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Charlas de café. Hilo social y cualquier tema de interés o entretenimiento.
 #247117  por usuario
 
Doncella_de_Orleans escribió:Peor que escasos recursos económicos son los escasos recursos intelectuales...

Tiene ud. razón y mire que abundan en ciertos lares.
Reitero, se cita a sastres de buena voluntad.
Me gusta el buen corte.
 #247120  por aleuba76
 
usuario escribió:Si alguien conoce un buen sastre, que se presente en estos para canje con forista con escasos recursos?
Sus deseos son oooordenes para mí! :P
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Me comentó el sastre (a la pasada) que ya nada es lo de antes...
Hay mujeres que estan a la moda, y además, la moda les queda bien...

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Otras que son un DISgusto, se hacen caquita en la elegancia...y solo tratan de esconder la buzarda.
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Pero bue... en casa de sastre, desvío de hilo. :roll:
 #247128  por usuario
 
El gato negro

Edgar Allan Poe


No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
 #247131  por attorney
 
usuario escribió:Tiene razon, mi sobrino putativo, y hay tantas de esas últimas... por algunos lares.
Mbue... A confesión de parte, relevo de prueba... :roll: :roll: :roll:
 #247134  por usuario
 
MEDIAS NEGRAS DE SEDA

Mustafa sabe leer lo justo: silabea de derecha a izquierda mientras unas hojas de menta aroman y dan cuerpo al té de media tarde.
Mustafa vive en el espejismo de una ciudad abierta al mar por su bahía. Las estadísticas no mienten: en la Medina Vieja, un millón de almas leen cada tarde los mismos periódicos amarillentos; un millón de almas silabean de derecha a izquierda, con infantil dificultad, noticias que poco o nada significan ahí, en el corazón de la Medina Vieja.
Mustafa no nació en Casablanca. Nació, sí, pues está vivo. Lo dicen las estadísticas que los funcionarios de Rabat manejan con soltura. Quizá por alguno de sus rasgos podría ser... Pero no. Hace mucho que el viento del desierto borró toda esperanza de hallar unas raíces esclarecedoras. Quizá por algún rasgo peculiar de su perfil... Pero no. Es mucho el tiempo, demasiadas las tormentas.
Ayman ocupa la planta baja en una casa de dos alturas. Es la casa que levantó su padre hace ya muchos años, cuando la Medina Vieja no era tan grande y el mar venía a morir contra las murallas de Dar el Beïda. La casa que habitan Ayman y su familia tiene paredes blancas, ventanas y puertas de madera pintada de azul, y un patio fresco en invierno y un naranjo joven arrimado a la pared más soleada. Ayman se acuerda de su padre con frecuencia, lo añora. Algunas tardes, mientras prepara el té con hojas de menta recién cortadas, Ayman piensa en su padre, un hombre justo que siempre sabía qué hacer, qué decir, y casi se le saltan las lágrimas. Lo añora, claro, porque era su padre y era un buen hombre.
Ayman trabaja en un hotel de cinco estrellas y nombre inglés. Su puesto está en las cocinas. De marmitón, recadero, barrendero, pinche, mozo de cuerda, estibador, costalero. Un poco para todo y para nada. Es un buen empleo para alguien que, como él, apenas sabe leer y escribir. El sueldo es corto, como todos los sueldos en esta ciudad que vive el espejismo de ser una gran urbe abierta al mar por su bahía. El sueldo es corto, sí, pero da para ir viviendo, para criar una familia tan numerosa como Dios ha querido. Ya de día, cuando Ayman finaliza su jornada de doce horas (entra a las siete de la tarde y acaba a las siete de la mañana, de viernes a viernes) uno de los ayudantes de cocina, un familiar de tercer o cuarto grado, el primo que le proporcionó este empleo, le entrega una bolsa de plástico llena de sobras. Los hoteles de cinco estrellas y con nombre inglés, como éste donde trabajan Ayman y su primo el ayudante de cocina, producen muchas sobras. Los clientes de un hotel de cinco estrellas y nombre inglés cenan por cenar, porque es lo educado, porque son anfitriones o invitados, porque están solos en una ciudad superpoblada, porque no tienen otra cosa que hacer. Cenan sin apetito, pican de los platos, escarban en las guarniciones, arruinan el vergel contiguo a una pierna de cordero o a un mero grillé. Ejecutan un rito.
Ayman, a las siete de la mañana, cargado con su cansancio de doce horas y con una bolsa de plástico llena de sobras, regresa a la casa de paredes blancas que su padre —cómo lo añora— levantó en la Medina Vieja cuando el mar poderoso y atlántico venía a romperse contra las murallas de Casablanca.
