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 #365  por CECILIA SALINAS
 
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BIOÉTICA :idea:

Bioética. I. Origen. II. Teorías ética. III. Los Principios de la Bioética. IV. Los sujetos morales. V. Reglas morales.


I. Origen

Frente a los grandes avances tecnológicos en el contexto de la medicina y las ciencias biológicas, en las últimas décadas se ha comenzado a plantear diversos dilemas éticos. Es así como surge la “bioética”, disciplina que empezó a desarrollarse en los años sesenta, y que desde un enfoque plural intenta, mediante una reflexión filosófica sobre los problemas éticos que se plantean, dar una solución a dicho problema.
¿Qué es la bioética? Para responder a esta pregunta debemos primeramente identificar varios conceptos: 1) ¿qué es la ética?, podríamos definirla como el conjunto de principios éticos generales y no tan generales, que brinda fundamento moral a las acciones más importantes del hombre, para que éste actúe en consecuencia. 2) ¿qué es la moralidad?, es el conjunto de normas y creencias (reales o ideales) sobre la conducta humana individual o social y sobre los rasgos de carácter que hacen que uno evalúe de manera positiva o negativa a otros; 3) ¿qué es un dilema ético o moral?, se refiere a una situación en la cual dos valores morales entran en conflicto de manera tal que cada uno de ellos puede ser protegido sólo a expensas del otro.
La reflexión crítica sobre la moralidad y los dilemas filosóficos y la forma de resolución de dichos planteos es tarea de la Ética la que puede enfocarse desde distintas perspectivas, a saber, a) Meta-ética: se encarga de analizar los términos y métodos de razonamiento; b) Ética normativa: esta podrá ser: i) General: trata de descubrir principios de conducta válidos y valores que puedan guiar el actuar humano en general; ii) Aplicada: es la aplicación concreta del razonamiento ético a áreas específicas, como la medicina, por ejemplo. Es a éste último grupo al que pertenece la Bioética, podríamos intentar definirla entonces como el estudio sistemático de la conducta humana en el área de las ciencias de la vida y la atención de la salud, en tanto que dicha conducta es examinada a la luz de los principios y valores morales.
Han existido en la historia distintos episodios donde hubieron atentados a diversos valores morales que afectaron al hombre, pero quizás la que resultó ser la más brutal o al menos llevó a tomar conciencia colectiva de los problemas éticos, fue las revelaciones de los experimentos médicos del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, lo que produjo la elaboración del primer conjunto de reglas internacionales que relaciona la Bioética con los Derechos Humanos, el Código de Nuremberg, de 1947.


