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Charlas de café. Hilo social y cualquier tema de interés o entretenimiento.
 #285106  por pasto
 

CUENTO DE NAVIDAD PARA INCRÉDULOS

Hay muchos años atrapados en esta celosía. Lleva por dentro los detalles, las horas, los instantes precisos de todas las historias de todos los abuelos de la ribera oriental. Hoy, como de costumbre, se abre al mundo y los abalorios de la abuela flotan desadvertidos por las callejas y las gárgolas de aquel santuario en ruinas. Vacilan mucho las manos y la boca, pero siempre que se quiere un grito interno, abre la jaula y nos transforma en cuadros plásticos maquillados a la usanza de aquellas viejas consejas.

Te anaranjeaba la tarde el borde interior de los pómulos y sobre tus dientes se dibujaban las imágenes marinas repletas de estela y serena entrega. Todos recordamos la más dulce triquiñuela de nuestras mocedades; cada merced lleva la suya atada a las lágrimas en la noche de año nuevo. Cada tarantín de la calle retrotrae la mano tierna que roza a hurtadillas la piel de alguna muchacha, en medio de la multitud de nombres que dejan huella tras el pasar del tiempo. Yo siempre me ralentizaba cuando iba a tu encuentro, era el señor de los caramelos y vos montada en tu risa me dabas el asisito matinal de las frutas del mercado.

Aquí estás de nuevo -solía decirme- eres: diciembre. La página en blanco, un trago que fluye por ríos de gentes y secretos hermosos que se pasean por la plaza. Que maravillan el rostro bañado de aceites delineados en la majestuosidad de una mueca pícara por entre miles de ojos que destejen al tiempo. Pintores que añaden sonidos, a estos cuadros vivos de Rafael, en la pulcritud de su atardecer entre nosotros. Las gaitas, sus voces mágicas, Renato fabricando con sus dedos, todo el amor del poeta para acariciar la ciudad. El chino Jung que nos regala el silencio con la paz de su mirada. La tercera siesta, que es Bellorín en su asalto al salto y los bardos que recorren los sueños guiados por Blas, quien dispara al cielo versos que regresan en cometas furtivos sobre las paredes que se encienden como cuando amanece en tus ojos. Cada vez que llegas, me retrata profundo el ojo del tigre y tu beduina mirada como luna del desierto.

Si vos ahora queréis comprender por qué los incrédulos abundan en diciembre, podrás darte perfecta cuenta, que todo se debe precisamente a que los mercaderes no saben hacer otra cosa que vender para comprar tu alegría. Pero no creáis que en vano un pesebre es la luz del mundo; porque imagina por un momento que todo se hubiese desarrollado en un hotel cinco estrellas: como le pediría al que solo tiene esperanza que creyera en los milagros, si la última estrella que tenía para vender te la había guardado y, de tanto esperar por ti se murió. Por eso el angelito que me diste, todos los días me pregunta: A dónde se fue la dueña de mi imagen si vos te quedaste solamente con la soledad de mi espacio...A mí también me dolió, pero no te preocupes: Diciembre me dijo que este año me exoneraba del llanto, por lo tanto me das un abrazo y te devuelvo para siempre la alegría, que solamente una vez ensoñamos. Feliz navidad! Saboreo aún tus fresas y a estos incrédulos que nos miran.
 #285108  por pasto
 
Noel, vo no esisti !!. Gillespi
Los 38 grados de sensación térmica que abrumaban a la ciudad de Río Cuarto, si bien no eran el motivo por el cual Pedro daba vueltas en la cama sin poder pegar un ojo, tampoco lo ayudaban. Su ansiedad era desbordante. La duda que habitaba en él le impedía conciliar el sueño. Faltaban cuatro días para la llegada de la Nochebuena y aún no había comenzado a escribir la carta que pensaba dejar junto al arbolito ya que le era imposible decidir entre un par de botines o la nueva camiseta de Estudiantes.

-Pedro, ¿qué estás redactando?
-Una carta para Papá Noel
-¿En serio me lo decís? ¿Vos todavía creés en Papá Noel?
-Sí, ¿por qué?
-Porque es un mito, y al igual que los Reyes Magos: ¡Son los padres!
¡SON LOS PADRES!… ¡SON LOS PADRES!… ¡SON LOS PADRES!


Se despertó de un modo abrupto y bastante agitado. Probablemente en cierto momento de la noche haya conseguido dormirse pero una cruel pesadilla lo trajo de regreso a la realidad.

La frase “Son los padres” le repiqueteó en la cabeza toda la mañana. Se sentía perturbado. Con el correr de las horas, Pedro buscó dispersión para ponerle un corte a semejante tortura y evaporar de su pensamiento la idea de que aquella sentencia fuera definitiva. Probó con jugar al Tetris, hojear una revista, comer chocolates.
Un poco antes del mediodía se pudo escapar del trabajo. Una vez fuera del edificio de oficinas, mientras en su reproductor de mp3 sonaba el “Jingle Bell Rock” por Billy Idol, encendió el quinto cigarrillo del día y raudamente caminó hacia un encuentro que tenía pautado con dos ex compañeros de la secundaria.

El restaurant, como la mayoría para esa época, estaba repleto. Desde la entrada alcanzó a divisar, en una mesa cercana al acceso de los baños, a Pablo y Sebastián. El primero disfrazado de Superman y el otro, su viejo compinche de travesuras infantiles, de la Pantera Rosa; indumentarias que utilizaban en el Tren de la Fantasía, un emprendimiento laboral que consistía en pasear niños y que ambos habían iniciado a principio de año.


Apenas se arrimó y, antes de sentarse, Pedro quiso compartir con ellos su inquietante sueño de la noche anterior. No pudo. Sus amigos se le adelantaron y expresaron al unísono: “Queremos contarte algo que escuchamos”. Luego de una latosa pausa, Pablo -con tímida vergüenza- confesó: “Parece que Papá Noel son los padres”.
De inmediato a Pedro le afloró el canchero, el piola, el tipo que se las sabe todas. Los miró y, sonriendo casi con sorna, les dijo: “Boludos, ¿ustedes no lo sabían?; Noel es como la hinchada de Atenas… ¡No esissste!”.

El almuerzo continuó muy relajado. Se rieron bastante. Recordaron varias de sus andanzas por el barrio Alberdi, unas cuantas finales de fútbol intercolegial, el viaje de egresados a Bariloche pero, eso sí, al viejito de barba blanca, renos y trineo, no se lo volvió a mencionar.
Los tres, en su interior, sabían que acababan de hacer trizas uno de los lemas básicos de su entrañable amistad; aquel que decía:

No existe peor asesino que el que mata una ilusión
 #286553  por usuario
 
Carta de Miguelito a Mafalda después de tantos años…
Por Cris | Marzo 7, 2007

Querida Mafalda:

en este día tan especial me acordé de tu cumpleaños…¡ cómo pasa el tiempo! Nacimos en el corazón de un país que soñaba. ¡ Cuántas utopías!¡ Cuántos deseos de crecer, de mejorar las cosas!

Nos tocó convivir con un tiempo de hombres creativos: Luther King, Che Guevara, Juan XXIII, Kennedy; nos transmitieron el sentido de la justicia, el valor de los sentimientos, la maravillosa aventura de pensar con la propia cabeza….

Ayer me preguntaba por nuestra amiga Libertad, aquella pequeñita que un día encontraste en una playa, no me acuerdo si era Santa Teresita o Mar de Tuyu, me acuerdo todavía cuando la presentaste a tus padres….Era vivaracha y quemadita por el sol de febrero. ¿ dónde vive Libertad? ¿ es verdad que la mataron durante la dictadura? Dicen que la torturaron y su cuerpo despareció en el Río de la Plata…..Me cuesta pensar que se murieron sus sueños. ¿ y si vive ? ¿estará filosofando sobre la fragilidad de las cosas y el sentido de la vida?

¿Qué fue de Susanita? ¿ Se casó? ¿ Pudo realizar su vocación de ser madre? La imagino viviendo en alguna ciudad de provincia, paseando del brazo del marido (un hombre bajo y calvo)en una tarde de verano, contenta con sus hijos y cuidando el primer nieto, realizada como tantas comunes mujeres…

Supe de Manolito, que perdió sus ahorros durante el corralito y no soportó tanta crisis. Los últimos días lo vieron cabizbajo, murmurando palabras incoherentes, abandonado como un mendigo en una estación de trenes, triste y abatido como tantos……..

Sé que Felipe vive en La Habana, que probó con el cine, que tiene un taxi y habla a los turistas de Fidel y de la Revolución con el mismo entusiasmo que cuando vivía en Buenos Aires….

A Guille, tu hermano, lo escuché tocar, hace poco,en la Scala de Milán. Vive en Ginebra, nunca se arrepiente de haber emigrado en los últimos años de Alfonsín, me contó que es feliz con su nueva pareja…..

Y vos, querida amiga, ¿cómo estás? ¡Hace tanto tiempo que no tengo noticias tuyas! Sé, por otros, que seguís escuchando la radio, que lees los diarios del mundo, que te duele el Irak como te dolía Vietnam, sé que trabajás para la FAO por los pueblos del hambre, que estás indignada por
la prepotencia de Bush.
Me llegó tu pedido de juntar medicinas para los Médicos sin Fronteras, sé que siguen las reuniones en tu casa de París, que estás confundida, inquieta y preocupada por el futuro del mundo…..
En fin, Mafalda, sé lo suficiente como para saber que seguís viva, viva en el alma, niña como siempre…

De parte mía sigo escribiendo siempre, renegando porque me falta tiempo; creyendo como siempre, en el valor de la sinceridad, perdiendo oportunidades por manifestar mis ideas.Algunos días estoy triste y deprimido, pero puede siempre más la alegría que la tristeza…
El mundo no mejoró mucho desde la época en que vivíamos juntos en nuestra patria. A veces, cuando miro el globo terráqueo, encuentro tu mirada, pienso en todos aquellos que lo miran como
vos, en los ojos de los que protestan, de los que no se conforman, y de los que viven en la atmósfera del optimismo y de la justicia….

Esos ojos, junto a los míos, te desean un buen día, querida amiga, por otros cuarenta años tan intensos y jóvenes como los que has vivido.
Un beso grande de tu amigo que te quiere como siempre.

MIGUELITO
 #286554  por usuario
 
EL CUENTO MAS HERMOSO DEL MUNDO

Rudyard Kipling



Se llamaba Charlie Mears; Era hijo único de madre viuda; vivía en el norte de Londres y venía al centro todos los días, a su empleo en un banco. Tenía veinte años y estaba lleno de aspiraciones. Lo encontré en una sala de billares, donde el marcador lo tuteaba. Charlie, un poco nervioso, me dijo que estaba allí como espectador; le insinué que volviera a su casa.

Fue el primer jalón de nuestra amistad. En vez de perder tiempo en las calles con los amigos, solía visitarme, de tarde; hablando de sí mismo, como corresponde a los jóvenes, no tardó en confiarme sus aspiraciones: eran literarias. Quería forjarse un nombre inmortal, sobre todo a fuerza de poemas, aunque no desdeñaba mandar cuentos de amor y de muerte a los diarios de la tarde. Fue mi destino estar inmóvil mientras Charlie Mears leía composiciones de muchos centenares de versos y abultados fragmentos de tragedias que, sin duda, conmoverían el mundo. Mi premio era su confianza total; las confesiones y problemas de un joven son casi tan sagrados como los de una niña. Charlie nunca se había enamorado, pero deseaba enamorarse en la primera oportunidad; creía en todas las cosas buenas y en todas las cosas honrosas, pero no me dejaba olvidar que era un hombre de mundo, como cualquier empleado de banco que gana veinticinco chelines por semana. Rimaba «amor y dolor», «bella y estrella», candorosamente, seguro de la novedad de esas rimas. Tapaba con apresuradas disculpas y descripciones los grandes huecos incómodos de sus dramas, y seguía adelante, viendo con tanta claridad lo que pensaba hacer, que lo consideraba ya hecho, y esperaba mi aplauso.

Me parece que su madre no lo alentaba; sé que su mesa de trabajo era un ángulo del lavabo. Esto me lo contó casi al principio, cuando saqueaba mi biblioteca y poco antes de suplicarme que le dijera la verdad sobre sus esperanzas de "escribir algo realmente grande, usted sabe". Quizá lo alenté demasiado, porque una tarde vino a verme, con los ojos llameantes, y me dijo, trémulo:

- ¿A usted no le molesta... puedo quedarme aquí y escribir toda la tarde? No lo molestaré, le prometo. En casa de mi madre no tengo dónde escribir.

- ¿Qué pasa? - pregunté, aunque lo sabía muy bien.

- Tengo una idea en la cabeza, que puede convertirse en el mejor cuento del mundo. Déjeme escribirlo aquí. Es una idea espléndida.

Imposible resistir. Le preparé una mesa; apenas me agradeció y se puso a trabajar enseguida. Durante media hora la pluma corrió sin parar. Charlie suspiró. La pluma corrió más despacio, las tachaduras se multiplicaron, la escritura cesó. El cuento más hermoso del mundo no quería salir.

- Ahora parece tan malo - dijo lúgubremente -. Sin embargo, era bueno mientras lo pensaba. ¿Dónde está la falla?

No quise desalentarlo con la verdad. Contesté:

- Quizá no estés en ánimo de escribir.

- Sí, pero cuando leo este disparate...

- Léeme lo que has escrito - le dije.

Lo leyó. Era prodigiosamente malo. Se detenía en las frases más ampulosas, a la espera de algún aplauso, porque estaba orgulloso de esas frases, como es natural.

- Habría que abreviarlo - sugerí cautelosamente.

