
El bandolero
Juan Bautista Vairoleto
La escritora Silvia Miguens relata las andanzas y el final del legendario bandido rural, al que los mendocinos conocieron de cerca en su ir y venir por los caminos de la provincia.
Cuando intuyó que su compañero, el Ñato Gascón, lo había traicionado, saltó de la cama. Las nenas se sobresaltaron. Siempre eran extraños los movimientos del papá, a quien Telma, la mamá, llamaba Juan, a secas. Los vecinos, en cambio, lo conocían como Francisco Bravo. Algunos le decían el pampeano, pero eran pocos, porque amigos, muchos no tenía. No por la zona de Carmenza, en los pagos de Alvear, al sur de Mendoza.
Juan, por esa época trabajaba la tierra y ellas, Juana (2 años) y Elsita (9 meses), no se le acercaban demasiado porque andaba siempre silencioso y ceñudo. Especialmente a la caída del sol, cuando se sentaba en un tronco, bajo la ventana, a tallar el Cristo que había encontrado a orillas del río Atuel. Empecinado, le sacaba viruta al trozo de madera, aunque la Telma le decía que no debía hacerlo, que era siempre un buen presagio encontrar un Cristo y que debía esperar el milagro. Pero él no creía en cristos ni en milagros. Creía en el hombre, y en la mujer. Claro que no en todos los hombres. Tampoco en todas las mujeres. Pero en la Telma sí. En cuanto a las nenas, solía decir que no estaba en él creer o no creer en ellas porque eran hijas y con eso bastaba.
Ese día al atardecer, horas antes de saltar de la cama en guardia, Juan le sacaba viruta al Cristo. Cada tanto levantaba la cabeza oteando el horizonte; aunque más que la mirada Juan alzaba la nariz, husmeando algún indicio del polvo que alzan los caballos con sus cascos. Las niñas jugaban con los rulos de la madera en el suelo. La Telma le rogó que no insistiera, que el Cristo lo iba a castigar, que era una herejía borrarlo de la madera en cruz. Juan rió. Le talló un par de ojos nuevos a la figura y se la regaló a su mujer, para que la pusiera en el altar de piedras junto a la acequia. La Telma agradeció con un suspiro profundo, dejó al Cristo sobre la cómoda y sirvió la sopa. Las nenas seguían jugando con las virutas cuando la mamá les dio de comer, también cuando las metió en la cama. Jugaron hasta que las voces fueron un eco lejano que naufragó en el fuentón de la ropa. Ahí se les quedaban por la noche las voces de los papás, bajo esa escarcha que la helada cristalizaba sobre la superficie del agua y que el calor del brasero quebraba al amanecer. Pero no sucedería así el 14 de septiembre de 1941. Aquel día se despidió y montó el bayo con destino incierto, pero regresó y se echó en la cama sin decir nada. A la madrugada se oyó un trote de caballos. Juan pegó un salto y quedó de pie en el centro del cuarto. Miró a sus tres mujeres, que le sostuvieron la mirada. La Telma abrazó a las nenas y se persignó: fue en el preciso instante en que uno de los oficiales pateó la puerta. Juan disparó.
De ese modo puso fin a todo. No cabía en él eso de seguir huyendo. De qué otro modo arruinarles el placer a los que lo perseguían. Y a los traidores. Nunca había logrado conciliar los diferentes modos de la justicia. Puede que alguna vez, por el 1930, cuando los anarquistas se le habían aproximado con una idea de la verdad y la justicia. Nada quedaba de aquellos tiempos. Nada era como entonces. Cómo conciliar justicia con traición. Imposible, se dijo, y se descerrajó un tiro en la cabeza.
"Juan se suicidó. No lo mataron, se suicidó", dijo Telma Ceballos. "Me levanté de la cama tras él a proteger a las chicas, vi que se pegó un tiro, se apoyó en la pared y cayó. Le tiraron, ya muerto. En el suelo". No obstante las declaraciones de Telma Ceballos dando testimonio del suicidio en estado de rebeldía de Juan Bautista, las autoridades y la prensa informaron al país: "La Policía Volante dio muerte al bandolero social Vairoleto". Efectivamente, su compañero el Ñato Gascón ayudó a la Policía Volante a rodear Carmenza y las orillas del Atuel. Les contó que Vairoleto había conocido a una muchacha que le llenó el corazón, con quien tuvo dos hijas; que sus compañeros le habían conseguido esas tierras en la Colonia San Pedro del Atuel; que con el nombre de Francisco Bravo se metió de chacarero y dejó la delincuencia. Era verdad. Y Vicente Gascón, a cambio de la libertad y para dejar la delincuencia, sólo tuvo que dar esa información a la Policía Volante.
