentar que no siempre para captar un instante auténtico es preciso que el instante sea real.

Al hilo de esta reflexión y, si se quiere, a modo de recapitulación, permítanme recordar una de las fotografías más famosas del siglo XX: “Le baiser de l’hôtel de Ville” conocida popularmente como “El beso”. Se trata de una fotografía en blanco y negro tomada por el fotógrafo francés Robert Doisneau en 1950. La popularidad de la escena que reproduce y el título mismo convierten en redundante cualquier intento de descripción. La fotografía era parte de un encargo de la revista Life que deseaba publicar un reportaje sobre el amor en la primavera de París y contactó con Doisneau, gran conocedor de la vida de París. A estas alturas no es ningún secreto que la fotografía no era espontánea. Dos estudiantes de arte dramático, Françoise Bornet y Jacques Carteraud,  fueron contratados para posar. El resto lo puso el ojo del autor.

Lo que quizá sorprenderá al lector es el cómo salieron a la luz los detalles de la toma de la fotografía. En 1993 Doisneau fue llevado a juicio. Una pareja, Jean y Denise Lavergne, afirmaba haberse reconocido en la imagen y reclamaban una indemnización por el uso inconsentido de la imagen. Doisneu tuvo que presentar como prueba la serie completa de fotos tomadas en distintos puntos de París con la misma pareja de estudiantes.

Más tarde el propio Carteraud demandó a Doisneau alegando que no se le había pagado por su trabajo: quería un porcentaje de las ganancias. De nuevo los jueces fallaron a favor de Doisneau, que pudo probar que había pagado el trabajo de Carteraud y Bornet.

Todos estos avatares no hicieron más que aumentar el aura de la fotografía y, consiguientemente, su valor. Una copia que Doisneau había regalado a Bornet pocos días después de tomarla fue subastada en 2005 adjudicándose por 155.000 euros (diez veces su precio de salida de 15.000 euros).

Todo el mundo es capaz de ser generoso cediendo su imagen para una fotografía o una obra cuando esta carece de valor. Por ello es un buen consejo para el artista el regirse siempre por una sencilla pero eficaz regla: piensa siempre como si tu obra fuese a estar muy cotizada en el futuro.

Fuente: Noticias.juridicas.com