- Odio mutilar lo que escribo. Aquí no se puede cambiar una palabra sin estropear el sentido. Queda mejor leído en voz alta que mientras lo escribía.

- Charlie, adoleces de una enfermedad alarmante y muy común. Guarda ese manuscrito y revísalo dentro de una semana.

- Quiero acabarlo en seguida. ¿Qué le parece?

- ¿Cómo juzgar un cuento a medio escribir? Cuéntame el argumento.

Charlie me lo contó. Dijo todas las cosas que su torpeza le había impedido trasladar a la palabra escrita. Lo miré, preguntándome si era posible que no percibiera la originalidad, el poder de la idea que le había salido al encuentro. Con ideas infinitamente menos practicables y excelentes se habían infatuado muchos hombres. Pero Charlie proseguía serenamente, interrumpiendo la pura corriente de la imaginación con muestras de frases abominables que pensaba emplear. Lo escuché hasta el fin. Era insensato abandonar esa idea a sus manos incapaces, cuando yo podía hacer tanto con ella. No todo lo que sería posible hacer, pero muchísimo.

- ¿Qué le parece? - dijo al fin. Creo que lo titularé «La Historia de un Buque».

- Me parece que la idea es bastante buena; pero todavía estás lejos de poder aprovecharla. En cambio, yo...

- ¿A usted le serviría? ¿La quiere? Sería un honor para mí - dijo Charlie en seguida.

Pocas cosas hay más dulces en este mundo que la inocente, fanática, destemplada, franca admiración de un hombre más joven. Ni siquiera una mujer ciega de amor imita la manera de caminar del hombre que adora, ladea el sombrero como él o intercala en la conversación sus dichos predilectos. Charlie hacía todo eso. Sin embargo, antes de apoderarme de sus ideas, yo quería apaciguar mi conciencia.

- Hagamos un arreglo. Te daré cinco libras por el argumento - le dije.

Instantáneamente, Charlie se convirtió en empleado de banco:

- Es imposible. Entre camaradas, si me permite llamarlo así, y hablando como hombre de mundo, no puedo. Tome el argumento, si le sirve. Tengo muchos otros.

Los tenía - nadie lo sabía mejor que yo - pero eran argumentos ajenos.

- Míralo como un negocio entre hombres de mundo - repliqué -. Con cinco libras puedes comprar una cantidad de libros de versos. Los negocios son los negocios, y puedes estar seguro que no abonaría ese precio si...

- Si usted lo ve así - dijo Charlie, visiblemente impresionado con la idea de los libros.

Cerramos trato con la promesa de que me traería periódicamente todas las ideas que se le ocurrieran, tendría una mesa para escribir y el incuestionable derecho de infligirme todos sus poemas y fragmentos de poemas. Después le dije:

- Cuéntame cómo te vino esta idea.

- Vino sola.

Charlie abrió un poco los ojos.

- Sí, pero me contaste muchas cosas sobre el héroe que tienes que haber leído en alguna parte.

- No tengo tiempo para leer, salvo cuando usted me deja estar aquí, y los domingos salgo en bicicleta o paso el día entero en el río. ¿Hay algo que falta en el héroe?

- Cuéntamelo otra vez y lo comprenderé claramente. Dices que el héroe era pirata. ¿Cómo vivía?

- Estaba en la cubierta de abajo de esa especie de barco del que le hablé.

- ¿Qué clase de barco?

- Eran esos que andan con remos, y el mar entra por los agujeros de los remos, y los hombres reman con el agua hasta la rodilla. Hay un banco entre las dos filas de remos, y un capataz con un látigo camina de una punta a la otra del banco, para que trabajen los hombres.

- ¿Cómo lo sabes?

- Está en el cuento. Hay una cuerda estirada, a la altura de un hombre, amarrada a la cubierta de arriba, para que se agarre el capataz cuando se mueve el barco. Una vez, el capataz no da con la cuerda y cae entre los remeros; el héroe se ríe y lo azotan. Está encadenado a su remo, naturalmente.

- ¿Cómo está encadenado?

- Con un cinturón de hierro, clavado al banco, y con una pulsera atándolo al remo. Está en la cubierta de abajo, donde van los peores, y la luz entra por las escotillas y los agujeros de los remos. ¿Usted no se imagina la luz del sol filtrándose entre el agujero y el remo, y moviéndose con el banco?

- Sí, pero no puedo imaginar que tú te lo imagines.

- ¿De qué otro modo puede ser? Escúcheme, ahora. Los remos largos de la cubierta de arriba están movidos por cuatro hombres en cada banco; los remos intermedios, por tres; los de más abajo, por dos. Acuérdese de que en la cubierta inferior no hay ninguna luz, y que todos los hombres ahí se enloquecen. Cuando en esa cubierta muere un remero, no lo tiran por la borda: lo despedazan, encadenado, y tiran los pedacitos al mar, por el agujero del remo.

- ¿Por qué? - pregunté asombrado, menos por la información que por el tono autoritario de Charlie Mears.

- Para ahorrar trabajo y para asustar a los compañeros. Se precisan dos capataces para subir el cuerpo de un hombre a la otra cubierta, y si dejaran solos a los remeros de la cubierta de abajo, éstos no remarían y tratarían de arrancar los bancos, irguiéndose a un tiempo en sus cadenas.

- Tienes una imaginación muy previsora. ¿Qué has estado leyendo sobre galeotes?

- Que yo me acuerde, nada. Cuando tengo oportunidad, remo un poco. Pero tal vez he leído algo, si usted lo dice.

Al rato salió en busca de librerías y me pregunté cómo, un empleado de banco, de veinte años, había podido entregarme, con pródiga abundancia de pormenores, datos con absoluta seguridad, ese cuento de extravagante y ensangrentada aventura, motín, piratería y muerte, en mares sin nombre. Había empujado al héroe por una desesperada odisea, lo había rebelado contra los capataces, le había dado una nave que comandar, y después una isla "por ahí en el mar, usted sabe"; y, encantado con las modestas cinco libras, había salido a comprar los argumentos de otros hombres para aprender a escribir. Me quedaba el consuelo de saber que su argumento era mío, por derecho de compra, y creía poder aprovecharlo de algún modo.

Cuando nos volvimos a ver estaba ebrio, ebrio de los muchos poetas que le habían sido revelados. Sus pupilas estaban dilatadas, sus palabras se atropellaban y se envolvía en citas, como un mendigo en la púrpura de los emperadores. Sobre todo, estaba ebrio de Longfellow.

- ¿No es espléndido? ¿No es soberbio? - me gritó luego de un apresurado saludo. Oiga esto:

- ¿Quieres - preguntó el timonel - saber el secreto del mar? Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio.

- ¡Demonios!

- Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio - repitió veinte veces, caminando de un lado a otro, olvidándome. Encontrarán al final los versos en inglés.

- Pero yo también puedo comprenderlo - dijo - No sé cómo agradecerle las cinco libras. Oiga esto:

Recuerdo los embarcaderos negros, las ensenadas, la agitación de las mareas y los marineros españoles, de labios barbudos y la belleza y el misterio de las naves y la magia del mar. Nunca he afrontado peligros, pero me parece que entiendo todo eso.

- Realmente, parece que dominas el mar. ¿Lo has visto alguna vez?

- Cuando era chico estuvimos en Brighton. Vivíamos en Coventry antes de venir a Londres. Nunca lo he visto... Cuando baja sobre el Atlántico el titánico viento huracanado del Equinoccio

Me tomó por el hombro y me zamarreó, para que comprendiera la pasión que lo sacudía.

- Cuando viene esa tormenta - prosiguió - todos los remos del barco se rompen, y los mangos de los remos deshacen el pecho de los remeros. A propósito, ¿usted ya hizo mi argumento?

- No, esperaba que me contaras algo más. Dime cómo conoces tan bien los detalles del barco. Tú no sabes nada de barcos.

- No me lo explico. Es del todo real para mí hasta que trato de escribirlo. Anoche, en la cama, estuve pensando, después de concluir La Isla del Tesoro. Inventé una porción de cosas para el cuento.

- ¿Qué clase de cosas?

- Sobre lo que comían los hombres: higos podridos y habas negras y vino en un odre de cuero que se pasaban de un banco a otro.

- ¿Tan antiguo era el barco?

- Yo no sé si era antiguo. A veces me parece tan real como si fuera cierto. ¿Le aburre que hable de eso?

- En lo más mínimo. ¿Se te ocurrió algo más?

- Sí, pero es un disparate. - Charlie se ruborizó algo.

- No importa; dímelo.

- Bueno, pensaba en el cuento, y al rato salí de la cama y apunté en un pedazo de papel las cosas que podían haber grabado en los remos, con el filo de las esposas. Me pareció que eso le daba más realidad. Es tan real, para mí, usted sabe.

- ¿Tienes el papel?

- Sí, pero a qué mostrarlo. Son unos cuantos garabatos. Con todo, podrían ir en la primera hoja del libro.

- Ya me ocuparé de esos detalles. Muéstrame lo que escribían tus hombres.

- Sacó del bolsillo una hoja de carta, con un solo renglón escrito, y yo la guardé.

- ¿Qué se supone que esto significa en inglés?

- Ah, no sé. Yo pensé que podía significar: "Estoy cansadísimo". Es absurdo - repitió - pero esas personas del barco me parecen tan reales como nosotros. Escriba pronto el cuento; me gustaría verlo publicado.

- Pero todas las cosas que me has dicho darían un libro muy extenso.

- Hágalo, entonces. No tiene más que sentarse y escribirlo.

- Dame tiempo. ¿No tienes más ideas?

- Por ahora, no. Estoy leyendo todos los libros que compré. Son espléndidos.

Cuando se fue, miré la hoja de papel con la inscripción. Después... pero me pareció que no hubo transición entre salir de casa y encontrarme discutiendo con un policía ante una puerta llamada "Entrada Prohibida" en un corredor del Museo Británico. Lo que yo exigía, con toda la cortesía posible, era "el hombre de las antigüedades griegas". El policía todo lo ignoraba, salvo el reglamento del museo, y fue necesario explorar todos los pabellones y escritorios del edificio. Un señor de edad interrumpió su almuerzo y puso término a mi busca tomando la hoja de papel entre el pulgar y el índice, y mirándola con desdén.

- ¿Qué significa esto? Veamos - dijo -; si no me engaño es un texto en griego sumamente corrompido, redactado por alguien - aquí me clavó los ojos - extraordinariamente iletrado.

Leyó con lentitud:

- Pollock, Erkmann, Tauchintz, Hennicker, cuatro nombres que me son familiares.

- ¿Puede decirme lo que significa este texto?

- He sido... muchas veces... vencido por el cansancio en este menester. Eso es lo que significa.

Me devolvió el papel; huí sin una palabra de agradecimiento, de explicación o de disculpa.

Mi distracción era perdonable. A mí, entre todos los hombres, me había sido otorgada la oportunidad de escribir la historia más admirable del mundo, nada menos que la historia de un galeote griego, contada por él mismo. No era raro que los sueños le parecieran reales a Charlie. Las Parcas, tan cuidadosas en cerrar las puertas de cada vida sucesiva, se habían distraído esta vez, y Charlie miró, aunque no lo sabía, lo que a nadie le había sido permitido mirar, con plena visión, desde que empezó el tiempo. Ignoraba enteramente el conocimiento que me había vendido por cinco libras; y perseveraría en esa ignorancia, porque los empleados de banco no comprenden la mentempsicosis, y una buena educación comercial no incluye el conocimiento del griego. Me suministraría - aquí bailé, entre los mudos dioses egipcios, y me reí en sus caras mutiladas - materiales que darían certidumbre a mi cuento: una certidumbre tan grande que el mundo lo recibiría como una insolente y artificiosa ficción. Y yo, sólo yo sabría que era absoluta y literalmente cierto. Esa joya estaba en mi mano para que yo la puliera y cortara. Volví a bailar entre los dioses del patio egipcio, hasta que un policía me vio y empezó a acercarse.

Sólo había que alentar la conversación de Charlie, y eso no era difícil; pero había olvidado los malditos libros de versos. Volvía, inútil como un fonógrafo recargado, ebrio de Byron, de Shelley o de Keats. Sabiendo lo que el muchacho había sido en sus vidas anteriores, y desesperadamente ansioso de no perder una palabra de su charla, no pude ocultarle mi respeto y mi interés. Los tomó como respeto por el alma actual de Charlie Mears, para quien la vida era tan nueva como lo fue para Adán, y como interés por sus lecturas; casi agotó mi paciencia, recitando versos, no suyos sino ajenos. Llegué a desear que todos los poetas ingleses desaparecieran de la memoria de los hombres. Calumnié las glorias más puras de la poesía porque desviaban a Charlie de la narración directa y lo estimulaban a la imitación; pero sofrené mi impaciencia hasta que se agotó el ímpetu inicial de entusiasmo y el muchacho volvió a los sueños.

- ¿Para qué le voy a contar lo que yo pienso, cuando esos tipos escribieron para los ángeles? - exclamó una tarde -. ¿Por qué no escribe algo así?

- Creo que no te portas muy bien conmigo - dije conteniéndome.

- Ya le di el argumento - dijo con sequedad, prosiguiendo la lectura de Byron.

- Pero quiero detalles.

- ¿Esas cosas que invento sobre ese maldito barco que usted llama galera? Son facilísimas. Usted mismo puede inventarlas. Suba un poco la llama, quiero seguir leyendo.

Le hubiera roto en la cabeza la lámpara del gas. Yo podría inventar si supiera lo que Charlie ignoraba que sabía. Pero como detrás de mí estaban cerradas las puertas, tenía que aceptar sus caprichos y mantener despierto su buen humor. Una distracción momentánea podía estorbar una preciosa revelación. A veces dejaba los libros - los guardaba en mi casa, porque a su madre le hubiera escandalizado el gasto de dinero que representaban - y se perdía en sueños marinos. De nuevo maldije a todos los poetas de Inglaterra. La mente plástica del empleado de banco estaba recargada, coloreada y deformada por las lecturas, y el resultado era una red confusa de voces ajenas como el zumbido múltiple de un teléfono de una oficina en la hora más atareada.