II. Teorías Éticas

Las teorías éticas o filosofías de la vida moral proveen los fundamentos de la moralidad -de la virtud y el vicio, de lo correcto e incorrecto, de lo bueno y lo malo- en la acción humana. Se observa que los términos morales aquí empleados califican tres orientaciones fundamentales de la ética, según se ponga el acento, respectivamente, en el agente, el acto o el efecto de la acción humana .
Las teorías de la virtud enfatizan las cualidades del agente: una acción es moral o inmoral según exprese virtudes (por caso, compasión o coraje) o vicios (a la inversa, indiferencia o cobardía) del sujeto.
La teoría de la ley natural tiene como idea básica que lo que uno debe hacer está determinado por lo que es natural, y no por la sociedad en que uno vive o las preferencias personales. Las leyes naturales determinan cómo debemos actuar y esas leyes son objetivas y pueden ser descubiertas por la razón. Un lugar predominante en esta teoría es la tradición bioética católica, influenciada en gran medida por Santo Tomás de Aquino (1223-1274), quien reformuló esta teoría, cuyos orígenes se remontan a la filosofía griega y romana, y la adaptó al catolicismo.
Las teorías deontológicas sostienen que ciertas características intrínsecas o cualidades inherentes a los actos mismos (por ejemplo, veracidad o mendacidad) constituyen su correccíón o incorrección, independientemente de los fines y consecuencias.
Las teorías consecuencialistas privilegian los buenos resultados de la acción (salud, bienestar) medida en términos de eficacia y eficiencia. Una adecuada teoría moral debe contemplar estos tres aspectos de la acción humana, más allá del predominio entre ellos que motiva el debate.
Utilitarismo. Constituye la versión más importante de las teorías teleológicas (del griego télos = fin) o consecuencialistas, centrados en las consecuencias de las acciones; fue ya propuesto por D. Hume (1711-1776), presentado con ese nombre por J. Bentham (1748-1832), y desarrollado por J. S. Mill (1806-1878). En su formulación clásica el principio de utilidad, como lo llama Bentham, establece que una acción es moralmente buena cuando produce mayores beneficios que perjuicios y un mejor balance de buenas consecuencias respecto de cualquier otra acción alternativa. Bentham identifica el "bien" en cuestión con el placer o la felicidad, y el mal con el dolor o la infelicidad. Mill distingue el placer por su cualidad sensual o de orden superior, y extiende la aritmética o cálculo del bienestar desde el individuo a la sociedad (utilitarismo social: "El mayor bien para el mayor número").
A pesar de sus obvios méritos el utilitarismo clásico ha suscitado varios críticas u objeciones, entre éstas dos principales. Uno de los argumentos antiutilitaristas va contra el método de maximizar el bien de la mayoría sin tomar debidamente en cuenta a los individuos, el respeto a sus derechos y razones de justicia. Ejemplo de ello en el debate bioético contemporáneo lo constituye el trasplante de órganos, pues las consideraciones utilitaristas tienden a "sacrificar" al donante en beneficio de la sociedad o el bien común.
Los utilitaristas contemporáneos responden a ambas críticas modificando la teoría clásica sin abandonar su idea central, que las consecuencias son lo único a tener en cuenta moralmente. Nueva formulación es el llamado utilitarismo de la regla, por contraste con la versión original, ahora bautizada utilitarismo del acto. El punto crítico de este último, o utilitarismo clásico, es la evaluación de cada una de las acciones individuales con referencia a sus propias consecuencias particulares. Si en ocasiones, por ejemplo, mentir puede tener buenos consecuencias, en general ocurre lo contrario, son malas las derivaciones de la mentira. Por eso, en vez de evaluar cada acción individual siguiendo el principio de utilidad, deben establecerse reglas conforme a ese principio, para maximizar las buenas consecuencias, y las acciones individuales deben entonces juzgarse correctas o incorrectas por referencia a las reglas. Así, una acción puede ser incorrecta, aún cuando produce más beneficio que daño, si viola una regla que en general y a la larga asegura los mejores resultados.
Otra reformulacíón del utilitarismo original es el utilitarismo pluralista y preferencialista, que admite la existencia de otros bienes además del placer, los cuales deben ser optimizados, entre ellos la autonomía y la satisfacción de las preferencias e intereses personales. De tal manera se rechaza el hedonismo, la vieja y simple idea de que las cosas son buenas o malas según como nos hagan sentir, lo cual es más bien al revés, el placer o la felicidad, son la respuesta a la posesión de las cosas que reconocemos en sí mismas como buenas: las cosas no son buenas porque nos placen sino que nos placen porque son buenas .
