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Charlas de café. Hilo social y cualquier tema de interés o entretenimiento.
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RESIGNACION.----E. GALEANO.

En una biblioteca universitaria de Estados Unidos, me enteré de que yo era autor del prólogo de un libro de Nahuel Maciel, publicado en Buenos Aires por las ediciones El Cronista. Como nunca escribo prólogos, el asunto me llamó la atención. El prólogo, firmado por Eduardo Galeano "en Montevideo, a los 76 días de 1992", comienza advirtiendo que "es tarea y es propio de los maestros prologar las obras de sus discípulos, pero lo cierto es que no considero a este joven periodista como un discípulo, puesto que casi siempre es él quien me enseña". Y a continuación, el enseñante enseñado descerraja varias páginas de elogios en un estilo inflado por las citas ilustres y el noble sentido de la gratitud.

Aunque ya había pasado algún tiempo desde la publicación, decidí recurrir a la justicia. Por intermedio del doctor Finkelberg, que tiene experiencia en estos menesteres, hice la denuncia penal en Buenos Aires. Yo pensaba que el sentido común tenía algo que ver con el derecho, pero los representantes de la ley me sacaron amablemente del error: el fiscal, doctor Ballestreros, consideró que ese prólogo no contituye propiedad literaria digna de protección, puesto que yo nunca lo escribí, y el juez, doctor Calvete, puso punto final al malentendido al esablecer que no existe defraudación por cuanto el prólogo no perjudica mi patrimonio.

Mi buena educación me impide recurrir a la ley del Talión, ojo por ojo, diente por diente, prólogo por prólogo, y me obliga a aceptar un veredicto que consagra, una vez más, la impunidad de los caraduras. Por respeto a la justicia, tendré que resignarme. Haré todo lo posible por creer que ese prólogo me pertenece y hasta quizás, con los años, podré empezar a quererlo. No será facil, porque es horroroso. Pero uno se acostumbra.

Ya me había pasado algo parecido con la Enciclopedia Larousse. Allí figuro con una fecha de nacimiento, 1920, que me agrega veinte años de vida. Pedí que corrigieran la errata. En una edición posterior, me hicieron una rebajita, y pasé a nacer en 1924. Mi papá, mi mamá y mis documentos aseguran que yo nací en 1940, pero es tanto mi respeto por la Larousse que desde hace algún tiempo estoy sintiendo los achaques de la edad que me atribuye.
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VERSOS SUICIDAS.

Cuando llegó la Policía la casa estaba intacta, era muy fácil advertirlo. Tan sólo él; tirado en el suelo, con aquel cuhcillo atravesando la parte superior izquierda de su pecho y aquella nota que descansaba a su lado, (posiblemente una nota de suicidio, intuía ya el inspector) rompían la armonía y el sofisticado estar de cada uno de los objetos del apartamento.
Al fin y al cabo, no era tan raro. ¿Qué se podía esperar del hogar de ese pulcro (de textos) y famosísimo escritor que era Julián Monteacaso Díaz? Si se dijo que sus obras rozaban la perfección, ¿cómo no iba a ocurrir lo mismo con el nido donde incubaba todas aquellas maravillas literarias?...

Ni siquiera, lo otro, parecía tan raro....El único desenlace que un escritor no puede arrancar a su pluma, el desenlace final, el de su propia vida, Julián Monteacaso Díaz lo había creado también. ¿Para qué dejarlo en manos de ese narrador/creador omnisciente que anda por ahí?

Él empuñó aquel cuchillo por su mango, azul, mango que era lo único que sobresalía ahora de sus pectorales, y se lo clavó de lleno en el conrazón con ambas manos. Aquella cuartilla que le acompañaba, lejos de ser la hipotética y tópica carta de suicidió, resulto ser un poema. Un poema que no explicaba el motivo de aquel autocastigo o autoliberación tan severa, ni daba el mínimo indició de cuál podría ser la desgracia de ese hombre de renombre; pero que sin dudarlo, era el poema más intensamente bello, delicado; la obra más dulce, sincera y sentida que Julián había hecho jamás. (Incluso muchos infelices quisieron creer que se suicidó porque tras escribirlo se dio cuenta que nunca, en el resto de su vida, podría superarlo)

"Se marchó dejándonos su inmenso alma en un pequeño trozo de papel" sentenciaban mucho periódicos al día siguiente...

