Francisco.
No siempre, pero casi siempre, Francisco Arce Beltrán iniciaba la siesta con el mismo pensamiento: Gracias. Una palabra que representó con millares de imágenes y ninguna letra, porque su nombre completo era lo único que sabía escribir.
Se consideraba un privilegiado. Yo lo veía como un ignorante, además de conformista. Y me refiero a su etapa adulta, porque era comprensible que de niño no hubiese podido estudiar. Labró la tierra hasta que la sequía del 62 dejó a su familia sin propiedad en favor del banco, viéndose obligado a migrar a la ciudad antes de cumplir los trece años. Mendigando por las calles, entabló amistad con un vagabundo que tocaba la guitarra. Le enseñó una canción. La aprendió con muchísimo esfuerzo. Quiso enseñarle otra. A Francisco no le interesó. Para él, una bastaba para ganarse la vida.
Durante cuatro décadas, únicamente ha cantado ese tema. Le gustaba decir que entre él y un sellador de sobres no había ninguna diferencia. No profundizaba. Ahí terminaba su comentario, con un rostro que rebozaba satisfacción. ¡Ignorante, conformista y descaradamente estúpido! Me irritaba.
Ya no.
Comenzó a desbaratar mis prejuicios la tarde que me preguntó qué buscaba alcanzar con tanto estudio y competitividad. Respondí. Mi meta era su presente. A Francisco Arce Beltrán se le veía tranquilo, contento y en paz. Era feliz, monótonamente feliz.
De todas formas, él estaba equivocado. Su actividad distaba mucho de la que realizaba un sellador de sobres. Si bien Francisco repetía una misma acción a lo largo del día, el público interrumpía su rutina cuando, entusiasmado, le pedía “otra, otra”. Y eso ocurrió con una frecuencia creciente porque cada vez interpretaba mejor el tema. En varias ocasiones, salió del apuro improvisando historias que nunca reutilizaba, puesto que no se daba el trabajo de memorizarlas. Sin embargo, al madurar su autoestima, se aventuró a decir la verdad, complementándola con el siguiente argumento: “Si un compositor puede subsistir toda su vida con las regalías de una canción, por qué yo no puedo hacerlo cantándola”.
En una oportunidad, al estar por finalizar su jornada callejera, un espectador le ofreció una suma tentadora por tocar en la fiesta sorpresa que estaba organizando para su pareja. Aceptó. Tres horas después, inició su concierto. Tres minutos más tarde, se quedó sin repertorio. Aplausos prolongados. Volvió a cantar el mismo tema. Silencio prolongado. Sonreía mientras pensaba. Nuevamente, las cuerdas de la guitarra reprodujeron la melodía, pero, en lugar de acompañarla con la letra, propuso un Karaoke concurso y dotó al premio con la mitad de la paga que iba a recibir esa noche. Tocó las notas de la canción hasta el amanecer. Los invitados, encantados con la velada, lo fueron contratando para distintas celebraciones, incluyendo cumpleaños infantiles. Dado el éxito, los nuevos invitados hicieron lo propio, y la rueda giró. Las Radios desempolvaron el vinilo original, pero la gente reclamaba la versión de Francisco. La grabaron y difundieron. Sonaba en toda la ciudad, a cada rato, acelerando el desenlace. Nadie quiso volver a oírla.
Cuando estaba por marcharse, BMG y Sony le ofrecieron producir un disco con temas inéditos. Ni siquiera lo dudó. Respondió que no. Se trasladó a Córdoba con el ánimo intacto.
Al ir conociendo los valores de su perspectiva, fui compartiendo —en parte— la admiración que él sentía hacia las personas que desempeñaban orgullosas una labor simple y monótona. Francisco creía que ellos tenían la posibilidad de no pensar en nada, dejando libre el espacio para sentir, como cuando él labraba la tierra y las imágenes fluían por las emociones y no por la razón.
Francisco Arce Beltrán encontró la forma de tener una vida interesante, libre y segura, sin saber leer ni escribir. Sólo le hizo falta aprender una canción para comprar una casa, mantener a su esposa y tres hijos, disfrutar de sus vicios inofensivos y hasta gozar de vacaciones cada cuatro meses. El resto de cosas que aprendió no tenían ninguna utilidad económica, cultural o social, simplemente le sirvieron para mantener a salvo la mayor parte de su descontaminada ignorancia.
por Rafael R. Valcárcel
No siempre, pero casi siempre, Francisco Arce Beltrán iniciaba la siesta con el mismo pensamiento: Gracias. Una palabra que representó con millares de imágenes y ninguna letra, porque su nombre completo era lo único que sabía escribir.