Deontologismo. Si para las teorías consecuencialistas se debe hacer lo que es bueno, para las deontológicas (del gr. deón = deber) es bueno hacer lo que se debe. Una teoría es deontológica si y sólo si algunos actos se juzgan correctos (incorrectos) aún cuando sus consecuencias son en balance malas (buenas). Habrían pues características intrínsecas o formales que hacen a una acción correcta, independientemente de, o lógicamente anterior a, cualquier especificación del bien. Si la mentira es incorrecta, no podemos justificar su empleo con los pacientes. Por tal razón las teorías deontológicas toman a menudo la forma de una apelación a los derechos en los obligaciones morales. La noción de derechos personales no es utilitarista, sino al revés: es una noción que pone límite sobre cómo un individuo debe ser tratado, independientemente de los buenos propósitos que puedan lograrse. La moralidad se basa en el cumplimiento de una ley, mandato o prohibición de naturaleza divina, natural, humana o social.
La ética de Kant (1724-1804) representa una posición deontológica rigorista, en la cual las consideraciones teleológicas o consecuencialistas resultan irrelevantes. Las obligaciones o deberes morales no son "imperativos hipotéticos", del tipo "si quiero tal cosa debo hacer tal otra" -por tanto, mandatos fundados y condicionados por nuestros deseos, que se justifican simplemente por la relación entre medios y fines-, sino "imperativos categóricos", de la forma "debo hacer esto y punto", fundados en la razón y derivados de un principio que toda persona racional debe aceptar; es el "imperativo categórico", cuya primera formulación reza así: "Obra de modo que puedas querer la máxima de tu acción como ley universal".
Para explicar el imperativo categórico pone Kant su célebre ejemplo de la promesa respecto a la devolución de un préstamo. Romper una promesa (formularla sin poder cumplirla a fin de persuadir al prestamista) no es una acción moralmente legítima porque la máxima en ella implícita (toda vez que necesites un préstamo promete devolverlo, aún cuando sepas que no puedes hacerlo), es decir, la regla de que uno debe romper su promesa si ello resulta conveniente, no pasa la prueba del imperativo categórico y se autoexcluye. Sería inconsistente que uno quisiera tal cosa como ley universal de la naturaleza, porque la misma existencia de la institución de la promesa presupone que las personas guarden normalmente sus promesas aún cuando ello resulte inconveniente.
La segunda formulación del imperativo categórico dice así: "Obra de modo que trates a la humanidad, en tu propia persona o en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca sólo como un medio". Está aquí, por un lado, la idea del valor "fuera de precio" del ser humano, fin en sí mismo y relativamente al cual las cosas tienen valor, como medios para alcanzar los fines de aquel. Está también, más hondamente, la idea de la "dignidad humana", el valor intrínseco del ser humano en virtud de su naturaleza racional, como agente autónomo, vale decir inteligente y libre, capaz de tomar sus propias decisiones fijando sus propios objetivos y guiando su conducta por la razón. Como la ley moral es la ley de la razón, los seres racionales son la encarnación de la ley moral misma -el querer por deber o buena voluntad, lo único moralmente valioso en el mundo- y por tanto merecedores de respeto a su racionalidad, de trato como fines y no como medios, esto es, como personas.
La moralidad, pues, consiste para Kant en seguir reglas absolutas, reglas que no admiten excepción alguna. Por ejemplo, nunca se debe mentir, ni siquiera cuando la mentira tenga motivo piadoso o altruista. La convicción rigorista kantiana se apoya en dos argumentos derivados de sendas formulaciones del imperativo categórico. No podríamos querer que mentir fuera ley universal porque resultaría contradictorio o autoexcluyente: si se perdiera la confianza en lo que se dice, nadie creería las mentiras, pues la existencia de éstas depende justamente de la creencia universal en la veracidad. Además, si la persona A miente a la persona B en orden a ulterior designio, entonces A está usando a B meramente como un medio para un fin: A falta el respeto a la persona de B, a su dignidad como ser humano y así actúa inmoralmente.
Como ocurre en el utilitarismo, también en el deontologismo se distinguen las formas del acto y la regla, y los tipos monista y pluralista. El debate entre utilitaristas de la regla y deontologistas de la regla suele ser una "pelea familiar", puesto que ambos enfatizan los principios y los reglas (a menudo los mismos principios y reglas).