SIGNADO POR LA PERSECUCIÓN
Aunque se lo identifica con los pagos de General Alvear, en Mendoza, Juan Bautista nació en Santa Fe a finales del siglo XIX, en 1894. Sus padres habían llegado al país a causa de la hambruna europea, en una de esas corrientes inmigratorias impulsadas por Sarmiento, en este caso desde Italia. Fue el quinto hijo del matrimonio de esos italianos que con expectativas llegaron a estas tierras tan al sur de América, tan alejadas de guerras y conflictos políticos y laborales. Por su conocido desempeño en el anarquismo, no sería extraño que también su padre hubiese sido anarquista. No fueron pocos los anarquistas que llegaron desde Italia. Tal vez no fuera tanto el hambre lo que obligó a sus padres a emigrar sino la errancia ideológica y una marcada oposición a la oficialidad de turno. Por herencia o fatalidad, la vida errante de Juan Bautista -para algunos dentro del bandidaje social y para otros en las filas del anarquismo- estuvo signada por la violencia y la persecución policial.
EL RELOJ Y UNA BALA PERDIDA
De Santa Fe sus padres se habían mudado a Córdoba, donde falleció la madre. Al tiempo, Juan se trasladó con su padre y sus hermanos a Eduardo Castex, por entonces Gobernación de La Pampa. Fue en ese lugar donde el pampeano se ganó la primera entrada a la cárcel, el 4 de noviembre de 1919 a la 1 y media de la tarde, hora en que por un asunto de polleras disparó dando muerte a un policía, y hora en que el reloj quedó clavado, por una bala perdida. Esa muerte, aunque duelo pasional, provocó la persecución de la Policía. Tuvo varias entradas a la cárcel, pero el 22 de junio de 1925 escapó y nunca más fue apresado.
Nadie más que él tendría el control de su vida, y de su muerte, en esa larga carrera dentro del llamado bandolerismo como forma de protesta social. Porque es la protesta social lo que las autoridades pretendían descalificar haciendo alusión al bandolerismo. Como causa o consecuencia, estas prácticas contestatarias de robarles a los ricos para repartir el botín entre el paisanaje se ganaron la admiración popular. Ahí donde llegaba Vairoleto había comida, yerba, tabaco, caballos para seguir viaje y, en muchos casos, hasta la complicidad de la Policía local. Esta última circunstancia indujo a la Federal a crear la Policía Volante, para evitar la corrupción y atrapar a Vairoleto. La primeras incursiones en el sur mendocino fueron en 1927. Tuvo contacto con dirigentes lencinistas y también un acercamiento a Mate Cosido, bandido popular en los quebrachales chaqueños. Más adelante, unido a los anarquistas pampeanos empezó a rondar el sur mendocino. Por esos días del año '30 Yrigoyen fue derrocado por Uriburu, y Agustín P. Justo, que era jefe del Ejército, poco después ocupó la Presidencia. En 1931 Justo recibió la noticia de que en Alvear pasaban "cosas" y que un tal Vairoleto, bandolero o anarquista, amenazaba con asaltar el Banco de la Nación. El asalto se realizó, y el botín fue de cinco gallinas y tres jamones. La Policía y el Ejército persiguieron al bandido por setenta leguas, sin resultados. Tiempo después, la Policía de La Pampa envió una partida de oficiales disfrazados de gauchos, pues consideraban a los gauchos tan maleantes como los anarquistas. Casi en el límite con Mendoza se abrieron en dos bandos para sorprender a Vairoleto, pero la sorpresa fue para los falsos gauchos, que se atacaron a tiros entre ellos, dando como único resultado un agente muerto por balas policiales y los festejos de Vairoleto que, en algún lugar de la Pampa, San Luis o Mendoza, saltaba con su bayo los alambrados de siete hilos y galopaba a campo traviesa sin dejar rastro, deteniéndose a matear por ahí con algún puestero e indicándole, él mismo, a la Policía el sitio por donde había visto escapar al bandido rural. Las planicies alvearenses y los parroquianos mendocinos lo conocieron de cerca en ese ir y venir de asaltante, anarquista, agricultor, padre de familia, cadáver ilustre y al fin, como mito popular llevado a todas las artes.