-"Dichoso poema...en mala hora..."-mascullaba y lloraba su esposa, con esas letras malditas entre sus dedos, días después del incidente. "Dichoso...y, no quiero ya ni pensar si alguien se hubiese parado a cotejar si ésta es en realidad la letra de Julián" -barruntaba- "...Porque se habrían dado cuenta que no es su caligrafía, que estas letras y este poema no le pertenecen a él..., sino a mí. Ya sabía yo que acabaría sucediendo, tanto tiempo escondido...un día tenía que encontrarlo...pero siempre he sido incapaz destruirlo..."-se lamentaba.

Y, de ese modo, un día, en su casa,el prestigioso literato, el héroe, el que siempre había sido el culto con éxito social, con una esposa que vivía a su sombra y servicio, encontró, por casualidad, un papel. Un papel con unos versos infinitamente mejores a los que él había sido capaz de crear en toda su carrera.
Al instante reconoció la letra. Su alma se partió en mil pedazos. La autora era su esposa...En lo que alguien toma una bocanada de aire, Julian Monteacaso, "el gran escritor", gozó, primero y sufrió después, en sus carnes, la contundente revelación de que su mujer era mejor escritora que él. Ella había recibido el don de la palabra, y a él, simplemente le habían regalado demasiados bolígrafos y papeles en blanco durante su infancia...
Entonces llegaron esas preguntas que acechan todas a la vez, viajando en vagones de feria, que ni van, ni nos conducen a ninguna lugar:
"¿Por qué nunca me dijo que sabía escribir y que lo hacía de esa manera tan deliciosa? ¿Cómo no me pude dar yo cuenta? ¿Para qué sirvo yo ahora que sé que la única habilidad que he cultivado y he creído poseer toda la vida me es arrebatada por ella? ¿Cómo habrá tolerado veinte años haciendo el ridículo papel de acompañante, del que simplemente tiene que "estar" , sin "ser" nada; si ella, en realidad "es", y mucho más que yo? ¿y si la gente se enterara? Debería haber sido yo el que estaba a su sombra...y, ¿cómo un sólo poema?, ¿por qué uno sólo? ¿Los destruiría para que yo no los viese?o ¿no creo más por no destruieme...? ¿Podría haber hecho tal sacrificio por mí? Soy un monstruo..."
Una revelación atroz acompañada de mil preguntas sin respuesta: eso era el abismo. Para cuando se dio cuenta ya tenía el cuchillo en sus manos así que, sólo pudo, mientras las últimas gotas de amargor inundaban su cuerpo, sujetarlo fuertemente...y FUSIONAR FILO Y CORAZÓN.
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Respecto de lo posteado anteriormente "RESIGNACION", de E. Galeano, transcribo un resumen de los hechos.

Inventando a Gabo
Por Mario Diament
Una carta del escritor uruguayo Eduardo Galeano, publicada en el diario argentino Página/12 el 27 de diciembre pasado, terminó por confirmar definitivamente uno de los embustes literarios más fascinantes de la memoria reciente. "En una biblioteca universitaria de los Estados Unidos, me enteré de que yo era autor del prólogo de un libro de Nahuel Maciel, publicado en Buenos Aires por las ediciones de El Cronista. Como nunca escribo prólogos, el asunto me llamó la atención", escribe Galeano.