III. Los principios de la bioética

En 1979 en su libro Principles of Biomedical Ethics, Tom Beauchamp y James Childress desarrollaron los cuatro principios normativos que constituyen el eje del modelo ya clásico de la bioética, llamado justamente modelo de los principios: beneficencia, no-maleficencia, autonomía y justicia. Aparte la cuestión de cómo se derivan, de su prioridad y de su aplicación, se advierte el fuerte carácter utilitarista del primero y segundo, deontológico del tercero, en tanto que el cuarto representa un equilibrio en la ponderación de ambas teorías éticas.
Beneficencia (del lat. bonum facere, lit. "hacer el bien") y No-Maleficencia (del lat. non malum facere, lit. "no hacer daño"). El sentido etimológico de beneficencia y no-maleficencia refleja mejor el concepto de sendos términos morales que los usos corrientes en nuestra lengua, beneficencia como caridad o filantropía y maleficencia como malevolencia o malicia, intención dañina. Quizá sea más propio hablar en español de principios de beneficio y no maleficio.
Difieren los moralistas acerca de si no-malefícencia y beneficencia son dos deberes distintos o separados. Suele establecerse, siguiendo a W. Frankena , una gradación de obligaciones no-maleficencia-beneficencia que incluye cuatro elementos en orden jerárquico o precedencial:
1. Se debe no infligir mal o daño (principio de no-maleficencia).
2. Se debe prevenir el mal o daño.
3. Se debe remover el mal.
4. Se debe hacer o promover el bien.
El deber pasivo o negativo (1) de no-maleficencia (abstenerse del mal) tiene precedencia sobre los deberes de beneficencia positiva o activa (2-4), al punto que para algunos estos últimos no serían deberes en sentido estricto sino ideales morales o actos supererogatorios, moralmente justificados pero no requeridos, en todo caso deberes de obligación imperfecta que no generan un derecho correlativo. Cabe admitir que no causar daño es más mandatorio u obligante que producir beneficio (no es lo mismo arrojar a otro al agua que arrojarse al agua por él). Sin embargo, debe delimitarse una obligación moral de asistir a otros con actos positivos de beneficencia, en circunstancias que no impliquen riesgos considerables para los agentes, como asimismo es preciso definir un deber de beneficencia para las acciones sociales o de bien común (salud pública, por ejemplo). De ambos modos, nos aproximamos al ethos de la profesión y la institución médicas.
Para la ética médica, en consecuencia, es útil tratar juntos, como caras de la mismo moneda, los principios de beneficencia y no-maleficencia, rindiendo honor a la tradición hipocrática formulada en sendas cláusulas de Juramento y Epidemias, y consagrada en el latinazgo primum non nocere . Sin duda en el contexto deontológico profesional se perfilan con rasgos propios los conceptos de beneficencia y maleficencia (tipos de daño y beneficio, sujetos comprendidos en la obligación moral), las conductas responsables (el "debido cuidado" y la mala práctica o negligencia, impericia e imprudencia) y los juicios sobre casos particulares (aplicaciones del principio de utilidad). Este último punto merece aquí una explicación.
Como la vida moral no consiste en dos vidas paralelas, la de producir beneficio y la de evitar daño, es indispensable un principio de balance o ponderación. No hay mejor ejemplo de ello que la práctica médica actual, espada de doble filo, que siempre entraña daños efectivos o posibles, y exige entonces el análisis costos-beneficios y riesgos-beneficios. Esta metodología o procedimiento de decisión en biomedicina, que en general responde al concepto evaluativo de "calidad de vida", plantea cruciales cuestiones morales, y la mera consideración economicista, a la que es proclive el utilitarismo, debe complementarse con otras consideraciones de principio o deontológicas. La violación de la regla de "no dañar", en particular cuando el daño equivale a muerte, necesita de justificaciones que tradicionalmente han tomado la forma de principios, hoy revisados en su validez y vigencia al aplicarse a las nuevas situaciones que origina la tecnología biomédica. Son aquellos el principio de doble efecto, la distinción entre matar y dejar morir (eutanasia activa y pasiva), la determinación de tratamientos opcionales y obligatorios (medios ordinarios y extraordinarios) .
Autonomía (del gr. autos = uno mismo y nomos = regla; lit. "gobierno propio o autodeterminación") es la condición del agente moral (racional y libre) que genera el principio de respeto por la autonomía de las personas, e implica un derecho de no-interferencia y una obligación de no coartar acciones autónomas. El análisis filosófico del concepto de autonomía permite distinguir dos componentes del mismo. Uno es la racionalidad o entendimiento (capacidad de evaluar claramente los situaciones y escoger los medios adecuados para adaptarse a ellos), y otro es la libertad o no-control (derecho y facultad de hacer lo que se decide hacer, o por lo menos actuar sin coerción o restricción). Según el énfasis en uno u otro de ambos elementos resultan dos diferentes nociones de autonomía, llamadas libertaria y racionalista.
La primera se asocia con Bentham y Mill, y la tradición angloamericana en materia política, económica, ética y legal. Lo que cuenta es la libre decisión, no la autenticidad o racionalidad de la misma: es la autonomía moral del individuo como concepto propio de la modernidad. La segunda está representada paradigmáticamente por Kant y la tradición filosófica europea que justifica el paternalismo: es la autonomía moral de la voluntad como legislador universal, el actuar conforme a principios morales que puedan ser queridos universalmente válidos por toda persona. Fuera de este orden moral, las acciones individuales no son autónomas sino heterónomas, no obedecen a nuestra naturaleza racional sino a nuestra naturaleza animal (deseos, impulsos, hábitos, etc.).