Hablaba de la galera - de su propia galera, aunque no lo sabía - con imágenes de La Novia de Abydos. Subrayaba las aventuras del héroe con citas del Corsario y agregaba desesperadas y profundas reflexiones morales de Caín y de Manfredo, esperando que yo las aprovechara. Sólo cuando hablábamos de Longfellow esos remolinos se enmudecían, y yo sabía que Charlie decía la verdad, tal como la recordaba.

- ¿Esto qué te parece? - le dije una tarde en cuanto comprendí el ambiente más favorable para su memoria, y antes de que protestara le leí casi íntegra la Saga del Rey Olaf.

Escuchaba atónito, golpeando con los dedos el respaldo del sofá, hasta que llegué a la canción de Einar Tamberskelver y a la estrofa:

Einar, sacando la flecha de la cuerda que ya no tensaba, dijo: Era Noruega lo que se quebraba bajo tu mano, oh Rey.

Se estremeció de puro deleite verbal.

- ¿Es un poco mejor que Byron? - aventuré.

- ¡Mejor! Es cierto. ¿Cómo lo sabría Longfellow?

Repetí una estrofa anterior:

- ¿Qué fue eso?, dijo Olaf, erguido en el puente de mando, oí algo como el estruendo de un barco destrozado al encallar.

- ¿Cómo podía saber cómo los barcos se destrozan, y los remos saltan y hacen zzzzp contra la costa? Anoche apenas... Pero siga leyendo, por favor, quiero volver a oír "The Skerry of Shrieks"

- No, estoy cansado. Hablemos. ¿Qué es lo que sucedió anoche?

- Tuve un sueño terrible sobre esa galera nuestra. Soñé que me ahogaba en una batalla. Abordamos otro barco, en un puerto. El agua estaba muerta, salvo donde la golpeaban los remos. ¿Usted sabe cuál es mi sitio en la galera?

Al principio hablaba con vacilación, bajo un hermoso temor inglés de que se rieran de él.

- No, es una novedad para mí - respondí humildemente, y ya me latía el corazón.

- El cuarto remo a la derecha, a partir de la proa, en la cubierta de arriba. Eramos cuatro en ese remo, todos encadenados. Me recuerdo mirando el agua y tratando de sacarme las esposas antes de que empezara la pelea. Luego nos arrimamos al otro barco, y quedé inmóvil, con los tres compañeros encima y el remo grande atravesado sobre nuestras espaldas.

- ¿Y?

Los ojos de Charlie estaban encendidos y vivos. Miraba la pared, detrás de mi asiento.

- No sé cómo peleamos. Los hombres me pisoteaban la espalda y yo estaba quieto. Luego, nuestros remeros de la izquierda - atados a sus remos, ya sabe - gritaron y empezaron a remar hacia atrás. Oía el chirrido del agua, giramos como un escarabajo y comprendí, sin necesidad de ver, que una galera iba a embestirnos con el espolón, por el lado izquierdo. Apenas pude levantar la cabeza y ver su velamen sobre la borda. Queríamos recibirla con la proa, pero era muy tarde. Sólo pudimos girar un poco, porque el barco de la derecha se nos había enganchado y nos detenía. Entonces vino el choque. Los remos de la izquierda se rompieron cuando el otro barco, el que se movía, les metió la proa. Los remos de la cubierta de abajo reventaron las tablas del piso, con el cabo para arriba, y uno de ellos vino a caer cerca de mi cabeza.

- ¿Cómo sucedió eso?

- La proa de la galera que se movía los empujaba para dentro y había un estruendo ensordecedor en las cubiertas inferiores. El espolón nos agarró por el medio y nos ladeamos, y los hombres de la otra galera desengancharon los garfios y las amarras, y tiraron cosas en la cubierta de arriba - flechas, alquitrán ardiendo o algo que quemaba - y nos empinamos, más y más, por el lado izquierdo, y el derecho se sumergió, y di vuelta la cabeza y vi el agua inmóvil cuando sobrepasó la borda, y luego se curvó y derrumbó sobre nosotros, y recibí el golpe en la espalda, y me desperté.

- Un momento, Charlie. Cuando el mar sobrepasó la borda, ¿qué parecía?

Tenía mis razones para preguntarlo. Un conocido mío había naufragado una vez en un mar en calma y había visto el agua horizontal detenerse un segundo antes de caer en la cubierta.

- Parecía una cuerda de violín, tirante, y parecía durar siglos - dijo Charlie.

Precisamente. El otro había dicho: "Parecía un hilo de plata estirado sobre la borda, y pensé que nunca iba a romperse". Había pagado con todo, salvo la vida, esa partícula de conocimiento, y yo había atravesado diez mil leguas para encontrarlo y para recoger ese dato ajeno. Pero Charlie, con sus veinticinco chelines semanales, con su vida reglamentaria y urbana, lo sabía muy bien. No era consuelo para mí que una vez en sus vidas hubiera tenido que morir para aprenderlo. Yo también debí morir muchas veces, pero detrás de mí, para que no empleara mi conocimiento, habían cerrado las puertas.

- ¿Y entonces? - dije tratando de alejar el demonio de la envidia.

- Lo más raro, sin embargo, es que todo ese estruendo no me causaba miedo ni asombro. Me parecía haber estado en muchas batallas, porque así se lo repetí a mi compañero. Pero el canalla del capataz no quería desatarnos las cadenas y darnos una oportunidad de salvación. Siempre decía que nos daría la libertad después de una batalla. Pero eso nunca sucedía, nunca.

Charlie movió la cabeza tristemente.

- ¡Qué canalla!

- No hay duda. Nunca nos daba bastante comida y a veces teníamos tanta sed que bebíamos agua salada. Todavía me queda el gusto en la boca.

- Cuéntame algo del puerto donde ocurrió el combate.

- No soñé sobre eso. Sin embargo, sé que era un puerto; estábamos amarrados a una argolla en una pared blanca y la superficie de la piedra, bajo el agua, estaba recubierta de madera, para que no se astillara nuestro espolón cuando la marea nos hamacara.

- Eso es interesante. El héroe mandaba la galera, ¿no es verdad?

- Claro que sí, estaba en la proa y gritaba como un diablo. Fue el hombre que mató al capataz.

- ¿Pero ustedes se ahogaron todos juntos, Charlie?

- No acabo de entenderlo - dijo, perplejo -. Sin duda la galera se hundió con todos los de a bordo, pero me parece que el héroe siguió viviendo. Tal vez se pasó al otro barco. No pude ver eso, naturalmente; yo estaba muerto.

Tuvo un ligero escalofrío y repitió que no podía acordarse de nada más.

No insistí, pero para cerciorarme de que ignoraba el funcionamiento del alma le di la Transmigración de Mortimer Collins y le reseñé el argumento.

- Qué disparate - dijo con franqueza, al cabo de una hora -; no comprendo ese enredo sobre el Rojo Planeta Marte y el Rey y todo lo demás. Deme el libro de Longfellow.

Se lo entregué y escribí lo que pude recordar de su descripción del combate naval, consultándolo a ratos para que corroborara un detalle o un hecho. Contestaba sin levantar los ojos del libro, seguro, como si todo lo que sabía estuviera impreso en las hojas. Yo le interrogaba en voz baja, para no romper la corriente, y sabía que ignoraba lo que decía, porque sus pensamientos estaban en el mar, con Longfellow.

- Charlie - le pregunté -, cuando se amotinaban los remeros de las galeras, ¿cómo mataban a los capataces?

- Arrancaban los bancos y se los rompían en la cabeza. Eso ocurrió durante una tormenta. Un capataz, en la cubierta de abajo, se resbaló y cayó entre los remeros. Suavemente, lo estrangularon contra el borde, con las manos encadenadas; había demasiada oscuridad para que el otro capataz pudiera ver. Cuando preguntó qué sucedía, lo arrastraron también y lo estrangularon; y los hombres fueron abriéndose camino hacia arriba, cubierta por cubierta, con los pedazos de los bancos rotos colgando y golpeando. ¡Cómo vociferaban!

- ¿Y qué pasó después?

- No sé. El héroe se fue, con pelo colorado, barba colorada, y todo. Pero antes capturó nuestra galera, me parece.

El sonido de mi voz lo irritaba. Hizo un leve ademán con la mano izquierda como si lo molestara una interrupción.

- No me habías dicho que tenía el pelo colorado, o que capturó la galera - dije al cabo de un rato.

Charlie no alzó los ojos.

- Era rojo como un oso rojo - dijo distraído -. Venía del norte; así lo dijeron en la galera cuando pidió remeros, no esclavos: hombres libres. Después, años y años después, otro barco nos trajo noticias suyas, o él volvió...

Sus labios se movían en silencio. Repetía, absorto, el poema que tenía ante sus ojos.

- ¿Dónde había ido?

Casi lo dije en un susurro, para que la frase llegara con suavidad a la sección del cerebro de Charlie que trabajaba para mí.

- A las Playas, las Largas y Prodigiosas Playas - respondió al cabo de un minuto.

- ¿A Furdurstrandi? - pregunté, temblando de pies a cabeza.

- Sí a Furdurstrandi - pronunció la palabra de un modo nuevo - Y ví también...

La voz se le apagó.

- ¿Sabes lo que has dicho? - grité con imprudencia.

Levantó los ojos, despierto.

- No - dijo secamente -. Déjeme leer en paz. Oiga esto:

Pero Othere, el viejo capitán, no se detuvo ni se movió hasta que el rey escuchó, entonces tomó una vez más su pluma y transcribió cada palabra. Y al Rey de los sajones como prueba de la verdad, levantando su noble rostro, extendió su mano curtida y dijo, observe este colmillo de morsa.

- ¡Qué hombres habrán sido esos para navegarse los mares sin saber cuándo tocarían tierra!

- Charlie - rogué -, si te portas bien un minuto o dos, haré que nuestro héroe valga tanto como Othere.

- Es de Longfellow el poema. No me interesa escribir. Quiero leer.

Imagínense ante la puerta de los tesoros del mundo, guardada por un niño - un niño irresponsable y holgazán, jugando a cara o cruz - de cuyo capricho depende el don de la llave, y comprenderán mi tormento. Hasta esa tarde Charlie no había hablado de nada que no correspondiera a las experiencias de un galeote griego. Pero ahora (o mienten los libros) había recordado alguna desesperada aventura de los vikingos, del viaje de Thorfin Karlsefne a Vinland, que es América, en el siglo nueve o diez. Había visto la batalla en el puerto; había referido su propia muerte. Pero esta otra inmersión en el pasado era aún más extraña. ¿Habría omitido una docena de vidas y oscuramente recordaba ahora un episodio de mil años después? Era un enredo inextricable y Charlie Mears, en su estado normal, era la última persona del mundo para solucionarlo. Sólo me quedaba vigilar y esperar, pero esa noche me inquietaron las imaginaciones más ambiciosas. Nada era imposible si no fallaba la detestable memoria de Charlie.

Podía volver a escribir la Saga de Thorfin Karlsefne, como nunca la habían escrito, podía referir la historia del primer descubrimiento de América siendo yo mismo el descubridor. Pero yo estaba a merced de Charlie y mientras él tuviera a su alcance un ejemplar de Clásico para Todos, no hablaría. No me atreví a maldecirlo abiertamente, apenas me atrevía a estimular su memoria, porque se trataba de experiencias de hace mil años narradas por la boca de un muchacho contemporáneo, y a un muchacho lo afectan todos los cambios de opinión y aunque quiera decir la verdad tiene que mentir.

Pasé una semana sin ver a Charlie. Lo encontré en Gracechurch Street con un libro Mayor encadenado a la cintura. Tenía que atravesar el Puente de Londres y lo acompañé. Estaba muy orgulloso de ese libro Mayor. Nos detuvimos en la mitad del puente para mirar un vapor que descargaba grandes lajas de mármol blanco y amarillo. En una barcaza que pasó junto al vapor mugió una vaca solitaria. La cara de Charlie se alteró; ya no era la de un empleado de banco, sino otra, desconocida y más despierta. Estiró el brazo sobre el parapeto del puente y, riéndose muy fuerte, dijo:

- Cuando bramaron nuestros toros, los Skroelings huyeron.

La barcaza y la vaca habían desaparecido detrás del vapor antes de que yo encontrara palabras.

- Charlie, ¿qué te imaginas que son Skroelings?

- La primera vez en la vida que oigo hablar de ellos. Parece el nombre de una nueva clase de gaviotas. ¡Qué preguntas se le ocurren a usted! - contestó -. Tengo que verme con el cajero de la compañía de ómnibus. Me espera un rato y almorzamos juntos en algún restaurante. Tengo una idea para un poema.

- No, gracias. Me voy. ¿Estás seguro de que no sabes nada de Skroelings?

- No, a menos que esté inscrito en el "Clásico" de Liverpool.

Saludó y desapareció entre la gente.

Está escrito en la Saga de Eric el Rojo o en la de Thorfin Karlsefne que hace novecientos años, cuando las galeras de Karlsefne llegaron a las barracas de Leif, erigidas por éste en la desconocida tierra de Markland, era tal vez Rhode Island, los Skroelings - sólo Dios sabe quiénes eran - vinieron a traficar con los vikingos y huyeron porque los aterró el bramido de los toros que Thorfin había traído en las naves. ¿Pero qué podía saber de esa historia un esclavo griego? Erré por las calles, tratando de resolver el misterio, y cuanto más lo consideraba, menos lo entendía. Sólo encontré una certidumbre, y esa me dejó atónito. Si el porvenir me deparaba algún conocimiento íntegro, no sería el de una de las vidas del alma en el cuerpo de Charlie Mears, sino el de muchas, muchas existencias individuales y distintas, vividas en las aguas azules en la mañana del mundo.