El prólogo al que alude Galeano pertenece al libro "El elogio de la utopía –Una entrevista con Gabriel García Márquez–", de Nahuel Maciel, publicado por ediciones El Cronista en marzo de 1992 y presentado con gran alharaca en la Feria del Libro de Buenos Aires, en abril de ese mismo año. A pocos meses de su lanzamiento, el libro debió ser retirado subrepticiamente de la venta cuando se estableció que las introducciones de Nahuel Maciel a cada uno de los 12 capítulos fueron plagiadas palabra por palabra del libro "Prior de la Ciudad de los Toldos", escrito por el sacerdote Mamerto Menapace. La única contribución de Maciel a estos prefacios supuestamente personales, consistió en reemplazar la palabra "Dios" por la palabra "utopía" ante cada ocurrencia.

La carta de Galeano, si no confirma, por lo menos agiganta las sospechas de que el diálogo entre Nahuel Maciel y García Márquez es una prodigiosa invención del primero. El que su autenticidad no haya sido establecida fehacientemente en su momento, cuando aparecieron las primeras evidencias de plagio, se debió al lógico temor de los responsables de la editorial de que una investigación exhaustiva del origen de los textos hubiera provocado un costoso juicio con una figura literaria de proporciones. Como, de todas maneras, el libro fue retirado de circulación, y la edición, quemada ante escribano público, se consideró esta una medida terminal y suficiente.

Los pocos ejemplares que sobreviven duermen quién sabe en qué bibliotecas de Estados Unidos y el resto del mundo, y no hay que descartar que algún futuro académico se valga alguna vez de estos textos apócrifos para desarrollar alguna novedosa teoría sobre el pensamiento del autor de "Cien años de soledad".

Las circunstancias que posibilitaron este fantástico fraude deben buscarse en la madeja de códigos implícitos y supuestos que prevalecen en el mundillo periodístico y literario, donde que un fulano venga recomendado por tal o cual personaje de peso equivale a una prueba de legitimidad. Por otra parte, el origen de Maciel, su condición de mapuche apadrinado por figuras preeminentes, hacían que sus historias y sus logros periodísticos resultaran verosímiles.

Con todo, vale preguntarse cómo es posible publicar un libro con textos apócrifos de Galeano y García Márquez en una ciudad como Buenos Aires y pasar inadvertido. Que Nahuel Maciel (suponiendo que este sea su verdadero nombre) lo haya hecho, dice tanto acerca de su conspicuo caradurismo como de la indiferencia de aquellos encargados de vigilar los intereses del premio Nobel de Literatura colombiano. Después de todo, el libro no circuló en una edición clandestina, sino que, hasta el momento en que fue retirado de la venta, fue profusamente expuesto en las librerías, favorablemente criticado en los diarios y promocionado semana tras semana en las páginas de El Cronista Cultural, que en ese momento era uno de los suplementos literarios más leídos y prestigiosos de la Argentina. Ni Editorial Sudamericana, que publica habitualmente las obras de García Márquez, ni la temible Carmen Balcells, su agente (ni, por lo visto, García Márquez), disputaron la verosimilitud de este libro o mostraron curiosidad de inquirir acerca de las circunstancias de su publicación.

La gran ironía del caso es que la de Nahuel Maciel es en sí misma una historia tal vez más cercana al universo de Borges que al de Gabo. Su mayor mérito consistió en hacer transitar sus invenciones sobre una inquietante frontera de credibilidad, amparada por su pertenencia a una cultura avasallada, que hacía que las dudas acerca de su legitimidad, que siempre existieron, se convirtieran, de hecho, en altos culposos.

Maná del cielo

Hay gente que parece dotada de un asombroso sentido de la oportunidad, y Nahuel Maciel es, sin duda, uno de ellos. Apareció por la redacción del diario El Cronista una mañana de fines de 1991, justo en momentos en que Silvia Hopenhayn, editora del suplemento El Cronista Cultural, lidiaba con un cierre catastrófico donde acababa de caerse la historia principal.