Abdel-Aziz conduce su taxi a toda velocidad por la autopista que viene del aeropuerto internacional. El día ha sido, con todo, un buen día. Negoció con provecho las tarifas —¡Dios es grande!— y su cartera de piel repujada pocas veces ha estado tan satisfecha. El Mercedes del 86 es un buen coche, sobre todo cuando sale a la autopista. Abdel-Aziz disfruta conduciendo esa máquina de corazón diesel y seis cilindros que, sin esfuerzo aparente, se desliza sobre el aglomerado gris oscuro. Sí, Abdel-Aziz está contento y por eso quiere llegar a la ciudad cuanto antes, guardar el Mercedes del 86 en el garaje de Jules Gorchon, encaminarse, llegar, entrar, sonreír, sentarse, pedir un té en «El café Español» de la Medina Vieja y sonreír de nuevo porque, con todo, el día ha sido un buen día.
Cientos, miles de niños y niñas (siempre más niños que niñas) irrumpen en las calles, en las carreteras, en las avenidas. Son las cinco: acabó la jornada escolar. Cientos, miles de niños y niñas que corren y aúllan, que provocan atascos y se arrojan piedras los unos a los otros, todos en un grito. Allá, a lo lejos, la Casablanca moderna, con sus hoteles de cinco estrellas y muchas alturas, la ciudad que poco a poco va robando terrenos al mar, la gran urbe diseñada desde Rabat por funcionarios hábiles en el manejo del dato estadístico, y la Medina Vieja, silencioso laberinto de calles, con sus casas blancas constreñidas por la muralla donde el mar solía venir a estrellarse. Son las cinco de la tarde.
Mustafa silabea, de derecha a izquierda, los titulares del periódico y degusta un té con menta.
Ayman añora a su padre, el constructor de la casa que habitan él y su familia, y disfruta de su té con menta.
Abdel-Aziz sonríe mientras conduce su Mercedes del 86 a toda velocidad por la autopista que ya casi se acaba.
Son las cinco y diez de la tarde cuando un niño de once o doce años cruza, como lo hacen todos, sin prestar atención al tráfico.
Abdel-Aziz ya no sonríe. El día ha sido un buen día. Ha negociado con provecho cada carrera. Los dihans se aprietan en su cartera de piel repujada. El Mercedes del 86 es un gran coche, el mejor modelo si decides ser taxista.
En la Medina Vieja de Casablanca, según totalizan las estadísticas de los funcionarios de Rabat, se hacinan un millón de fieles. «Eso sólo en la planta baja de las casas», puntualiza alguien en la tertulia de «El Café Español». «Si contamos también a los de arriba, no somos menos de dos millones», añade otro. El censo de la Medina Vieja, realizado desde Rabat —orden personal de su majestad— con la ayuda de programas informáticos avanzados, programas con texto en inglés, adquiridos en Francia a través de una multinacional holandesa, probablemente esté mal hecho. Muy probablemente, los funcionarios encargados de su ejecución, a las ordenes directas de palacio, hayan informatizado un millón de fieles sobre la base de un método puramente matemático, o mejor, espacial. La Medina Vieja tiene su geografía. Existe la muralla que, no hace mucho, se enfrentaba a un mar poderoso y atlántico. Y la calle del mercado es otra de sus fronteras. La superficie total de la Medina Vieja es de aproximadamente dos millones de metros cuadrados. Y un fiel en reposo, tumbado en su cama, no ocupa más de dos metros cuadrados. Es fácil. Basta con dividir superficie total entre superficie individual para obtener el resultado: un millón de almas. Un millón de almas de dos metros por uno. «Y eso sólo en la planta baja de las casas», puntualiza el parroquiano de «El Café Español». «A los de arriba no nos han tenido en cuenta», añade otro.
Mustafa dejó a un lado el periódico hace ya un buen rato. Ha leído lo justo, el número preciso de sílabas, los titulares de las noticias. Él sólo lee los titulares. Con eso le basta. Más tarde, cuando acuda a la tertulia de «El Café Español», dará el pie para las amigables discusiones en torno a tal o cual asunto. Él propone casi siempre el asunto a debatir. Cuestiones importantes, necesarias, publicadas en el papel amarillento que se lee de derecha a izquierda a ritmo lento, silábico, con tenacidad infantil. Otros, más diestros que él en la lectura, ampliarán esos asuntos tan importantes, tan necesarios, tan dignos como para merecer un titular en los periódicos. Esos asuntos que se anuncian en negrita y cuerpo de letra generoso. Quizá Abdel-Aziz, su vecino de abajo, acuda hoy a la tertulia. Quizá si el día, con todo, ha sido un buen día. Abdel-Aziz, taxista en Casablanca, vecino de la Medina Vieja, propietario de un Mercedes fabuloso, del año 86, de color blanco y con los guardabarros y los parachoques cromados, un