Ambas nociones, libertaria y racionalista de la autonomía se conjugan en un concepto amplio de autonomía moral, que se aplica a la decisión de una persona cuando aquella deriva de los propios valores y creencias de ésta, se basa en un conocimiento y entendimiento adecuados, y no está sujeta a coerción externa o interna. El de autonomía es, sin duda, uno de los más complejos conceptos morales, que todavía se complica por el plano jurídico, la autonomía como autodeterminación legal, centrada en el poder, la autoridad y la competencia sobre las decisiones.
No es necesario señalar la novedad e importancia para la medicina del principio de autonomía, con sus fundamentos sociopolíticos, legales y filosóficos; la apelación a la autonomía representa la vanguardia de la ética médica, si bien hoy su lugar en ésta tropieza con los propios límites . Nada que pueda identificarse a un deber de respeto a la autodeterminación de los pacientes aparece en el Juramento Hipocrático; hay que esperar hasta los modernos códigos deontológicos para que despunte la idea . La introducción del -sujeto moral en medicina mediante el principio de autonomía ha puesto en jaque al tradicional paternalismo beneficentista, el comportamiento del médico como paterfamilias y tirano benigno, quizás el "pecado histórico" de la ética médica. La conquista del paciente como agente responsable en la atención de la salud, capaz de saber y decidir, se ha expresado en la fórmula del consentimiento informado, que conjuga los dos señalados componentes de la autonomía, puesto que la información es esencial a la racionalidad (es preciso comprender la situación antes de poder decidir lo que se debe hacer al respecto), y el consentimiento presupone la libertad. El principio de respeto a la autonomía es, sin embargo, el más difícil de manejar en la relación terapéutica, que requiere el ideal de un médico cualificado y un enfermo competente. Por otra parte, el principio de autonomía suele entrar en conflicto con los de beneficencia, no-maleficencia y justicia, originando situaciones dilemáticas desde el punto de vista moral (in extremis, las decisiones sobre "salvar o dejar morir", desde el rechazo del tratamiento al suicidio autónomo) .
Justicia. (del lat. iustitia, en el sentido originario o "físico" = corrección o adecuación, ajuste a un modelo) es el principio ético del orden social, la estructura moral básica de la sociedad que condiciona la vida de los individuos. Así, desde Platón, justicia representa la virtud común, fundamento de la conducta individual y política.
Según la tradición jurisconsulta romana, la justicia se entiende ante todo en términos de merecimiento, "dar a cada uno lo suyo" (suius quique tribuere): una persona es tratada con justicia cuando recibe lo debido, sea lo merecido, beneficio o perjuicio, premio o castigo (lo contrario es injusticia, injusto). Otra distinción clásica es entre justicia conmutativa o retributiva, que regula los relaciones entre las personas, y la justicia distributiva, que regula las relaciones del estado con los ciudadanos. La justicia sanitaria se refiere mayormente a la justicia distributiva y comparativa, relacionada a la asignación de recursos escasos y a la competencia entre distintos reclamos que es necesario balancear. De aquí el concepto de equidad como principio formal de la justicia: "los iguales deben ser tratados igualmente y los desiguales desigualmente".
Los principios materiales de la justicia identifican una propiedad relevante que sirve como base para la distribución de cargas y beneficios: 1) A cada uno igual parte, 2) A cada uno según su necesidad, 3) A cada uno según su esfuerzo, 4) A cada uno según su contribución social, 5) A cada uno según su mérito.
En la historia del pensamiento occidental han cobrado vigencia sucesivamente cuatro principales concepciones de la justicia social: 1) la justicia como proporcionalidad natural, 2) la justicia como libertad contractual, 3) La justicia como igualdad social, 4) la justicia como bienestar colectivo . En el debate contemporáneo sobre la justicia compiten teorías igualitarias, que enfatizan igual acceso a los bienes primarios (los marxistas acentúan la necesidad), libertarios, que enfatizan los derechos a la libertad social y económica, y utilitaristas, que enfatizan el uso mixto de tales criterios, a fin de maximizar la utilidad pública y privada.
El surgimiento de la bioética en EE.UU. se ha dado junto a la teorización sobre la justicia y sus aplicaciones en biomedicina, en particular el derecho a la salud y el sistema de macro y micro asignación de recursos en la atención médica. La recesión económica de los años 70 agudizó la conciencia del precio de la salud, una explosión de costos sanitarios sin resultados eficientes terminó con la pretendida ecuación "atención médica igual a salud". La economización de la medicina no ha hecho sino crecer desde entonces, y con ella se replantea el problema de la justicia distributiva en la política sanitaria . Las tres principales doctrinas de la justicia social -igualitaria, liberal y redistribucionista- compiten en la fundamentación moral de los sistemas alternativos de acceso a la salud: socializado, liberal y mixto. En cualquier caso, la justificación del derecho a la salud mediante el principio de justicia es otra conquista de la bioética, junto a la introducción del agente moral por el principio de autonomía, y la valoración de la vida humana con el principio de utilidad o beneficio. Los tres megaproblemas de la medicina posmoderna -costos, responsabilidad y calidad en la atención de la salud- tienen así una respuesta, o al menos un planteamiento sistemático, desde el nuevo orden bioético .