El hombrecillo que se aproximó a su escritorio con extrema humildad, tenía algo más de 30 años. Era de baja estatura, cuerpo enjuto y una mirada inocente enmarcada entre rabiosos mechones de pelo lacio y una barba intensamente negra. Traía, según dijo, una recomendación de Eduardo Galeano y otra del escritor Oscar Tafetani, de la revista El Porteño, y se presentó como un indio mapuche que había escrito artículos para Le Monde, de París y el National Geographic, algunas de cuyas fotocopias traía consigo para probarlo. Venía a ofrecer –dijo– una entrevista con Mario Vargas Llosa que había realizado vía fax, lo cual, para una editora que acaba de ver pulverizarse la nota principal del suplemento, caía como maná del cielo.

Hopenhayn vino a verme a mi oficina a proponerme la nota. Mi primera reacción fue, obviamente, de asombro. ¿Un indio mapuche que hace entrevistas por fax? El concepto no podía resultar más fascinante. Tenía ese contraste que tanto nos seduce a los periodistas: esa mezcla del mundo primitivo y la hipercivilización. Le pedía a Silvia que me trajera los originales del fax, cosa que hizo, y se asegurase de que las referencias fueran verdaderas. Hopenhayn no logró hablar con Galeano pero sí se comunicó con Tafetani, quien dijo conocer a Maciel y confirmó que se trataba de alguien con legítimos antecedentes periodísticos. Ahí estaban, por otra parte, las fotocopias de sus notas en Le Monde. Con estos elementos, tomamos la decisión de publicar la entrevista.

No conocí a Maciel, sino hasta tiempo después cuando reapareció con su aspecto impasible, masticando las puntas del bigote que le caían sobre el labio, esta vez para ofrecer una entrevista con García Márquez, hecha también vía fax. Tenía los originales presuntamente firmados por "Gabo", y todo parecía normal (no era difícil que García Márquez hubiera sucumbido igualmente a la seducción de un mapuche patagónico, amigo de Galeano, que proponía entrevistarlo por fax), de modo que no hubo inconveniente en autorizar su publicación. Si bien la entrevista era una extensa y a menudo fatigante discusión sobre la utopía (su pesadez era fácilmente atribuible al engorroso mecanismo de enviar preguntas y recibir respuestas vía fax), sus méritos sobrepasaban sus imperfecciones.

Las venas abiertas

Invité a Nahuel a almorzar, y nos fuimos a una parrilla cerca de la redacción. Mi primera impresión fue la de un tipo apocado y retraído. Trasuntaba esa resignada y casi condescendiente actitud que los pueblos indígenas asumen frente a la ceguera cultural de los europeos. Salpicaba su conversación de frecuentes referencias a la cultura mapuche, diciendo cosas como "los mapuches llamamos al viento ‘kerruf’, que significa paisaje que anda", o "cuando una persona logra comunicarse con otra más allá de las palabras, cuando se logra conversar con las manos y escuchar con los ojos, le decimos ‘huerque’, es decir, mensaje", en un tono altamente exótico y misterioso.

Le pregunté por su historia personal y me dijo que, en realidad, él no era mapuche puro, sino que había sido criado por mapuches de la Patagonia. (Al periodista Orlando Barone, quien entonces dirigía el periódico Extra, publicado por la misma editorial, le contó que su madre había sido violada.) Había crecido con ellos y luego se recibió de maestro y se dedicó a enseñar en las comunidades indígenas del sur argentino. Cuando le pregunté cómo había conocido a Galeano, me respondió que porque había traducido al mapuche algunos capítulos de "Las venas abiertas de América Latina".

El reportaje a García Márquez fue publicado en la tapa de El Cronista Cultural, con una estupenda ilustración del dibujante Perrone. Era bastante largo y hubo que hacerle numerosos cortes. Mientras revisaba los cromalines, le dije a Silvia que, de haber sido un poco más extenso, habríamos podido hacer un libro con esa entrevista, y Nahuel, que oyó el comentario, aseguró que podría intentar volver a hablar con García Márquez para ampliarlo.

La gran fiesta

Nos olvidamos del asunto hasta que Nahuel reapareció, días después, con un reportaje sobre Carl Sagan, el autor de "Cosmos", y comentando entusiasmado que García Márquez había aceptado ampliar el diálogo y estaba de acuerdo en que se publicara en forma de libro. Galeano, aseguró también, se había comprometido a escribir el prólogo.