Examiné después la situación.

Me parecía una amarga injusticia que me fallara la memoria de Charlie cuando más la precisaba. A través de la neblina y el humo alcé la mirada, ¿sabían los señores de la Vida y la Muerte lo que esto significaba para mí? Eterna fama, conquistada y compartida por uno solo. Me contentaría - recordando a Clive, mi propia moderación me asombró - con el mero derecho de escribir un solo cuento, de añadir una pequeña contribución a la literatura frívola de la época. Si a Charlie le permitieran una hora - sesenta pobres minutos - de perfecta memoria de existencias que habían abarcado mil años, yo renunciaría a todo el provecho y la gloria que podría valerme su confesión. No participaría en la agitación que sobrevendría en aquel rincón de la tierra que se llama "el mundo". La historia se publicaría anónimamente. Haría creer a otros hombres que ellos la habían escrito. Ellos alquilarían ingleses de cuello duro para que la vociferaran al mundo. Los moralistas fundarían una nueva ética, jurando que habían apartado de los hombres el temor de la muerte. Todos los orientalistas de Europa la apadrinarían verbosamente, con textos en pali y sánscrito. Atroces mujeres inventarían impuras variantes de los dogmas que profesarían los hombres, para instrucción de sus hermanas. Disputarían las iglesias y sus religiones. Al subir a un ómnibus preví las polémicas de media docena de sectas, igualmente fieles a la "Doctrina de la verdadera Mentempsicosis en sus aplicaciones a la Nueva Era y al Universo", y vi también a los decentes diarios ingleses dispersándose, como hacienda espantada, ante la perfecta simplicidad de mi cuento. La imaginación recorrió cien, doscientos, mil años de futuro. Vi con pesar que los hombres mutilarían y pervertirían tal historia; que las sectas rivales la deformarían hasta que el mundo occidental, aferrado al temor de la muerte y no a la esperanza de la vida, la descartaría como una superstición interesante y se entregaría a alguna fe tan olvidada que pareciera nueva. Entonces modifiqué los términos de mi pacto con los Señores de la Vida y la Muerte. Que me dejaran saber, que me dejaran escribir esa historia, con la conciencia de registrar la verdad, y sacrificaría el manuscrito y lo quemaría. Cinco minutos después de redactada la última línea, lo quemaría. Pero que me dejaran escribirlo, con entera confianza.

No hubo respuesta. Los violentos colores de un aviso del casino me impresionaron, ¿no convendría poner a Charlie en manos de un hipnotizador? ¿Hablaría de sus vidas pasadas? Pero Charlie se asustaría de la publicidad, o ésta lo haría intolerable. Mentiría por vanidad o por miedo. Estaría seguro en mis manos.

- Son cómicos, ustedes, los ingleses - dijo una voz. Dándome vuelta, me encontré con un conocido, un joven bengalí que estudiaba derecho, un tal Grish Chunder, cuyo padre lo había mandado a Inglaterra para educarlo. El viejo era un funcionario hindú, jubilado; con una renta de cinco libras esterlinas al mes lograba dar a su hijo doscientas libras esterlinas al año y plena licencia en una ciudad donde fingía ser un príncipe y contaba cuentos de los brutales burócratas de la India que oprimían a los pobres.

Grish Chunder era un joven y obeso bengalí, escrupulosamente vestido de levita y pantalón claro, con sombrero alto y guantes amarillos. Pero yo lo había conocido en los días en que el brutal gobierno de la India pagaba sus estudios universitarios y él publicaba artículos sediciosos en el Sachi Durpan y tenía amores con las esposas de sus condiscípulos de catorce años de edad.

- Eso es muy cómico - dijo señalando el cartel -. Voy a Northbrook Club. ¿Quieres venir conmigo?

Caminamos juntos un rato.

- No estás bien - me dijo - ¿Qué te preocupa? Estás silencioso.

- Grish Chunder, ¿eres demasiado culto para creer en Dios, no es verdad?

- Aquí sí. Pero cuando vuelva tendré que propiciar las supersticiones populares y cumplir ceremonias de purificación, y mis esposas ungirán ídolos.

- Y adornarán con tulsi y celebrarán el purohit, y te reintegrarán en la casta y otra vez harán de ti, librepensador avanzado, un buen khuttri. Y comerás comida desi, y todo te gustará, desde el olor del patio hasta el aceite de mostaza en tu cuerpo.

- Me gustará muchísimo - dijo con franqueza Grish Chunder -. Una vez hindú, siempre hindú. Pero me gusta saber lo que los ingleses piensan que saben.

- Te contaré una cosa que un inglés sabe. Para ti es una vieja historia.

Empecé a contar en inglés la historia de Charlie; pero Crish Chunder me hizo una pregunta en indostaní, y el cuento prosiguió en el idioma que más le convenía. Al fin y al cabo, nunca hubiera podido contarse en inglés. Grish Chunder me escuchaba, asintiendo de tiempo en tiempo, y después subió a mi departamento, donde concluí la historia.

- Beshak - dijo filosóficamente - Lekin darwaza band hai (Sin duda; pero está cerrada la puerta). He oído, entre mi gente, esos recuerdos de vidas previas. Es una vieja historia entre nosotros, pero que le suceda a un inglés - a un Mlechh lleno de carne de vaca -, un descastado... Por Dios, esto es rarísimo.

- ¡Más descastado serás tú, Grish Chunder! Todos los días comes carne de vaca. Pensemos bien la cosa. El muchacho recuerda sus encarnaciones.

- ¿Lo sabe? - dijo tranquilamente Grish Chunder, sentado en la mesa, hamacando las piernas. Ahora hablaba en inglés.

- No sabe nada. ¿Acaso te contaría si lo supiera? Sigamos.

- No hay nada que seguir. Si lo cuentas a tus amigos, dirán que estás loco y lo publicarán en los diarios. Supongamos, ahora, que los acuses por calumnia.

- No nos metamos en eso, por ahora. ¿Hay una esperanza de hacerlo hablar?

- Hay una esperanza. Pero si hablara, todo este mundo se derrumbaría en tu cabeza. Tú sabes, esas cosas están prohibidas. La puerta está cerrada.

- ¿No hay ninguna esperanza?

- ¿Cómo puede haberla? Eres cristiano y en tus libros está prohibido el fruto del árbol de la Vida, o nunca morirías. ¿Cómo van a temer la muerte si todos saben lo que tu amigo no sabe que sabe? Tengo miedo de los azotes, pero no tengo miedo de morir porque sé lo que sé. Ustedes no temen los azotes, pero temen la muerte. Si no la temieran, ustedes los ingleses se llevarían el mundo por delante en una hora, rompiendo los equilibrios de las potencias y haciendo conmociones. No sería bueno, pero no hay miedo. Se acordará menos y menos y dirá que es un sueño. Luego se olvidará. Cuando pasé el Bachillerato en Calcuta esto estaba en la crestomatía de Wordsworth, Arrastrando Nubes de Gloria, ¿te acuerdas?

- Esto parece una excepción.

- No hay excepciones a las reglas. Unas parecen menos rígidas que otras, pero son iguales. Si tu amigo contara tal y tal cosa, indicando que recordaba todas sus vidas anteriores o una parte de su vida anterior, en seguida lo expulsarían del banco. Lo echarían, como quien dice, a la calle y lo enviarían a un manicomio. Eso lo admitirás, mi querido amigo.

- Claro que sí, pero no estaba pensando en él. Su nombre no tiene por qué aparecer en la historia.

- Ah, ya lo veo, esa historia nunca se escribirá. Puedes probar.

- Voy a probar.

- Por tu honra y por el dinero que ganarás, por supuesto.

- No, por el hecho de escribirla. Palabra de honor.

- Aún así no podrás. No se juega con los dioses. Ahora es un lindo cuento. No lo toques. Apresúrate, no durará.

- ¿Qué quieres decir?

- Lo que digo. Hasta ahora no ha pensado en una mujer.

- ¿Cómo crees? - Recordé algunas de las confidencias de Charlie.

- Quiero decir que ninguna mujer ha pensado en él. Cuando eso llegue: bushogya, se acabó. Lo sé. Hay millones de mujeres aquí. Mucamas, por ejemplo. Te besan detrás de la puerta.

La sugestión me incomodó. Sin embargo, nada más verosímil.

Grish Chunder sonrió.

- Sí, también muchachas lindas, de su sangre y no de su sangre. Un solo beso que devuelva y recuerde, lo sanará de estas locuras, o...

- ¿O qué? Recuerda que no sabe que sabe.

- Lo recuerdo. O, si nada sucede, se entregará al comercio y a la especulación financiera, como los demás. Tiene que ser así. No me negarás que tiene que ser así. Pero la mujer vendrá primero, me parece.

Golpearon a la puerta; entró Charlie. Le habían dejado la tarde libre, en la oficina; su mirada denunciaba el propósito de una larga conversación, y tal vez poemas en los bolsillos. Los poemas de Charlie eran muy fastidiosos, pero a veces lo hacían hablar de la galera.

Grish Chunder lo miró agudamente.

- Disculpe - dijo Charlie, incómodo. No sabía que estaba con visitas.

- Me voy - dijo Grish Chunder.

Me llevó al vestíbulo, al despedirse.

- Este es el hombre - dijo rápidamente -. Te repito que nunca contará lo que esperas. Sería muy apto para ver cosas. Podríamos fingir que era un juego - nunca he visto tan excitado a Grish Chunder - y hacerle mirar el espejo de tinta en la mano. ¿Qué te parece? Te aseguro que puede ver todo lo que el hombre puede ver. Déjame buscar la tinta y el alcanfor. Es un vidente y nos revelará muchas cosas.

- Será todo lo que tú dices, pero no voy a entregarlo a tus dioses y a tus demonios.

- No le hará mal; un poco de mareo al despertarse. No será la primera vez que habrás visto muchachos mirar el espejo de tinta.

- Por eso mismo no quiero volver a verlo. Más vale que te vayas, Grish Chunder.

Se fue, repitiendo que yo perdía mi única esperanza de interrogar el porvenir.

Esto no importó, porque sólo me interesaba el pasado y para ello de nada podían servir muchachos hipnotizados consultando espejos de tinta.

- Qué negro desagradable - dijo Charlie cuando volví -. Mire, acabo de escribir un poema; lo escribí en vez de jugar al dominó después de almorzar. ¿Se lo leo?

- Lo leeré yo.

- Pero usted no le da la entonación adecuada. Además, cuando usted los lee, parece que las rimas estuvieran mal.

- Léelo en voz alta, entonces. Eres como todos los otros.

Charlie me declamó su poema; no era muy inferior al término medio de su obra. Había leído sus libros con obediencia, pero le desagradó oír que yo prefería a Longfellow incontaminado de Charlie.

Luego recorrimos el manuscrito, línea por línea. Charlie esquivaba todas las objeciones y todas las correcciones, con esta frase:

- Sí, tal vez quede mejor, pero usted no comprende adónde voy.

En eso, Charlie se parecía a muchos poetas.

En el reverso del papel había unos apuntes a lápiz.

- ¿Qué es eso? - le pregunté.

- No son versos ni nada. Son unos disparates que escribí anoche, antes de acostarme. Me daba trabajo buscar rimas y los escribí en verso libre.

Aquí están los versos libres de Charlie:

Hemos remado para vos cuando el viento estaba contra nosotros y con las velas bajas.

¿Nunca nos soltaréis?

Comimos pan y cebollas cuando os apoderabais de ciudades, o corrimos velozmente a bordo cuando el enemigo os rechazaba.

Los capitanes caminaban a lo largo de la cubierta, cantando, cuando hacía buen tiempo; pero nosotros estábamos abajo.

Nos desmayábamos con el mentón sobre los remos y no veíais que estábamos ociosos porque aún sacudíamos el remo, adelante y atrás.

¿Nunca nos soltaréis?

La sal volvía los cabos de los remos ásperos como la piel del tiburón; la sal cortaba nuestras rodillas hasta el hueso; el pelo se nos pegaba a la frente y nuestros labios estaban cortados hasta las encías; y nos azotabais porque no podíamos remar.

¿Nunca nos soltaréis?

Pero dentro de poco tiempo nos iremos por los escobenes como el agua que corre por los remos, y aunque ordenéis a los otros que remen detrás nuestro, nunca nos agarraréis hasta que atrapéis la espuma de los remos y atéis los vientos al hueco de la vela. ¡A-Ho!

¡Nunca nos soltaréis!

- Algo así podrían cantar en la galera, usted sabe. ¿Nunca va a concluir ese cuento y darme parte de las ganancias?

- Depende de ti. Si desde el principio me hubieras hablado un poco más del héroe, ya estaría concluido. Eres tan impreciso.

- Sólo quiero darle la idea general... el andar de un lado para otro, y las peleas, y lo demás. ¿Usted no puede suplir lo que falta? Hacer que el héroe salve de los piratas a una muchacha y se case con ella o algo por el estilo.

- Eres un colaborador realmente precioso. Supongo que al héroe le ocurrieron algunas aventuras antes de casarse.

- Bueno, hágalo un tipo muy hábil, una especie de canalla - que ande haciendo tratados y rompiéndolos -, un hombre de pelo negro que se oculte detrás del mástil, en las batallas.

- Los otros días dijiste que tenía el pelo colorado.

- No puedo haber dicho eso. Hágalo moreno, por supuesto. Usted no tiene imaginación.