IV. Los sujetos morales

Diego Gracia bioeticista español señala que en el campo de la medicina se llego a pensar la relación médico paciente, como relación social y humana, pero que no era horizontal sino vertical: quien conocía el “orden” en caso de enfermedad era el médico, y el enfermo se sometía pasivamente a éste, a fin de restablecer el equilibrio perdido. En consecuencia, el médico era en dicha relación un sujeto agente, y el enfermo un sujeto paciente. El conocedor del orden natural (médico) era entonces, no sólo agente técnico sino agente moral, y el paciente un enfermo necesitado de ayuda técnica y ética. El médico podía y debía proceder aun en contra de la voluntad del paciente. Esta imagen fue la cara visible del paternalismo, principio que ha caracterizado la ética médica tradicional, y que aún se halla presente en muchos actos biomédicos.
La ciencia médica ha estado orientada, desde entonces, por el principio general de beneficencia, es decir, un imperativo moral del médico que impediría que sus acciones se trasformen en iatrogénicas –provocando una daño aún mayor o innecesario- (principio de no maleficencia).
Este esquema perduró hasta bien entrado el mundo moderno, el pluralismo político y religioso, y especialmente pluralismo moral, a través de todas sus conquistas, advenimiento de las democracias y de los derechos humanos y políticos, hizo necesario acomodar la clásica relación médico-paciente vertical y paternalista. En ese nuevo enfoque el paciente no es ya un sujeto pasivo, sino activo; es otro agente moral distinto del médico, y hace que la resolución final del caso sea más compleja. Comienza a esbozarse el “principio de autonomía del paciente” como principio de libertad moral.
Este principio se resume de la siguiente manera: “todo ser humano es agente moral autónomo y, como tal, debe ser respetado por todos los que mantienen posiciones morales distintas”.
Fue en la década de los años 70 cuando los pacientes comenzaron a tomar conciencia de su calidad de agentes morales autónomos, libres y responsables. Se instala desde entonces el principio de autonomía y libertad de los dos sujetos: el médico y el paciente. Los principios de beneficencia y de autonomía se constituyen a partir de entonces en pilares de la futura construcción bioética en torno de la relación médico-paciente.
Esta relación puede y generalmente es conflictiva, pues en dicho vínculo ambas partes raramente están solas: los familiares o allegados del paciente, generalmente condicionan la solución del caso médico.
Interviene también en forma directa o indirecta la sociedad, transformándose en nuevo agente moral. La clínica, el hospital o la institución biomédica; la mutual o el seguro de salud; los equipos de profesionales que favorecen las interconsultas del médico de cabecera; etc.; influyen de manera sustancial en la resolución final de cada caso particular. Todos, en alguna medida desean acceder a una atención de la salud que resulte justa, pero mientras que en la asignación de recursos los familiares pugnarán por la satisfacción de los intereses directos del pariente enfermo, el seguro de salud, la clínica o el hospital procuraran distribuir sus recursos humanos y económicos de manera que garanticen la atención a ese paciente sin descuidar a otros actuales o potenciales. La sociedad procura orientar su accionar para la asignación de sus recursos resulte distributivamente justa a toda la comunidad, pretendiendo “dar a cada uno lo suyo”. Es aquí donde entra a jugar el cuarto principio bioético, el principio de justicia.
Los agentes intervinientes entonces son tres: el médico, el paciente y la sociedad. Así como los principios que confluyen en cada caso: la beneficencia, no maleficencia, la autonomía y la justicia.