Se consideraba un privilegiado. Yo lo veía como un ignorante, además de conformista. Y me refiero a su etapa adulta, porque era comprensible que de niño no hubiese podido estudiar. Labró la tierra hasta que la sequía del 62 dejó a su familia sin propiedad en favor del banco, viéndose obligado a migrar a la ciudad antes de cumplir los trece años. Mendigando por las calles, entabló amistad con un vagabundo que tocaba la guitarra. Le enseñó una canción. La aprendió con muchísimo esfuerzo. Quiso enseñarle otra. A Francisco no le interesó. Para él, una bastaba para ganarse la vida.
Durante cuatro décadas, únicamente ha cantado ese tema. Le gustaba decir que entre él y un sellador de sobres no había ninguna diferencia. No profundizaba. Ahí terminaba su comentario, con un rostro que rebozaba satisfacción. ¡Ignorante, conformista y descaradamente estúpido! Me irritaba.
Ya no.
Comenzó a desbaratar mis prejuicios la tarde que me preguntó qué buscaba alcanzar con tanto estudio y competitividad. Respondí. Mi meta era su presente. A Francisco Arce Beltrán se le veía tranquilo, contento y en paz. Era feliz, monótonamente feliz.
De todas formas, él estaba equivocado. Su actividad distaba mucho de la que realizaba un sellador de sobres. Si bien Francisco repetía una misma acción a lo largo del día, el público interrumpía su rutina cuando, entusiasmado, le pedía “otra, otra”. Y eso ocurrió con una frecuencia creciente porque cada vez interpretaba mejor el tema. En varias ocasiones, salió del apuro improvisando historias que nunca reutilizaba, puesto que no se daba el trabajo de memorizarlas. Sin embargo, al madurar su autoestima, se aventuró a decir la verdad, complementándola con el siguiente argumento: “Si un compositor puede subsistir toda su vida con las regalías de una canción, por qué yo no puedo hacerlo cantándola”.
En una oportunidad, al estar por finalizar su jornada callejera, un espectador le ofreció una suma tentadora por tocar en la fiesta sorpresa que estaba organizando para su pareja. Aceptó. Tres horas después, inició su concierto. Tres minutos más tarde, se quedó sin repertorio. Aplausos prolongados. Volvió a cantar el mismo tema. Silencio prolongado. Sonreía mientras pensaba. Nuevamente, las cuerdas de la guitarra reprodujeron la melodía, pero, en lugar de acompañarla con la letra, propuso un Karaoke concurso y dotó al premio con la mitad de la paga que iba a recibir esa noche. Tocó las notas de la canción hasta el amanecer. Los invitados, encantados con la velada, lo fueron contratando para distintas celebraciones, incluyendo cumpleaños infantiles. Dado el éxito, los nuevos invitados hicieron lo propio, y la rueda giró. Las Radios desempolvaron el vinilo original, pero la gente reclamaba la versión de Francisco. La grabaron y difundieron. Sonaba en toda la ciudad, a cada rato, acelerando el desenlace. Nadie quiso volver a oírla.
Cuando estaba por marcharse, BMG y Sony le ofrecieron producir un disco con temas inéditos. Ni siquiera lo dudó. Respondió que no. Se trasladó a Córdoba con el ánimo intacto.
Al ir conociendo los valores de su perspectiva, fui compartiendo —en parte— la admiración que él sentía hacia las personas que desempeñaban orgullosas una labor simple y monótona. Francisco creía que ellos tenían la posibilidad de no pensar en nada, dejando libre el espacio para sentir, como cuando él labraba la tierra y las imágenes fluían por las emociones y no por la razón.
Francisco Arce Beltrán encontró la forma de tener una vida interesante, libre y segura, sin saber leer ni escribir. Sólo le hizo falta aprender una canción para comprar una casa, mantener a su esposa y tres hijos, disfrutar de sus vicios inofensivos y hasta gozar de vacaciones cada cuatro meses. El resto de cosas que aprendió no tenían ninguna utilidad económica, cultural o social, simplemente le sirvieron para mantener a salvo la mayor parte de su descontaminada ignorancia.
por Rafael R. Valcárcel