Como yo había descubierto en ese instante los principios de la memoria imperfecta que se llama imaginación, casi me reí, pero me contuve, para salvar el cuento.

- Es verdad; tú sí tienes imaginación. Un tipo de pelo negro en un buque de tres cubiertas - dije.

- No, un buque abierto, como un gran bote.

Era para volverse loco.

- Tu barco está descrito y construido, con techos y cubiertas; así lo has dicho.

- No, no ese barco. Ese era abierto, o semiabierto, porque... Claro, tiene razón. Usted me hace pensar que el héroe es el tipo de pelo colorado. Claro, si es el de pelo colorado, el barco tiene que ser abierto, con las velas pintadas.

Ahora se acordará, pensé, que ha trabajado en dos galeras, una griega, de tres cubiertas, bajo el mando del "canalla" de pelo negro; otra, un dragón abierto de vikingo, bajo el mando del hombre "rojo como un oso rojo" que arribó a Markland. El diablo me impulsó a hablar.

- ¿Por qué "claro", Charlie?

- No sé. ¿Usted se está riendo de mí?

La corriente había sido rota. Tomé una libreta y fingí hacer muchos apuntes.

- Da gusto trabajar con un muchacho imaginativo, como tú - dije al rato -. Es realmente admirable cómo has definido el carácter del héroe.

- ¿Le parece? - contestó ruborizándose -. A veces me digo que valgo más de lo que mi ma... de lo que la gente piensa.

- Vales muchísimo.

- Entonces, ¿puedo mandar un artículo sobre Costumbres de los Empleados de Banco, al Tit-Bits, y ganar una libra esterlina de premio?

- No era, precisamente, lo que quería decir. Quizá valdría más esperar un poco y adelantar el cuento de la galera.

- Sí, pero no llevará mi firma. Tit-Bits publicará mi nombre y mi dirección, si gano. ¿De qué se ríe? Claro que los publicarían.

- Ya sé. ¿Por qué no vas a dar una vuelta? Quiero revisar las notas de nuestro cuento.

Este vituperable joven que se había ido, algo ofendido y desalentado, había sido tal vez remero del Argos, e, innegablemente, esclavo o compañero de Thorfin Karlsefne. Por eso le interesaban profundamente los concursos de Tit-Bits. Recordando lo que me había dicho Grish Chunder, me reí fuerte. Los Señores de la Vida y la Muerte nunca permitirían que Charlie Mears hablara plenamente de sus pasados, y para completar su revelación yo tendría que recurrir a mis invenciones precarias, mientras él hacía su artículo sobre empleados de banco.

Reuní mis notas, las leí; el resultado no era satisfactorio. Volví a releerlas. No había nada que no hubiera podido extraerse de libros ajenos, salvo quizá la historia de la batalla en el puerto. Las aventuras de un vikingo habían sido noveladas ya muchas veces; la historia de un galeote griego tampoco era nueva y, aunque yo escribiera las dos, ¿quién podría confirmar o impugnar la veracidad de los detalles? Tanto me valdría redactar un cuento del porvenir. Los Señores de la Vida y la Muerte eran tan astutos como lo había insinuado Grish Chunder. No dejarían pasar nada que pudiera inquietar o apaciguar el ánimo de los hombres. Aunque estaba convencido de eso, no podía abandonar el cuento. El entusiasmo alternaba con la depresión, no una vez sino muchas en las siguientes semanas. Mi ánimo variaba con el sol de marzo y con las nubes indecisas. De noche, o en la belleza de una mañana de primavera, creía poder escribir esa historia y conmover a los continentes. En los atardeceres lluviosos percibí que podría escribirse el cuento, pero que no sería otra cosa que una pieza de museo apócrifa, con falsa pátina y falsa herrumbre. Entonces maldije a Charlie de muchos modos, aunque la culpa no era suya.

Parecía muy atareado en certámenes literarios; cada semana lo veía menos a medida que la primavera inquietaba la tierra. No le interesaban los libros ni el hablar de ellos y había un nuevo aplomo en su voz. Cuando nos encontrábamos, yo no proponía el tema de la galera; era Charlie el que lo iniciaba, siempre pensando en el dinero que podría producir su escritura.

- Creo que merezco a lo menos el veinticinco por ciento - dijo con hermosa franqueza -. He suministrado todas las ideas, ¿no es cierto?

Esa avidez era nueva en su carácter. Imaginé que la había adquirido en la City, que había empezado a influir en su acento desagradablemente.

- Cuando la historia esté concluida, hablaremos. Por ahora, no consigo adelantar. El héroe rojo y el héroe moreno son igualmente difíciles.

Estaba sentado junto a la chimenea, mirando las brasas.

- No veo cuál es la dificultad. Es clarísimo para mí - contestó -. Empecemos por las aventuras del héroe rojo, desde que capturó mi barco en el sur y navegó a las Playas.

Me cuidé muy bien de interrumpirlo. No tenía ni lápiz ni papel, y no me atreví a buscarlos para no cortar la corriente. La voz de Charlie descendió hasta el susurro y refirió la historia de la navegación de una galera hasta Furdurstrandi, de las puestas del sol en el mar abierto vistas bajo la curva de la vela, tarde tras tarde, cuando el espolón se clavaba en el centro del disco declinante "y navegábamos por ese rumbo porque no teníamos otro", dijo Charlie. Habló del desembarco en una isla y de la exploración de sus bosques, donde los marineros mataron a tres hombres que dormían bajo los pinos. Sus fantasmas, dijo Charlie, siguieron a nado la galera, hasta que los hombres de a bordo echaron suertes y arrojaron al agua a uno de los suyos, para aplacar a los dioses desconocidos que habían ofendido. Cuando escasearon las provisiones se alimentaron de algas marinas y se les hincharon las piernas, y el capitán, el hombre del pelo rojo, mató a dos remeros amotinados, y al cabo de un año entre los bosques levaron anclas rumbo a la patria y un incesante viento los condujo con tanta fidelidad que todas las noches dormían. Eso, y mucho más, contó Charlie. A veces era tan baja la voz que las palabras resultaban imperceptibles. Hablaba de su jefe, el hombre rojo, como un pagano habla de su dios; porque él fue quien los alentaba y los mataba imparcialmente, según más le convenía; y él fue quien empuñó el timón durante tres noches entre hielo flotante, cada témpano abarrotado de extrañas fieras que "querían navegar con nosotros", dijo Charlie, "y las rechazábamos con los remos".

Cedió una brasa y el fuego, con un débil crujido, se desplomó atrás de los barrotes.

- Caramba - dijo con un sobresalto -. He mirado el fuego, hasta marearme. ¿Qué iba a decir?

- Algo sobre la galera.

- Ahora recuerdo. Veinticinco por ciento del beneficio, ¿no es verdad?

- Lo que quieras, cuando el cuento esté listo.

- Quería estar seguro. Ahora debo irme, tengo una cita.

Me dejó.

Menos iluso, habría comprendido que ese entrecortado murmullo junto al fuego era el canto de cisne de Charlie Mears. Lo creí preludio de una revelación total. Al fin burlaría a los Señores de la Vida y la Muerte.

Cuando volvió, lo recibí con entusiasmo. Charlie estaba incómodo y nervioso, pero los ojos le brillaban.

- Hice un poema - dijo.

Y luego, rápidamente:

- Es lo mejor que he escrito. Léalo.

Me lo dejó y retrocedió hacia la ventana.

Gemí, interiormente. Sería tarea de una media hora criticar, es decir alabar, el poema. No sin razón gemí, porque Charlie, abandonado el largo metro preferido, había ensayado versos más breves, versos con un evidente motivo. Esto es lo que leí:

El día es de los más hermosos, ¡El viento contento/ ulula detrás de la colina, / donde dobla el bosque a su antojo, / y los retoños a su voluntad! / Rebélate, oh Viento; ¡hay algo en mi sangre/ que no te dejaría quieto! / Ella se me dio, oh Tierra, oh Cielo;/ ¡mares grises, ella es sólo mía! / ¡Que los hoscos peñascos oigan mi grito, / y se alegren aunque no sean más que piedras! / ¡Mía! La he ganado, ¡oh buena tierra marrón, / alégrate! La primavera está aquí; / ¡Alégrate, que mi amor vale dos veces más / que el homenaje que puedan rendirle todos tus campos! / ¡Que el labriego que te rotura sienta mi dicha / al madrugar para el trabajo!

- El verso final es irrefutable - dije con miedo en el alma. Charlie sonrió sin contestar.

Roja nube del ocaso, proclámalo: soy el vencedor. ¡Salúdame, oh Sol, como dueño dominante y señor absoluto sobre el alma de Ella!

- ¿Y? - dijo Charlie, mirando sobre mi hombro. Silenciosamente puso una fotografía sobre el papel. La fotografía de una muchacha de pelo crespo y boca entreabierta y estúpida.

- ¿No es... no es maravilloso? - murmuró, ruborizado hasta las orejas -. Yo no sabía, yo no sabía... vino como un rayo.

- Sí, vino como un rayo. ¿Eres feliz, Charlie?

- ¡Dios mío... ella... me quiere!

Se sentó, repitiendo las últimas palabras. Miré la cara lampiña, los estrechos hombros ya agobiados por el trabajo de escritorio y pensé dónde, cuándo y cómo había amado en sus vidas anteriores.

Después la describió, como Adán debió describir ante los animales del Paraíso la gloria y la ternura y la belleza de Eva. Supe, de paso, que estaba empleada en una cigarrería, que le interesaba la moda y que ya le había dicho cuatro o cinco veces que ningún otro hombre la había besado.

Charlie hablaba y hablaba; yo, separado de él por millares de años, consideraba los principios de las cosas. Ahora comprendí por qué los Señores de la Vida y la Muerte cierran tan cuidadosamente las puertas detrás de nosotros. Es para que no recordemos nuestros primeros amores. Si no fuera así, el mundo quedaría despoblado en menos de un siglo.

- Ahora volvamos a la historia de la galera - le dije aprovechando una pausa.

Charlie miró como si lo hubiera golpeado.

- ¡La galera! ¿Qué galera? ¡Santos cielos, no me embrome! Esto es serio. Usted no sabe hasta qué punto.

Grish Chunder tenía razón. Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y el cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría.

 #286728  por domingoarena
 
Ray Bradbury,
ayer y mañana


"Conjuren sus palabras, alerten a su personalidad secreta,

saboreen la oscuridad"


Lluvia, melancolía, Marte, niñez, feria, cohetes, magia, sirenas, carrusel, arena, olas, nostalgia, recuerdos del día en que conocí a Ray Bradbury. Han pasado más de diez años, fue una tarde sepia de 1997.

Ray Bradbury había sido invitado a dar una charla en la Feria del Libro de Buenos Aires, en ese entonces, en el predio de la Facultad de Derecho. Mi hermano Sebastián y yo no lo dudamos: queríamos conocerlo, queríamos verlo de cerca.

Yo ya conocía al bombero Montag, ya sabía a qué temperatura precisa el papel comienza a arder. Conocía algunas crónicas marcianas, sabía de colonización, de alienígenas, de telepatía. Años atrás, una carretera perdida en algún lugar de Wisconsin me había conducido al hombre ilustrado: esa acumulación de cohetes y fuentes y personas dibujados con tanta minuciosidad que era posible oír las voces y los murmullos apagados de las multitudes que habitaban su cuerpo. Fue la misma noche desolada de la confesión: “Cada ilustración es un cuento”. ¿Cómo no preguntarme ahora, apenas diez años después, por el cuento diecinueve? ¿Qué cuento me habría contado el tatuaje que vi en el omóplato derecho de ese hombre? Una serie de cuadrados eslabonados, líneas rojas, hilos de fuego que se cruzaban y se superponían en un entramado minucioso.

Pero esa carretera de Wisconsin me llevó aun más lejos: aterricé en el país de Octubre, donde siempre está haciéndose tarde, “donde el mediodía pasa rápidamente, donde se demoran la oscuridad y el crepúsculo”. Un país de lluvias y de hojas secas.

Todos esos paisajes había recorrido antes de esa tarde de 1997, conocía íntimamente las palabras de Ray —todas hermosas, todas desgarradoramente nostálgicas—, pero no conocía su voz.

“Recuerdo el momento exacto en el que supe que sería escritor” sentenció Ray Bradbury en la Feria del Libro, para mi hermano Sebastián y para mí.

Por esos tiempos, mi hermano y yo aprovechábamos cada día de nuestras vacaciones para leer. No, no cada día: cada noche. Como todos los chicos de nuestra edad, sabíamos de la magia de las noches.

Bien tarde, cuando por fin papá apagaba la tele, cuando todos dormían en casa, cerrábamos la puerta de nuestro cuarto y prendíamos la luz. Poníamos una frazada bajo la puerta para que no nos delatara la claridad que se colaba hendijas afuera, y leíamos. Recuerdo que nos escondíamos para ir a la cocina y tomar soda, procurando que nadie descubriera nuestras vigilias insensatas, ese capricho tan heroico de robarle horas a la noche. Eran veladas que terminaban demasiado tarde, o demasiado temprano: recién al amanecer deponíamos nuestra actitud. La mañana, siempre la mañana carga con la culpa. Tras cinco o seis horas, dejábamos de leer por pudor, nunca por hastío.

Pero fuimos perdiendo esas noches, creo que perdimos el coraje de repetir aquella magia. Supongo que crecimos. O envejecimos, que no es lo mismo.

Recuerdo, también, algunos años antes, otra magia apenas diferente. Toda la familia veraneaba en Mar del Plata, y esa era otra hermosa posibilidad para la lectura. Arena, sol y libros: en Mar del Plata empecé a leer novelas de adultos, lo recuerdo bien. Y con un condimento: siempre había un plazo para terminarlas.

