Si visitan Bremen vean esta estatua.
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Los músicos de Bremen
Me encantan los cuentos de hadas. Creo que estas historias le gustan a casi todo el mundo simplemente porque todos podemos imaginarlas. Todos podemos imaginar un lobo vestido de abuela, un zapato de cristal que calza perfecto, una casa de chocolate y una manzana envenenada. La fórmula es simple y yo creo que esa es la garantía de su éxito y de su cosecha de adeptos en todos los rincones del globo. Cuando alguien quiere volver a disfrutar de esas historias busca en su biblioteca, en Internet, en el videoclub, algún ejemplar del cuento en algún soporte. Y así, desde lejos (o desde cerca, todo depende la distancia que dejes entre la tele, el libro, el monitor y tu nariz), se disfruta de la historia.
¿Y si uno quisiera vivir un poco más intensamente la historia y no ser un mero espectador? Vos me dirás que con un atuendo rojo, la capucha del rompevientos y una canasta ya se puede jugar a ser Caperucita. Y la verdad es que sí (ok, se necesitaría de algunos extras para el lobo, los árboles y el leñador). ¿Pero si te digo que hay una forma bastante mejor de vivir los cuentos de hadas? ¿Si te digo que en Alemania uno puede ir visitando los lugares donde efectivamente sucedieron las historias? Para empezar, la de hoy es mi historia favorita. Es mi historia favorita porque está involucrada una de mis ciudades favoritas: Bremen. La cosa fue más o menos así.
Resulta que un burro (de esos que caminan en cuatro patas) estaba a punto de jubilarse. Su amo le decía que era un completo inservible, y sin darle su cena del día, lo abandonó en medio de la montaña. Toda una vida dedicada al trabajo, toda una vida cargando leña y cemento, toda una vida al lado de un amo que, cuando ya no lo necesitó, lo abandonó. El burro, cansado y abatido, decidió que era momento de seguir su sueño. Muchos de sus amigos lo habían juzgado mal cuando lo contaba. Era cierto que nadie lo apoyaba, ni nadie creía que fuera capaz de lograrlo. Era algo complicado, quizá una fantasía sin posibilidades de concreción, pero siempre había tenido ganas de intentarlo. Y aunque ya era algo viejo, y hubiera sido más fácil quedarse paseando por el monte, sintió que era el momento: siempre había querido llegar a la cuidad de Bremen y convertirse en músico.
A pocas horas de comenzar su camino se encontró con un perro sucio y hambriento. Le preguntó qué le sucedía, y el can dijo que su dueño lo había dejado por ahí, porque ya era viejo y ya no cazaba patos como antes. El burro, cordialmente, lo invitó a sumarse a su camino hasta la ciudad de Bremen. “¿Y qué vamos a hacer ahí?", preguntó el perro. “Vamos a convertirnos en músicos.” El perro lo miró con cara de “este está loco”, pero se sumó.
Habían caminado algunos kilómetros más hacia el norte cuando se encontraron con una gata que buscaba comida en un tonel. La invitaron a sumarse al recorrido. La gata miró a la simpática dupla y dijo “miau” (y sí, ¿qué otra cosa iba a decir la gata?) Lo mismo, con un gallo cantor que había sido despedido de su trabajo como despertador de un zapatero. Los cuatro emprendieron el resto del camino hacia Bremen, la ciudad donde harían realidad sus sueños.
A pesar de que Bremen no quedaba nada cerca, el camino fue divertido y les permitió conocerse más. Hasta que se hicieron amigos.
Días más tarde y luego de mucho andar, vieron a lo lejos la ciudad y apuraron el paso. Llegaron a una casa y decidieron que debían pasar la noche allí. Pero adentro de la casa había un grupo de ladrones que utilizaba el lugar como guarida. Debían sacarlos de ahí. Fue entonces cuando armaron un plan. Decidieron asustarlos. La noche era tormentosa, llovía a cántaros y hacía frío, algo totalmente normal en la ciudad de Bremen, muy cercana a la costa.
El burro se plantó bien sobre la tierra. Sobre él, se paró el perro. Arriba de éste, el gato y sobre la cabeza del gato, el gallo. Los cuatro, formando una curiosa estructura zoológica, esperaron a que un relámpago los iluminara. Y justo en ese momento, cada uno de ellos empezó a hacer ruido. El asno a rebuznar, el perro a ladrar, el gato a maullar y el gallo a cantar. Claro, los ladrones se pegaron un julepe terrible. Lo que veía a través de la ventada era nada más y nada menos que un monstruo. Así que huyeron de la casa, dejando el botín sobre la mesa (no uno de estos, sino de estos otros). La casa estaba algo desarreglada, pero todos acordaron que debían poner manos a la obra para emprolijarla y quedarse a vivir allí. Así fue como estos cuatro personajes llegaron a la ciudad y tiempo después cumplieron su sueño: se convirtieron en músicos hechos y derechos.
Es por eso que me gusta este cuento. Porque habla del trabajo en equipo y de seguir los propios sueños, lo que a uno le dicta el corazón, aunque parezca inalcanzable.
Si uno tiene ganas, sólo tiene que visitar Bremen y empaparse de esta historia. El monumento que recuerda a los cuatro valientes te dará la bienvenida a esta maravillosa ciudad.