auto de importación adquirido en subasta, un primor de coche con nombre de mujer. Abdel-Aziz, el vecino taxista, es un hombre informado. Lee de carrerilla, sin ese silabeo infantil tan propio de los residentes en la Medina Vieja. Además, por su oficio, está en contacto con hombres de negocios locales y extranjeros, con turistas franceses, españoles, belgas. Incluso un día, cuenta con orgullo Abdel-Aziz, llevó en su Mercedes del 86 a un famoso escritor. Mustafa no recuerda el nombre de ese escritor. Es un francés que escribe en español o un español que escribe en francés. No recuerda su nombre pero Abdel-Aziz, su vecino de abajo, quedó impresionado. No todos los días se conoce a una personalidad relevante.
Ayman cruza la frontera de la Medina Vieja por la parte del mercado. Faltan quince minutos para las siete. Debería apretar el paso si no quiere llegar tarde al hotel de cinco estrellas y nombre inglés donde trabaja. Mañana, cuando vuelva a casa después de doce horas de jornada, hablará con Ibrahim. Este niño siempre dando problemas. Ayman camina deprisa y mientras, va pensando qué habría hecho su padre en su lugar. Él lo aprendió todo de su padre, por eso lo añora tanto. Por eso, porque era su padre y porque era una buena persona que en todo momento sabía qué decir, qué hacer. Ibrahim es un niño problemático, a veces. Es el tercero de los siete hijos que Dios —hágase su voluntad— les ha enviado. Ibrahim sabe que no debe retrasarse. Ellos son una familia humilde, como tantas otras que viven en la Medina Vieja. Pero tienen sus reglas. Eso también lo aprendió Ayman de su padre. Por la mañana, cuando acabe su trabajo de marmitón, de mozo, de lo que sea, y vuelva a casa, hablará con Ibrahim. Sin alzar la voz, sin violencia. Él nunca ha pegado a sus hijos. Su padre, un buen hombre sin duda, jamás fue violento con él, ni con sus hermanos y hermanas. Le bastaba con elevar el volumen de su voz, nada, una pizca, y ellos comprendían, sabían que algo iba mal. Sí. Ayman hablará con su hijo y le pedirá una explicación a su retraso. Será una conversación de hombre a hombre. Son ya once años. Son ya las siete. Ayman llegará tarde a su trabajo.
Sara cubre de nuevo el cadáver. La sábana presenta grandes e irregulares manchas rojas: pétalos de amapola que crecen sobre tierra yerma. Mira a su alrededor. Hay más cuerpos ocultos piadosamente bajo otras sábanas. Y manchas rojas aquí y allá. El olor es fuerte en el sótano húmedo y escasamente alumbrado que hace las veces de depósito. Procede rellenar la ficha. La enfermera Sara calcula mentalmente la edad del chiquillo muerto. Poco a poco y de derecha a izquierda, Sara completa el formulario: varón; entre ocho y doce años; moreno; traumatismo múltiple; imposible su identificación. Comprueba la hora en el reloj de pared obsequio de unos laboratorios farmacéuticos alemanes. Las siete. Dentro de una hora acabará su turno. Le duelen los pies y aún no se ha repuesto del todo del último catarro. Tiene ganas de irse a casa para tumbarse en su cama de mujer sola. Pero antes se acercará a la Medina Vieja. Una amiga ha conseguido medias de seda a través de un portuario. Preciosas, dice su amiga. Aún no han concretado el precio, pero Sara está dispuesta a sacrificarse. Jean Louis regresa el sábado de su viaje a Marsella. Jean Louis está maduro: sólo faltan pequeños detalles, como un par de medias negras de seda, para que él dé el paso decisivo. Irán a cenar a su restaurante favorito en la bahía, ése que tanto les gusta a los dos, cerca del faro, un restaurante francés: bonsuar madamesié. Y después, al karaoke del Sheraton. Jean Louis puede permitirse éstos y otros lujos. Es francés, delegado de una constructora importante, y gana al mes más que ella en todo un año. Está decidido: pagará por las medias lo que le pidan. A los franceses les gustan estás trivialidades y Jean Louis es tan francés. Sara ya sabe cómo acabará la noche del sábado —sus encuentros avanzan siempre en la misma dirección, con las mismas paradas—: terminarán en el apartamento de su novio, un poco bebida ella y bastante borracho él. Cuando lleguen al piso, Sara le dirá a Jean Louis que necesita utilizar el cuarto de baño y, entonces, aprovechará para quitarse las medias negras de seda. El precio de las medias, sea cual sea, resultará oneroso y no es cuestión de que Jean Louis destroce la prenda con sus torpes movimientos de francés ebrio. En el fondo, lo que más incomoda a Sara es tener que acudir a la cita con Jean Louis sin llevar puestas las bragas. Pero Jean Louis es tan francés, tan caprichoso, y le gustan tanto estas trivialidades.