Mi hermana Verónica leía a una velocidad increíble, envidiable. Recuerdo que en esos tiempos, en Buenos Aires, solía encerrarse en el cuarto de mis padres, en la cama grande, y no se levantaba hasta terminar de leer Mujercitas, Ocho primos o alguna otra novela de Luisa May Alcott. Debe haber leído la colección completa de Robin Hood, la de las tapas amarillas. En casa teníamos una sospecha, que nunca le confió nadie, hasta ahora: Vero, no es posible leer tan rápido. ¡Confesá! ¿No es cierto que salteabas párrafos, páginas, capítulos enteros?

El caso es que en Mar del Plata nos gustaba cambiar las novelas por otras. Ibamos a la Galería Moreno y por unas monedas —literalmente por algunas monedas— cambiábamos la novela que acabábamos de leer los dos por otra de la misma colección. Yo no podía rezagarme en la lectura porque la dejaba a Verónica sin nada para leer. Así, tenía que descubrir nuevos momentos para leer, instantes en los que ella no lo hiciera —cuando ella miraba la tele, jugaba a algún juego de mesa, dormía, desayunaba—, de otro modo nunca podría alcanzarla. Por aquella época debemos haber leído juntos todas las novelas de Agatha Christie editadas por El Molino, esa colección con el dibujito de un búho en la portada.

“Recuerdo el momento exacto en el que supe que sería escritor”, escucho decir una vez más a Ray Bradbury. “Lo supe el día que terminé de escribir ´El lago´”.

El lago.

Se trata de uno de los cuentos más hermosos que he leído en mi vida. Y el más triste.

Harold en el agua, en la playa. Y el recuerdo: Tally. Tally nunca había salido del agua ese lejano día de mayo. Nunca había salido, sin importar cuánto gritara su mamá. El guardavidas no había podido hacer nada, y Tally nunca había vuelto. “¡Tally! ¡Oh, Tally, vuelve!” grita Harold ahora, en el otoño solitario.

Harold sabe que es el último día allí, su mamá le ha dicho que se mudan al oeste. Y entonces, acaso como despedida, construye un castillo de arena, hermoso y alto, como los que solía hacer con Tally. Pero no lo construye completo sino sólo hasta la mitad. “Tally, si me oyes, ven y haz tú lo que falta”, dice.

Han pasado diez años —curioso: de nuevo se trata de diez años— y el azar conduce a Harold de regreso a Lake Bluff. “El tren actúa en dos sentidos, como la memoria. Devuelve rápidamente todas las cosas que uno dejó atrás hace muchos años”. Un guardavidas acaba de encontrar el cuerpo de una niña muerta, hace mucho tiempo, diez años atrás. Y a pocos pasos, caminando al borde del agua, Harold encuentra un castillo de arena, a medio construir. Un castillo como los que solía hacer con Tally. Ella, una mitad y él, la otra mitad. Del lago proceden pequeñas huellas de pies, huellas que salen del lago y vuelven al lago.

Harold se arrodilla. “Te ayudaré a terminarlo”, dice, y hunde las manos en la arena.

“Ese día lloré”, dijo Ray Bradbury en la feria del libro, hace diez años. El día que terminé de escribir “El lago” supe que sería escritor y lloré.

Ray Bradbury será asociado por siempre con la ciencia ficción, aunque muchas de sus novelas y cuentos —“El lago” entre ellos— nada tengan que ver con el género. Y es que Ray ya es un autor clásico, ha ingresado al magnífico panteón de los autores que serán leídos por siempre, confundiéndose en una vorágine de fechas y de antecedentes falsos. Poco puede importar que naciera en Illinois, en 1920. Del mismo modo que no importa que Poe nació en Boston o Maupassant en París.

No cuesta imaginar a Montag caminando por la vieja vía ferroviaria —bombas como telón de fondo: el mundo se derrumba, colapsa—, no cuesta imaginarlo repitiendo Fahrenheit 451, palabra por palabra.

En cualquier caso, hay una cadencia que puede rastrearse en todas las páginas que ha escrito Ray Bradbury, se trate del género que sea. El eco de un perfume bien preciso: acaso la madreselva, el diente de león, la lluvia.

Pensar en Ray es volver a mi infancia, recordar a mis hermanos, a mi familia, es incurrir en largas listas de sustantivos, extensos catálogos de sensaciones y perfumes.

Leí en Zen en el arte de escribir —un librito inhallable— que en sus comienzos, para la época en que escribió “El lago”, Ray hacía extensas listas de títulos, líneas interminables de sustantivos: era su procedimiento para escribir historias.

De niño yo no quería ser astronauta, como el resto de los niños del mundo. Mis sueños siempre fueron más modestos: yo siempre soñé con ser escritor. Como Ray.

¿Será cierto que uno escribe siempre el primer libro que leyó? Ahora, ya grande —o viejo, no sé—, de noche, cuando Mariana duerme, ensayo mis propias listas, mis catálogos de maravillas personales: Lluvia, melancolía, Marte, niñez, feria, cohetes, magia, sirenas, carrusel, arena, olas, nostalgia.

Miguel Sardegna



 #286889  por jorge1968
 
Cuando uno llega al Unicenter Shopping la puerta de entrada tiene la amabilidad de abrirse por sí misma, sin necesidad de que hagamos ningún movimiento, muy posiblemente para que evitemos un desgaste de energía que, luego, dentro, vamos a necesitar para consumir y dejarnos fascinar por la mercancía.

Después, cuando uno se va, cuando ya compramos lo que necesitábamos y lo que no necesitábamos, uno tiende a pensar que el mecanismo va a ser el mismo, que la puerta de salida se va a abrir sin intervención de la carne. Pero hoy cuando salía no sucedió eso.

Me paré frente a la puerta y no se abrió. Supuse que era debido a alguna imperfección en la posición de mi cuerpo y me moví. Intenté varias posturas y alternativas para que el dispositivo pudiera captarme, pero nada ocurría. Me dije que tal cosa no podía ser posible y me alejé de la puerta, a unos 20 metros, y resolví volver a intentar. Caminé otra vez, con impulso renovado, hacia la misma salida simulando no pensar en el desplante anterior. Seguramente se había tratado de alguna anomalía momentánea y ahora sí podría irme por fin de ese lugar. Por la puerta de al lado un hombre grosero y con pinta de viejo cheto me miró con una sonrisa burlona y lasciva, mientras su puerta se abría de par en par.

Nuevamente, nada pasó. Con una rabia que parecía heredada de siglos venideros, tuve que usar toda mi fuerza para abrir la puerta del infierno ésa; cuando había logrado abrirla unos quince centímetros, la cosa intentó una última y brutal resistencia que casi me hace pasar vergüenza frente a los parroquianos. Forcé mis músculos al máximo y finalmente pude salir. Caminé unos metros más y me di vuelta a mirar: la puerta ahora estaba abriéndose para dejar salir a la persona que venía después de mí.

Perplejo, mientras recorría el camino de vuelta a mi casa, empecé a pensar en lo sucedido. Comencé, como es lógico, a dudar de mi propia existencia (deporte que practico con fervor) y me hice algunas preguntas bastante obvias. ¿Por qué cuando yo entré el mecanismo me captó como humano, como materia, e hizo que la puerta se abriera y cuando quise salir no? ¿Acaso la visita al Unicenter nos resta humanidad, nos hace ir dejando de existir? ¿O es que nada tiene que ver el Shopping y es sólo que yo estoy sufriendo un proceso de afantasmamiento personal y privado?

Envuelto en esa clase de conjetura intrascendente y vulgar, decidí que, mejor, no voy más al Shopping.

FUENTE
 #287582  por Torneli
 
La carta que nunca te escribí y que nunca te voy a escribir

Muy cansado, de seguir. No te puedo tener, no te voy a tener, me miras y me decís que si, pero nunca empezamos. Me escuchas y me decís que puede ser, te callás y me insinúas que, a lo mejor. Pero nunca empezamos.

Te necesito cerca, toda mi vida esta planeada al lado tuyo, pero mágicamente al lado de nadie más. De quien no debo, no hay dios, no hay nada alrededor, eras vos y nada más.

Esta es la carta que nunca te escribí, y la que quiero que lean todos para que te digan, “es para vos.”

Será si nunca le llega, quiero que la reciba pero que nunca la leas. En realidad no existe Fue la ultima persona que te escucho. Fue la ultima persona que escuchaste, ojala no te enteres nunca.
Es cuando vos miras y te sonreís, es cuando vos respiras y hablas, es cuando no quiero que vengas y venís, es cuando no estas y quiero que estés. Déjame así que al menos juego a estar enamorado.

Larga todo ya, vamos como otras veces, imaginemos ese lugar donde no hace falta más que el beso, y si no podemos comer: moriremos de amor, moriremos de hambre pero con la panza llena de un corazón que no para de crecer, y no tiene más lugar en el pecho. Creo que te abrazaron poco como a mi, y que te besaron menos.

Creo que vos decís lo mismo que yo pero en silencio, tu cara es como la que debe tener Dios, sos todo lo que hace falta, no me hables en plural ni en tercera persona, no me la banco, que tal si probamos con un “yo y tú” o “vos y yo”.

Y si nos toca decirnos todo a la cara, serás inteligente como el mismísimo Dios. Para hacerme desearte tanto.

Lejos del deseo carnal, y cerca de una espiritualidad que no me deja decirte, quiero.

Sos capaz de descifrar esto, si lo lees. No creo que quieras por que seria la ultima decisión que tomaríamos, (después de todo, te invente yo). Es el pelo, es la nariz, es la boca, es el eco, es el viento, es nuestro nido, ese nido que cuando alguien entró, uno se fue, y fuiste vos. Es cuando me decís que no, es cuando extraño tu no, pero no lo podría escuchar si ese no, significara nunca más.

Veo un mar, y una pareja que encuentra calma caminando despacio, como Alfonsina.

Poco a poco el agua llega al cuello como ahora, tenés que sumergirte o salir y tomar aire para regresar, no te pido nada yo respiro con tus pulmones, vos decidís, pero vos no sabes que vos decidís, por que nunca leíste esta carta. Por que camino solo hacia adentro, con el espejismo tuyo al lado.
No lo niegues, a el también le falto que lo abrazaran y que lo besaran más.

Ya nos escapamos una vez, y sentimos miedo, es por eso que no creo que lo volvamos a hacer, es por eso y por que nos va a faltar la otra mitad, la que nos separa, la que nos dijo en algún momento que eso no se hace. Y la que nunca se detuvo a decirte “dale”.

Estas tan lejos, que de solo pensarlo desearía que pases por casa, pero no por la mía, si no por la única.

O vos o yo, sos vos o soy yo, corta vos, no corta vos, no tengo excusa para llamarte, no tengo tema para hablarte y no tengo letras para escribirte.

Tu respiración hace dos cortas y una profunda, eso significa que tenemos que hay que esperar ¿dos vidas más?

Era ese mismo momento cuando todos gritaban que amaban a alguien, cuando vos también lo gritabas, y yo perplejo mirándote, por que gritabas a la persona equivocada, si era esa, justo la que tenias al lado a la que le tenias que gritar. Los colores se redujeron a dos, el grito de “te amo” a uno solo. Las miradas todas a un mismo punto, y no era a mi. Como los odio, ninguno se dio cuenta. Tal vez, me equivoque, hubo alguien que si lo noto, y paso una palmada a mi espalda pero me lo dijo con la mirada justo cuando vos lamentabas que ya no iba a ser lo mismo. Vos quisiste que yo gritara te amo, pero no pudo ser. Tuvimos dos oportunidades para hacerlo pero ellos no quisieron, y tuve que bajar la cabeza y decir “la próxima”, al menos esta me sirvió para aprender, y no te miento: aprendí que estabas al lado, y que estabas mas lejos que nunca, ¿Qué hacia el del otro lado? Si ni siquiera hablaba y seguro que no sabía ni el color de tu remera, aunque era evidente.

El problema era que todos éramos iguales, hijos de la misma madre que nos parió, pero desconocidos hermanos que nos juntábamos solo cuando mamá cumplía años, simpatizábamos por que sabíamos que ella vivía de esa manera, pero yo moría lentamente, por que mama no me importaba y no había lazos de familia entre vos y yo.

Miraste esa película que morían enamorados, me la agradeciste pero nunca la entendiste, y lloraste por que nunca supiste quien te la había recomendado, mi querida Elsa.

No es él, no es ella, no son ustedes, no somos nosotros, no sos vos, soy yo.

Agu manzano
 #292931  por usuario
 
UNA BELLA PELICULA
¿Sobre qué conciencia no pesa un crimen? -preguntó el barón d'Ormesan-. Por mi parte, ya no me tomo la molestia de contarlos. He cometido algunos que me produjeron dinero, y si hoy no soy millonario, debo culpar más bien a mis apetitos que a mis escrúpulos.

En 1901, en unión de unos amigos, fundé la Compañía Internacional Cinematographic, a la que para abreviar llamamos C.I.C. Nuestro propósito era producir una película de gran interés y pasarla luego en los cinematógrafos de las principales ciudades de Europa y América. Nuestro programa estaba bien trazado. Gracias a la indiscreción de uno de los domésticos, pudimos obtener una escena interesantísima que representaba al presidente de la República, en momentos en que se levantaba de la cama. Siguiendo idéntico procedimiento, también logramos la filmación del nacimiento del príncipe de Albania. En otra oportunidad, después de comprar a precio de oro la complicidad de algunos funcionarios del Sultán, pudimos fijar para siempre la impresionante tragedia del gran visir MalekPacha, quien, después de los desgarradores adioses a sus esposas e hijos, bebió, por orden de su amo y señor, el funesto café en la terraza de su residencia de Pera.