Gracia señala que no siempre la interrelación ha de resultar complementaria ni armoniosa. La realidad nos ofrece un panorama complejo: nunca es posible respetar completamente la autonomía sin que sufra la beneficencia; contemplar ambas sin que se resienta la justicia; atender los reclamos del paciente sin desatender las recomendaciones del médico, quien a su vez deberá tener en cuenta los condicionamiento hospitalarios y sociales en general. De ahí la importancia de tener siempre presentes los cuatro principios, y comprender cómo actúan individualmente los agentes morales, para ponderar su peso en cada situación concreta.


V. Reglas Morales

En la relación terapéutica, extensiva a la investigación clínica, se destacan tres reglas morales de carácter deontológico como obligaciones del profesional: confidencialidad, veracidad y consentimiento informado.
Confidencialidad. La regla de confidencialidad o del secreto establece que se debe guardar o no revelar ínformación de naturaleza personal obtenida en una relación fiduciaria. Privacidad y fidelidad son, por tanto, las dos variables de la regla, sus momentos "objetivo" (cantidad y calidad de la información) y "subjetivo" (grado de compromiso entre las partes). La privacidad es una prerrogativa y un derecho universal de las personas, en virtud de su intimidad o identidad, la cual debe ser protegida. La confianza es un requisito de la relación interpersonal, que obliga a mantener una promesa sobre el control de la información confidencial.
La regla de confidencialidad puede apoyarse alternativamente tanto con argumentos deontologistas como utilitaristas, derivándola ya sea del principio de autonomía, ya bien del de beneficencia y no-maleficencia, según consideraciones sobre el respeto a las personas o sobre la seguridad de las mismos, respectivamente. Otra cuestión que se plantean consecuencialistas y deontologistas es la de si la regla de confidencialidad constituye un deber absoluto o sólo prima facie, que nunca debe violarse o bien que es permitido hacerlo justificadamente cuando otros deberes más fuertes están en juego.
La tradición del secreto profesional en la relación médico-paciente se remonta al Juramento Hipocrático: "Callaré todo cuanto vea u oiga, dentro o fuera de mi actuación profesional, que se refiera a la intimidad humana y no deba divulgarse, convencido de que tales cosas deben mantenerse en secreto" . Aún cuando la cláusula del Juramento está más próxima del secreto pitagórico que del moderno principio de privacidad, los códigos deontológicos siempre han enfatizado el secreto médico como norma de conducta indispensable para la buena relación terapéutica. También ha sido permanente la discusión acerca del alcance del deber de confidencialidad, cuya violación a veces se justifica por el privilegio terapéutico (derecho pero no deber de revelar información) y otras por el cumplimiento de un deber más obligante, ya sea legal y contemplado en los códigos (declaración ante los poderes públicos: seguridad, justicia, salud o prevención epidemiológica) o estrictamente moral (protección del bienestar individual o social). Veracidad. El deber de veracidad consiste en decir la verdad y no mentir o engañar a otros. Tiene la regla, pues, un aspecto objetivo o descriptivo (verdad - falsedad de la información) y otro intencional o subjetivo (autenticidad - mendacidad). Ya se le considere o no una regla moral independiente, la veracidad puede fundamentarse en criterios tanto deontológicos como utilitaristas, por ejemplo el respeto a las personas o autonomía, el contrato social o fidelidad, la cooperación o buena relación interhumana (la mentira falta al respeto de los personas y su autonomía, viola contratos implícitos y menoscaba toda relación basada en la confianza). También se debate sobre el carácter ya absoluto o bien prima facie del deber de veracidad, según se entienda éste como un derecho inalienable de los individuos o que requiere justificación cuando entra en conflicto con otros deberes.
En los códigos de ética médica, desde los antiguos a los modernos e incluso actuales, se omite o no se trata explícitamente un deber de veracidad, con lo cual no se hace otra cosa sino legitimar a la institución médica de la mendacidad terapéutica, un caso privilegiado de mentira piadosa, altruista o benevolente, que se fundamenta en el beneficio del engaño para el paciente, a quien por otra parte no se considera en condiciones de comprender la verdad ni de querer saberlo (y para esto último está en su derecho).
Consentimiento Informado. La figura del "ínformed consent" -la adhesión racional y libre del paciente al tratamiento médico (o del sujeto a la experimentación clínica)- se desprende según se ha visto del principio de autonomía, al que calcan perfectamente los dos componentes de la regla, dado que la información es esencial a la racionalidad (es preciso comprender una situación antes de decidir sobre ella) y el consentimiento presupone libertad. La justificación autonomista no excluye otra utilitarista y beneficentista del consentimiento informado, que en general puede considerarse un medio eficaz para promover la responsabilidad individual y social en la atención de la salud. En muchos países el consentimiento informado no es hoy sólo regla moral (elección autónoma) sino también fórmula legal (autorización escrita).
La historia de la doctrina jurídica del consentimiento informado tiene dos raíces principales: una es la de las regulaciones de la experimentación biomédica en sujetos humanos, a partir del código de Nuremberg (1947) y la declaración de Helsinki (1964). Otra es la jurisprudencia en casos de mala praxis médica . Información y consentimiento son los dos componentes del consentimiento informado, y ambos se desdoblan conformando cuatro elementos:
1. Revelación de la información;
2. Comprensión de la información;
3. Consentimiento voluntario;
4. Competencia para consentir.
Respecto de qué tipo de información debe recibir el paciente se han dado sucesivamente (y se dan siempre conflictivamente) en la jurisprudencia tres principales criterios:
1. Lo que considera lo comunidad científica;
2. Lo que la persona razonable desea saber;
3. Lo que un paciente personalmente desea saber.
En cuanto al concepto de competencia para consentir (o rechazar) un tratamiento, también cuenta con diversos estandares o criterios, que pasan por la racionalidad o irracionalidad de las decisiones. El desiderátum de consentimiento (o rechazo) válido -más allá del recaudo legal o burocrático- implica, en suma, adecuada información, no-coerción y competencia .