Abdel-Aziz no acudirá esta noche a la tertulia de «El Café Español». Ni mañana tampoco. Quién sabe —Dios lo sabe todo, lo ve todo— cuándo podrá volver por allí. El día había sido un buen día. En su cartera de piel repujada, los dihans apretaban aún más el acelerador del coche, un buen auto el Mercedes del 86. Eran las cinco, la hora en que cientos, miles de niños y niñas —siempre más niños que niñas— abandonan sus colegios en la periferia de Casablanca. Éste es un país con un gran futuro. Basta detenerse a contemplar la riada de escolares que cada tarde, a las cinco en punto, inunda las calles, las carreteras, las avenidas; niños y niñas que forman atascos de tráfico, que cruzan sin mirar antes; niños y niñas que nada pueden hacer cuando un Mercedes del 86, lanzado a toda velocidad, acomete y los destroza con su parachoques cromado. Abdel-Aziz no acudirá a «El café Español» esta noche. Ni tampoco mañana.
Ayman aguanta la reprimenda de su primo tercero o cuarto: él es el responsable; él tomó el compromiso frente a los jefes. A él, su pariente, todo se le debe. El empleo de marmitón o de lo que sea, las doce horas de jornada, las bolsas con las sobras de las sobras de la cena. Seguro que hoy no le entregará la bolsa de plástico, claro, por llegar tarde a su trabajo en el hotel de cinco estrellas y muchas plantas. Ayman calla. Él no es como su padre —Dios lo tenga en el paraíso— que siempre sabía qué decir, qué hacer. Lástima lo de la bolsa de las sobras, pero estando como está la situación, hoy no hay nada que hacer. Una pena. De camino al hotel, Ayman ha preparado la estrategia a seguir con Ibrahim. Cuando llegue a casa por la mañana, con sus doce horas de hazestohazaquellohazlootro a las espaldas, Ayman despertará a Ibrahim, lo levantará de la cama y hablarán de hombre a hombre. Ibrahim ya cumplió once años y hay reglas en esta casa humilde que todos sin excepción deben cumplir. Una conversación seria, sí, pero sin alzar la voz. Ibrahim es un buen muchacho, pese a todo. Hasta ahora ha causado algún que otro problema aislado, nada importante, cosas de niños, pero ya con once años es tiempo de hablar de hombre a hombre. Ibrahim, el hijo predilecto, el mayor entre los varones. Él es el futuro de este país joven, un país que necesita claridad de ideas, reglas, orden. Y su hijo comprenderá que ésa ya no es la conversación de un niño con su padre, sino la de dos hombres adultos que hablan de verdad —con la ayuda de Dios, el grande y poderoso—, que se quieren de verdad. ¡Lástima lo de la bolsa con las sobras! Sería un buen comienzo que, como colofón a ése primer encuentro entre un padre y su hijo, ambos pudiesen compartir un buen desayuno. Quizá unas costillas de cordero, o mejor aún, un pastel inglés de ésos que preñan con pasas y frutas confitadas.
Anochece sobre las murallas huérfanas de mar de Dar el Beïda. Anochece en Casablanca.
A Ledrado.
 #247136  por attorney
 