Sólo nos faltaba la representación de un crimen. Pero, desdichadamente, no es fácil conocer con anticipación la hora de un atraco y es muy raro que los criminales actúen abiertamente.

Desesperando de lograr por medios lícitos el espectáculo de un atentado, decidimos organizarlo por nuestra cuenta en una casa que alquilamos en Auteuil a esos efectos. Primeramente habíamos pensado contratar actores para un simulacro de ese crimen que nos faltaba, pero, aparte de que con ello hubiésemos engañado a nuestros futuros espectadores al ofrecerles escenas falsas, habituados como estábamos a no cinematografiar más que la realidad, no podíamos satisfacernos con un simple juego teatral por perfecto que fuera. Llegamos así a la conclusión de echar suerte, para establecer quién de entre nosotros debía juramentarse y cometer el crimen que nuestra cámara registraría. Mas ésta fue una perspectiva ingrata para todos. Después de todo, éramos una sociedad constituida por personas de bien y nadie tomaba a broma eso de perder el honor ni aun por fines comerciales.

Una noche decidimos emboscarnos en la esquina de una calle desierta, muy cerca de la villa que alquiláramos. Éramos seis y todos íbamos armados con revólveres. Pasó una pareja: un hombre y una mujer jóvenes, cuya elegancia muy rebuscada nos pareció a propósito para acondicionar los elementos más interesantes de un crimen pasional. Silenciosos, nos abalanzamos sobre la pareja y amordazándolos los condujimos a la casa. Allí los dejamos bajo el cuidado de uno de nuestro grupo, volviendo a nuestra posición. Un señor de patillas blancas vestido con traje de noche apareció en la calle; salimos a su encuentro y lo arrastramos a la casa a pesar de su resistencia. El brillo de nuestros revólveres dio razón de su coraje y de sus gritos.

Nuestro fotógrafo preparó su cámara, iluminó la sala convenientemente y se aprestó a registrar el crimen. Cuatro de los nuestros se colocaron al lado del fotógrafo apuntando con las armas a los cautivos.

La joven pareja estaba todavía desvanecida. Los desvestí con atenciones conmovedoras: despojé a la muchacha de la falda y el corsé, dejando al joven en mangas de camisa. Dirigiéndome al señor de esmoquin, le dije:

-Señor: ni mis amigos ni yo deseamos a usted ningún mal. Pero le exigimos, bajo pena de muerte, que asesine, con este puñal que arrojo a sus pies, a este hombre y a esta mujer. Ante todo, usted tratará de que vuelvan de su desmayo; tenga cuidado que no lo estrangulen. Como están desarmados, no cabe la menor duda de que usted logrará su propósito.

-Señor -repuso cortésmente el futuro asesino- no tengo más remedio que ceder ante la violencia. Usted ha tomado todas las resoluciones y no deseo en lo más mínimo modificar una decisión cuyo motivo no se me aparece claramente; voy a pedirle una gracia, sólo una: permítame cubrirme el rostro.

Nos consultamos y resolvimos que era mejor así, tanto para él como para nosotros. Coloqué sobre la cara del hombre un pañuelo en el que previamente habíamos abierto dos orificios en el lugar de los ojos, y el individuo comenzó su tarea.

Golpeó al joven en las manos. Nuestro aparato fotográfico empezó a funcionar, registrando esta lúgubre escena. Con el puñal dio unos puntazos en el brazo de su víctima. Ésta se puso rápidamente de pie, saltando, con una fuerza duplicada por el espanto, sobre la espalda de su agresor. La muchacha volvió en sí de su desvanecimiento y acudió en socorro de su amigo. Fue la primera en caer, herida en el corazón. Luego la escena se concentró en el joven, que se abatió de una herida en la garganta. El asesino hizo las cosas bien. El pañuelo que cubría su rostro no se había movido durante la lucha, y lo conservó puesto todo el tiempo que la cámara funcionó.

-¿Están ustedes conformes? -nos preguntó-. ¿Puedo ahora arreglarme un poco?

Lo felicitamos por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose luego el traje. Inmediatamente, la cámara se detuvo.
 #294574  por usuario
 
CONTRATURISMO , por Podeti.
Turismo Alternativo, Turismo Aventura, Turismo Spa, Turismo Dodecafónico de Fractales Invertidos: Todas alternativas al clásico y sufrido turista tradicional, esa figura arquetípica que viaja a playas atestadas de gente, concurre al Bingo todas las noches y se atiborra de cornalitos y rabas fritas.

Alternativas que, además, ya han llegado a su punto de saturación. Hoy es difícil encontrar una persona que no haya decidido pasar sus vacaciones en “una playa re copada en Uruguay que no hay nadie y no tenés electricidad” o que hyaya decidido “recorrer el país a dedo, para conmocer la Argentina Real”. Según la Cámara Argentina de Turismo Alternativo, las playas solitarias donde no hay electricidad ni nada hoy en día reciben la llegada de 300.000 turistas por día, mientras que los viajeros “a dedo” superan en 200 veces la cantidad de automóviles circulantes, lo que hace difícil la logística de este tipo de viaje; y los hospedajes no tradicionales, como monasterios de la Provincia o casas de familia en un pueblito del Sur de Chile se han visto obligados a emprender importantes reformas edilicias, llegando a contar la casita de madera de la Sra. Jocelyne Barros Avendaño (una ex profesora de castellano de Castro, Chiloé) con unos veinte pisos de altura y más de 300 empleados.

Por eso es que los amantes del turismo alternativo están regresando al “Turismo Marplatense” (llamado también “Turismo Contraalternativo”) que cultivaban las viejas generaciones, incluso a pesar de que la ciudad de Mar del Plata fue tragada por el Mar Argentino debido al calentamiento global hace ya unos doce años (las imágenes de esta ciudad que vemos en televisión hoy en día son trucadas). Para poder acceder a este servicio no hay más que contratar los servicios de “Virtual Marpla”, la agencia turística más importante dedicada a este rubro.

Es junto a Erika, una joven diseñadora de macetas con venecita a la que le va relativamente bien y que a lo largo de sus jóvenes 26 años sólo ha conocido del turismo en playas sin electricidad (“Y, está re bueno, te re desestresás y te re desconectás”, me explica con una voz entre aniñada y nasal) que emprendemos la experiencia. La primer parada es, precisamente, una playa solitaria y alejada de Uruguay, a la que sólo se accede en un tractor; sin embargo, para mantener la ilusión, los eficientes técnicos de “Virtual Marpla” lo han “tuneado” como una Chevrolet Rural del año ’78, en la que viaja, además de nosotros, un grupo de actores que interpretan diferentes papeles: una esposa insatisfecha, una suegra de mal carácter, un suegro que habla en cocoliche, un cuñado holgazán y amante del Hipódromo, una hija liogera de cascos y su novio cabecita fresca y cuatro niños hiperactivos (se trata, en realidad, de enanos cocainómanos, se explica en el folleto de la Agencia, que evita de este modo violar las leyes contra el trabajo infantil) que gritan “¿Cuándo llegamos?” cada dos minutos.

A pesar de que el viaje desde la ciudad más cercana dura unos cuarenta minutos, el tractor está calibrado de tal forma -mediante unas barras de hierro atrancando las ruedas- que se tarda unas siete horas, incluido un embotellamiento de unas tres horitas (con la ayuda de automóviles provistos por la agencia, traídos hasta la zona con helicópteros). La calefacción al máximo y las ventanas herméticamente cerradas ayudan a completar la ilusión, ya que alrededor sopla (me contaron) una acariciante brisa marítima.

Una vez en la playa de arenas blancas y mar transparente (cubierta de arena amarilla y granulosa traída desde la costa Atlántica –o tal vez polenta-, y rodeada de unos gigantescos muros de acrílico transparente color ámbar para amarronar el océano), se nos entrega el equipo reglamentario, consitente en una sombrilla, un heladerito con sánguches de milanesa, varias bolsas con gaseosas, una radio donde se escucha el partido a todo volumen, un par de “best sellers” y cuatro o cinco reposeras, que debemos llevar por nuestra cuenta mientras las actrices que interpretan a las arpías de nuestras mujeres (hablo en plural porque Erika también cuenta con la suya, en versión lesbiana) nos recrimina cosas y nuestros cuñados nos piden plata para el Bingo (“Tengo una buena racha, cuñadito”).

Una vez que llegamos a un rincón especialmente horrible de la atestada playa (ignoramos si el resto de los turistas son los que atestan las playas solitarias sin electricidad o se trata de “extras” contratados por la Agencia), que a Erika le parece “súper copado y re pro”, intentamos armar la sombrilla –oxidada artificialmente- mientras somos acribillados por pelotazos, tejos, frisbees y aviones de telgopor que nos arrojan perticipantes de los Juegos Olímpicos contratados especialmente, mientras que los enanos cocainómanos nos reclaman con una voz muy chillona que les compremos diferentes productos, todos de precios exorbitantes (sobrevalorados por la Agencia mediante un sistema de triangulación con la bolsa neoyorquina).

La experiencia está siendo ampliamente satisfactoria, tan satisfactoria que buscamos al coordinador de nuestro grupo para sugerirle darla por terminada. No lo encontramos, porque aparentemente está mezclado con el resto de los actores, para llevar la ilusión a sus últimas consecuencias. De modo que tratamos de sentarnos bajo la sombrilla mientras nuestras suegras nos dicen “hágame lugar, inútil”. Luego de hacerle lugar, nos vemos obligados a permanecer al descubierto, bajo el sol ardiente. Se trata, en realidad, de una lámpara solar al máximo, ya que el auténtico sol de la solitaria playa uruguaya, debido a la inclinación de Uruguay en la esfera terrestre no quema ni causa ninguna enfermedad; por el contrario, dicen que rejuvenece y tonifica la piel, casi como una inyección de colágeno. Sin embargo, estas lámparas (rezago de un Centro de Interrogatorios camboyano y prohibidas por la Convención de Ginebra) nos ponen la espalda al rojo vivo en un par de minutos (lo que a Erika le parece “súper doloroso y re desagradable”).

Luego de contemplar un rato, sin mucho entusiasmo, al resto de los turistas, que cumplen bodriamente con todos y cada uno de los estereotipos del imaginario popular (la Agencia, me dicen, ha contratado los servicios de los publicitarios de Quilmes; incluso hay un par de “cameos” de panelistas de la tele), nos dirigimos hacia la orilla. Nos damos un chapuzón en el mar, enfriado artificialmente gracias a un iceberg y luego de unos veinticinco minutos logramos que el cuerpo se acostumbre. Y cuando la estamos empezando a pasar bien, nuestras suegras nos avisan “Vamos a almorzar, inútil” (tengo que admitir que la suegra de Erika utiliza un tono aún más autoritario). El recogimiento de todos nuestros objetos, algunos completamente inútiles –los sánguches de milanesa han resultado ser de utilería, lo que justifica argumentalmente nuestra salida de la playa- llegamos hasta un monstruoso comedero instalado sobre la Rambla, donde somos obligados a trasegar pilas de medio metro de altura de cornalitos fritos, entre gritos en cocoliche y arena.

Así han transcurrido varios meses, que oscilan entre parvas de cornalitos, carga de objetos y lamparazos. Para completar la ilusión, supongo, –no es que me lo haya propuesto- he engordado treinta kilos, envejecido veinte años y tengo la totalidad de la piel cubierta de ampollas. De lo que era mi abundante cabellera quedan un par de cortinitas a los costaditos, que dan marco a mi cabeza roja e hinchada. He adquirido algunos vicios desagradables, como agarrarme la cabeza y mirar a una cámara imaginaria diciendo “uy uy uy, mamita, qué camionazooooo” cada vez que veo una chica vistosa en la playa. Cuando lo hago se escucha una música graciosa emitida por unos altoparlantes.

Es hora de ir a darnos una ducha y sacarnos las conchillas marinas de la ingle porque a la noche debemos ver una obra con Carmen Barbieri. No sabemos muy bien a quién dirigirnos para dar por terminado el “tour”, ya que la Agencia ha decidido llevar su pantomima hasta las últimas consecuencias.

Lo más que he podido hacer fue derivarle, mediante engaños, a un par de enanos cocainómanos a la familia artificial de mi compañera Erika -a quien observo sumamente deteriorada. De hecho ya ha reemplazado el lenguaje de Palermo que la caracterizaba por la ronca efusión de puteadas constantes y amargas. Sólo parece recordar su vida pasada cada tanto, diciendo “esto no está bueno, esto no está bueno”.
 #294575  por usuario
 
JURAMENTO
(Nuestras cámaras espían el juramento presidencial de Barack Hussein Obama, cuando se equivocó y tuvo que jurar de nuevo porque sino como que no era Presidente y reinaba la Anarquía. John Roberts, Presidente de la Suprema Corte de la Justicia, le toma juramento a Obama sobre la Biblia de Abraham Lincoln)

OBAMA: “Yo, Barack Hussein Obama, juro solemnemente que cumpliré las funciones de presidente de Estados Unidos fielmente y, en la medida de mis posibilidades, salvaguardar, proteger y defender la Constitución de Estados Unidos.”
JOHN ROBERTS: ¡Listo! Puede SER PRESIDENTE apartir de ahora.

(Ovación. Obama y su esposa se besan)

JOHN ROBERTS:¿Qué tenemos que hacer, Sr. Presidente?
OBAMA: Bueno, COMO SOY RE COPADO (no como el otro) mis primeras medidas serán retirar el ejército de Irak, cerrar Guantánamo, condonar la deuda de todos los países del tercer mundo y poner los MEDIOS DE PRODUCCIÓN en manos del PROLETARIADO.