HAY QUE RESPONDER LO SIG.

CASO PRÁCTICO: “Mi secreto me condena”.
La otra cara de la pobreza.
Juan de 28 años de edad consulta a su médico por una constante tos seca que ha durado tres o cuatro semanas, y por una historia de 10 días de sudores nocturnos. Admite ser bisexual activo. Se le somete a análisis y se le encuentran anticuerpos HIV (lo que indica que está infectado por el virus causante del SIDA). En el marco de este cuadro clínico, se lo debe considerar afectado por la enfermedad. Se le informa sobre su condición y, asimismo, en el curso de una prolongada entrevista, del riesgo para su esposa y de la marcada posibilidad de que sus hijos, de uno y tres años de edad, puedan quedar sin padres si ella contrajera la enfermedad. El paciente se niega a permitir que informen a su esposa sobre su estado. Finalmente, el médico accede a su exigencia de absoluta confidencialidad. Después de uno o dos accesos, que son tratados con éxito, el enfermo muere unos 18 meses después. En las últimas semanas de vida, renuncia a sus primitivas exigencias y permite que se informe a su esposa sobre su problema. Se la somete a exámenes y, aunque asintomática, se le encuentran anticuerpos HIV. Un mes más tarde consulta al médico por fiebre, tos seca y pérdida del apetito,. Desesperada por sus hijos, acusa amargamente al médico de haberlos engañado, a ella y a los niños, permitiendo que su marido a infectara, cuando si ella hubiese conocido la verdad se hubieran podido tomar medidas para disminuir el riesgo.

RESPONDA
1. Lea atentamente el caso.
2. Determine cuales son los valores morales que se plantean en el caso.
3. Determine que derechos personalísimos se encuentran en conflicto.
4. Realice un cuadro comparativo de las distintas respuestas que podría haber dado el médico conforme a las diferentes teorías filosóficas (teoría de la virtud, deontológicas, consecuencialistas, etc.). Fundaméntelas.
 #387  por Administrador
 
Estimada Consultante.....será dificil encontrar que a traves del Foro alguien pueda ponerse a trabajar en el tema.
Espero que le haya ido bien.
Atte.
Dra. Teresa Furriol