No me obligue a producir prueba... :roll: :roll:
Mire que documental hay de sobra.... :roll: :roll: :roll:
 #247144  por usuario
 
Le dije....le van a quitar el saludo..... :lol: :lol: :lol:
Publicamos nuevamente las de zonas aledañas??? :lol: :lol: :lol:
Ud. me entiende. no??? :lol: :lol: :lol:
Si me quedaba alguna duda, ya se disipó.
Ud. discrimina a los gordos??.
Qué poco respeto merecería si fuese así.
:roll: :roll:
 #247145  por usuario
 
Les pido disculpas a los lectores de este hilo por estas menudencias que interrumpen una lectura fluída.
Uds, sabran entender que hay personas que tienen mucho tiempo y cuál es su cometido en el Portal.
 #247146  por usuario
 
Nunca pudo peinarse. Su cabellera, pelirroja, ardía como la ilusión recién creada de un pozo de petróleo. Su pelo era una zarza de rojísimo fuego, y ella estaba feliz porque algunos muchachos la trataban respetuosamente, tal si fuera la luz que arde a la memoria de los héroes. Sin embargo, los más osados, que eran también los más hermosos, no dudaban en encender sus rubios cigarrillos en aquella inconsolable llama.
(Los Oficios Del Sueño, 1992)
 #247325  por Doncella_de_Orleans
 
usuario escribió:Les pido disculpas a los lectores de este hilo por estas menudencias que interrumpen una lectura fluída.
Uds, sabran entender que hay personas que tienen mucho tiempo y cuál es su cometido en el Portal.

Quieeeeeeeeeeeeeeeen metió aquí hígado de pollo????? :shock:
No desvíen el hilo!!! En todo caso, vayan a Practiquísima...
Que cosa che... :roll:
 #247332  por Doncella_de_Orleans
 
Me acordé de

¿Quién sangra por do más pecado hubiere?,
¿Quién me cambia por tul desilusión?,
¿Quién sazona el amor con alfileres?,
¿Quién me descorazona el corazón?
¿Quién quema relicarios, pilas, naves?
¿Quién alquila mujeres de alquiler?,
¿Quién ha sacado copia de la llave
de los secretos de mi secreter?,

¿Quién oxida el limón de las campanas?
¿Quién se sabe perdido cuando gana?
¿Quién me ha metido el dedo en la nariz?

¿Quién roba, silva, reza, desayuna?
¿Quién planta girasoles en la luna?

¿Quién envenena las palabras?
¿Quién truca el dado del parchís?
¿Quién me asesina por la espalda?
¿Quién llora si me ve reír?
¿Quién va desnudo a la oficina?
¿Quién contamina mi jardín?
¿Quién ha inventado la rutina?
¿Quién coño me ha robado el mes de abril?

bien podría agregar ¿Quién ha metido higado de pollo aquí?

Mejor me voy a dormir :lol:
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