(Otra ovación. Cientos de norteamericanos presentan gritan “¡Viva el Marxismo Leninismo!”. Se acerca un general norteamericano y le hace la venia)

GENERAL: Señor, sólo dé la orden y enviaré las BULLDOZERS para que DEMUELAN WALL STREET.
OBAMA: ¿Por qué esperar? ¡Vaya, General, vaya! ¡Que no quede un ladrillo sano de esa cueva de ladrones!

(Otra ovación. Tímidamente, Greg Craig, el máximo asesor legal de Wshington levanta la mano)

GREG CRAIG: Este... Señor, hay un problema.
OBAMA: ¿Qué pasa?
GREG CRAIG: Me temo que el juramento no ha sido correctamente pronunciado.
OBAMA: ¡Ah!
GREG CRAIG: Dijo “cumpliré las funciones de presidente de Estados Unidos fielmente” y en realidad es “fielmente cumpliré las funciones de presidente de Estados Unidos”.
OBAMA: ¿Ah, sí?
GREG CRAIG: Habría que decirlo de nuevo, porque sino es como que no es Presidente de verdad y después podemos tener unos re quilombos legales.
LA MUJER DE OBAMA: Pero qué boludez. Suena mejor como lo dijo él.
GREG CRAIG: (Se pone colorado) Disculpe, Señora, pero la Ley es la ley, yo no me la inventé, es así, si andamos saltándonos por encima de la Ley esto seria la Ley de la Selva!
OBAMA: (Sonríe y toma a su esposa de las manos) Gracias por tu devoción, querida, pero no es necesaria. Diré de nuevo el juramento, total se hace en un pedo.
LA MUJER DE OBAMA: Pero, ¿y los civiles amenazados en Irak? ¿Y los presos de Guantánamo?
OBAMA: Bueno, que esperen un poquito. (Carraspea) “Yo, Barack Hussein Obama, juro solemnemente que fielmente cumpliré las funciones de presidente de Estados Unidos y, en la medida de mis posibilidades, salvaguardar, proteger y defender la Constitución de Estados Unidos.” Ahora estuve bien, ¿no?
GREG CRAIG: Esteeeee... No, no, se olvidó de levantar la mano y apoyar la otra en la Biblia de Abraham Lincoln.
OBAMA: Bueno, pero eso ya lo hice la otra vez.
GREG CRAIG: No quiero ser un plomo, Señor, pero así es el juramento. Aparte queda medio feo que lo haya hecho con las manos en los bolsillos.
OBAMA: (Suspira y se pone en una posición reglamentaria) Bueno, bueno. La tercera es la vencida: “Yo, Barack Hussein Obama, juro solemnemente que cumpliré las funciones de presidente de Estados Unidos fielmente y, en la medida de mis posibilidades, salvaguardar, proteger y defender la Constitución de Estados Unidos.”
GREG CRAIG: ¡Lo dijo de nuevo como la primera vez!

(Obama agita la cabeza como Shemp, y unos mechones le caen –misteriosamente, ya que tiene el pelo muy cortito- sobre la frente. Se genera un murmullo de desconcierto entre el público presente)

OBAMA: Tranquilos, tranquilos. No nos pongamos nerviosos.
GREG CRAIG: Usted puede hacerlo, Señor. Tenemos todo el tiempo del mundo.
LA MUJER DE OBAMA: No tanto, no tanto, pensá en los presos de Guantánamo, querido.
OBAMA: (La mira disgustado) Bueno, no me presiones. (Se pone en posición) “Yo, Barack Hussein Obama, juro solemnemente que cumpliré fielmente las...”
GREG CRAIG: ¡No! Perdone, Señor, es “juro solemenemente que fielmente”.
OBAMA: ¿Pero no es medio cacofónico? “Solemenemente que fielmente”
GREG CRAIG: ¡Es así, Señor! ¡No importa la estética! ¡Yo no lo inventé!
OBAMA: “Yo, Barack Hussein Obama, juro fielmente que...”
GREG CRAIG: ¡No!
LA MUJER DE OBAMA: ¡Media pila, Barack, concetrate!
OBAMA: (Nervioso) “Yo, Barack Hussein Obama, juro solemnemente que fielmente cumpliré fielment...” No, no es así. “Yo, Barack Hussein Obama, juro solemnemente que finalmente...” No, finalmente no, ¡Qué tonto! (Se pone medio rojo. Empieza a sudar profusamente) “Yo, Barack Hussein Obama, juro fielmente que solemenemen...” No. “Yo, Barack Hussein Obama, juro solemnemente que filelement...” No, “que filtemente” No, “que lielflelminte”. No. A ver.

(Todos a su alrededor resoplan y miran para otro lado, con cara de “uy, mamita querida”. Barack Obama cierra los ojos y se frota el entrecejo, como haciendo unos ejercicios de relajación)

OBAMA: “Yo, Farrack Bobam..” No, “Yo, Brarack...” ¡No! “Bo, Yarback Fofamba furo folemnement que...” No. “Yo, Bamback...”

(Aparece el SECRETARIO DE ESTADO, desesperadísimo)

SECRETARIO DE ESTADO: ¡Señor, señor, los rusos han decidido reanudar la Guerra Fría y han lanzado un Misil sobre nosotros! ¡Debe activar el Súper Escudo Protector de Estados Unidos que hace explotar el Misil en el aire, convirtiéndolo en cenizas que se desintegran antes de llegar al suelo! Se activa con la Huella Digital del Pulgar del Presidente, así que sólo Ud. puede hacerlo.
OBAMA: ¡Bueno, vamos!
GREG CRAIG: ¡No, no puede! ¡Todavía no es Presidente!

(Todos se agarran la cabeza y entran estado de histeria)

OBAMA: (Desesperado) “Yo, Bacack Forrama, suro”, no, “Yo, Baraccacacacacacacacacaccacccacaacaa”, “Yo, Baca jurama”, “Yo, Obo Brackama”, “No, Pcka pcaa packacka” ¡No! (Se clava las uñas en los cachetes, furioso consigo mismo, con su vida con sus padres por no haberle dado clases de declamación) ¡Arrghhhhhh!!!!! (toma aire y grita, tratando de que la furia lo ayude a que le salga bien). ¡“Frofro, packako mama pluto moplentamente que felelflelmenflelemene plimiré las naciones de fresifrente de plos Pestapos Punchidos y, en la metira de mis localidades salchavargachargar, prporrerer y fenderfender la Ponmmspitucacifalión de Prestados Umbligos”! (Histérico) ¡Aaaaaaaaagrrrhagrhhhrgrragrrrhhh!
SECRETARIO DE ESTADO: ¡Señor, el Misil está sobre nosotros!
OBAMA: ¡Es que no puedo, no puedo, no puedo!
SECRETARIO DE ESTADO: (lo abofetea varias veces) ¡Sea un hombre, Señor!

(Obama llora y respira hondo. Vuelve a ponerse en posición y, muy lentamente, comienza a recitar. Todos escuchan, pendientes de cada una de sus palabras)

OBAMA: “Yo... Barack Hussein... Obama... juro solemnemente que... (respira hondo) fielmente...

(A su alrededor empiezan a formarse algunas sonrisas de esperanza. La mujer de Obama tiene los ojos húmedos, llena de Fe y Amor por su marido)

OBAMA: ...cumpliré las funciones... de presidente de Estados Unidos y... (va tomando fuerza) en la medida de mis posibilidades... salvaguardar, proteger y...

(Obama empieza a erguirse, recuperando su dignidad. Su rostro está surcado de arrugas y cicatrices. Parece diez años más viejo, pero exuda una nueva confianza en sí mismo y la fuerza de quien ha atravesado momentos difíciles y los está sorteando con gracia. De algún modo recuerda a un Abraham Lincoln negro. O tal vez a un Clint Eastwood negro, o a un Bruce Willis negro. O a un Morgan Freeman blanco. No sé. En todo caso recuerda a alguien re groso, sin esa sonrisita Kolynos que lo caracteriza)

OBAMA: ...defender la Constitución... de Estados Unidos!!! ¡Ea!”

(Todos están a punto de aplaudir, pero se quedan con la sonrisa congelada. Miran a Greg Craig.)

OBAMA: Este... ¿Ya está?
GREG CRAIG: Eh... No... Lo de “Ea” no va.

(Todos vuelven a agarrarse la cabeza. Obama se derrumba)

GREG CRAIG: ¡Pero el resto estuvo muy bien, estuvo muy bien! ¡Yo creo que una más y lo tenemos, está ahí, está ahí!
SECRETARIO DE ESTADO: ¡No podemos arriesgarnos, en cuarenta segundos estallará el misil! La única solución es que George W. Bush reasuma como presidente por cuatro años más!
GEORGE W. BUSH: Ocho.
SECRETARIO DE ESTADO: ¡Bueno, ocho!
LA MUJER DE OBAMA: ¡Qué!!!
OBAMA: (Indignado) Ah, qué ¿y eso sí es constitucional???
GREG CRAIG: ¡Sí, Señor, hay una ENMIENDA ESPECIAL para estos casos de emergencia!
OBAMA: (Re caliente) ¡Bueno, pero que haga el juramento, que haga el juramento! ¿A ver cómo hace el juramento?
GEORGE W. BUSH: Pan comido, si ya lo hice dos veces: (Se pone en posición) “Yo, George Walker Bush, juro solemnemente que fielmente cumpliré las funciones de presidente de Estados Unidos y, en la medida de mis posibilidades, salvaguardar, proteger y defender la Constitución de Estados Unidos.” Listo.
JOHN ROBERTS: ¡Listo, Calixto, bienvenido nuevamente, Señor! ¿Cuál será su primera medida?
GEORGE W. BUSH: (Sonríe) ¡Por supuesto, lo primero es activar ese dichoso escudo! Tráiganme el aparato.

(Le traen el aparato, Bush apoya el dedo en el lector de huellas mientras saluda cancheramente)

GEORGE W. BUSH: Listo. Y ahora, Barack, quiero que saques tus cosas de mi...
SECRETARIO DE ESTADO: Perdón, Sr. Presidente, ese no es el pulgar, el pulgar es el...

(Esplota todo)
 #297203  por usuario
 
La Muerte está triste

Encargaron una consultoría para mejorar el rendimiento de la Muerte, pues sus metodologías eran antiguas, y llevaban tiempo sin renovarse. Le pidieron que cambiara el vestuario y se encorbatara, que sustituyera la antigua guadaña por un maletín discreto repleto de armas, venenos e ideas dañinas. Instauraron protocolos y procedimientos burocráticos, y la Muerte se iba deprimiendo, sentada en un rincón sin poder matar a nadie porque faltaba un papel, o un permiso, o por no haberlo planificado con tiempo. Pero, no se sabe cómo, a los consultores que llevaban el tema les cayó encima un piano y nadie quiso sustituirles.
 #298015  por usuario
 
APRENDA A LLAMAR A LA POLICIA EN MEXICO

Yo tengo un sueño muy liviano, y en una de esas noches noté que había alguien andando sigilosamente por el jardín de la casa. Me levanté silenciosamente y me quedé siguiendo los leves ruidos que venían de afuera, hasta ver una silueta pasando por la ventana del baño.

Como mi casa es muy segura, con rejas en las ventanas trancas internas en las puertas, no me preocupé demasiado, pero estaba claro que no iba a dejar al ladrón ahí, contemplándolo tranquilamente. Llamé a la policía e informé la situación y di mi dirección.

Me preguntaron si el ladrón estaba armado; de que calibre era el arma si estaba solo etc. o si ya estaba dentro de la casa. Aclaré que no y que de las características del arma no sabia nada, Me dijeron que no había ningún patrullero para ayudar, pero que iban a mandar a alguien en el momento que fuera posible. Que si pasaba algo que volviera a llamar.!!!!!

Un minuto después llamé nuevamente y dije con voz calmada: Hola,hace un rato llamé porque había alguien en mi jardín. No hay necesidad de que se apuren. Yo ya maté al tipo con un tiro de escopeta calibre 12, que tengo guardada para estas situaciones. Y el tiro se lo pegué en la cabeza.!.. le volé la cabeza y ahora sus sesos están regados por el jardín...

Pasados menos de tres minutos, había en mi calle 5 patrulleros de la Policía Federal Preventiva, 2 de la policia municipal; un helicóptero de la PGR ; 1 unidad de bomberos, 2 ambulancia de la Cruz Roja, el Jefe de Manzana, 2 Agentes del Ministerio Público, El director de Averiguaciones Previas de la PJE, 2 patrullas de la AFI, un equipo de reporteros de Televisión; fotógrafos y un grupo de los derechos humanos, que no se perderían esto por nada del mundo.

Ellos agarraron al ladrón in fraganti, quien estaba mirando todo con cara de asombro. Tal vez él ladrón pensó que era la casa del Jefe de Policía.


En medio del tumulto, un Oficial se aproximó y me dijo:

'Creí que había dicho que había matado al ladrón.'

Yo le contesté:

'Creí que me habían dicho que no había nadie disponible!!!!.'
 #298021  por usuario
 
Historias de carreteras.
He pasado decenas de veces con el coche por esa curva, junto al desfiladero, conduciendo solo, recordando siempre la historia que cuentan sobre una chica que hace autostop por las noches, y que acaba resultando ser el fantasma de una joven que se estrelló en esa curva. Pero a mí nunca me ha ocurrido. Siempre que recojo a alguna joven autoestopista, deseo secretamente que la leyenda sea verdad, y ella esté muerta, pero nunca es así. Tras la trivial conversación, siempre he de ser yo quien le muestre mi auténtico rostro, y lance otra vez el coche por el desfiladero.

- Jordi Cebrián
 #299222  por usuario
 
CELEBRACION DE LA FANTASIA.----EDUARDO GALEANO

Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, por que la estaba usando en no sé que aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.

Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón.

Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba mas de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:

-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo

-Y anda bien -le pregunté

-Atrasa un poco -reconoció.
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