Para una editorial que hasta entonces se había especializado en libros económicos y que ahora se disponía a incursionar en el mercado literario, empezar con un libro de conversaciones con Gabriel García Márquez resultaba de una súbita bonanza, de modo que no fue difícil convencer a los responsables de publicar el libro. Como la autoría pertenecía a Maciel, quien asumía toda la responsabilidad, no fue necesario, al parecer, recabar el permiso de García Márquez. El manuscrito se completó a fines de enero y entró a imprenta inmediatamente, con la idea de lanzarlo durante la Feria del Libro.

La noche de su presentación, la sala principal del Centro Municipal de Exposiciones estuvo colmada con cerca de 500 personas, incluyendo algunos de los nombres más visibles del mundo literario porteño. Nahuel leyó una carta que dijo haber recibido de García Márquez, donde Gabo aludía a una cruz indígena que guardaba de su madre y la comparaba con el espíritu de amistad que lo había unido a Nahuel.

No pude asistir a la presentación, pero pregunté al siguiente día cómo había salido todo y si Galeano había estado presente, y todo el mundo me aseguró que sí. (Tiempo más tarde cuando, ante la evidencia de fraude, volví a preguntar a algunos de los que asistieron a la presentación si efectivamente habían visto a Galeano, nadie pudo corroborarlo. Todos insistieron en que "alguien dijo haberlo visto", lo cual hace suponer que quien hizo correr la versión fue el propio Nahuel.) Orlando Barone, cuya novela "La locomotora de fuego" se presentó en esa misma ocasión, me comentó que había conocido a la madre de Nahuel en el acto.

"¿Qué aspecto tiene?", pregunté.

"¡Parece una pituca del barrio norte!", me dijo Barone.

En las alturas

Para entonces, la presencia de Nahuel en El Cronista comenzó a hacerse familiar. Su antigua inhibición había sido reemplazada por un aire de placidez intelectual sazonada con esa certeza que trasuntan quienes han bebido la sabiduría de los pueblos antiguos. Había sido invitado a dar una clase magistral en la Universidad de La Plata y había iniciado paralelamente una carrera amatoria bastante prolífica (a juzgar por los comentarios), que no excluyó a algunas de sus compañeras de la redacción.

Los veteranos de la redacción comenzaron a hacer alusiones a su mitomanía; pero, como esta suele ser una reacción común en las redacciones frente a quienes se aventuran a hacer cosas novedosas y como los comentarios destilaban, además, un inconfundible olorcito a racismo, respondía diciendo que si alguien tenía pruebas concretas, que las trajera.

Entre la competencia –los reponsables de los suplementos literarios de Clarín y Página/12– sus columnas se leían con una mezcla de envidia y sospecha, pero nadie se aventuró nunca a afirmar abiertamente que lo que publicaba Maciel fuera plagiado o apócrifo.

Cada tanto se le veía conversar con grupos indígenas que aparecían misteriosamente por la redacción, incluyendo una delegación de Suiza que auspiciaba el premio Nobel de la Paz para Rigoberta Menchú.

Signos preocupantes

Dos nuevos hechos acrecentaron mi inquietud. Silvia Hopenhayn me vino a hablar un día, alarmada, para contarme que Maciel le había propuesto que escribieran juntos una nota sobre la isla Martín García para el National Geographic, y, cuando llegó el momento de concretarla, resultó que los presuntos contactos con la revista norteamericana no existían. Y una tarde, Nahuel se me acercó en la redacción para preguntarme si me interesaba una entrevista con el premio Nobel israelí S. I. Agnon.

"¿El quiere hacerla?", le pregunté.

"Bueno, se puede intentar", me respondió, masticando su bigote como solía hacerlo.

"Tengo buenos contactos".

"Tienen que ser muy buenos", le dije, "porque resulta que Agnon está muerto."

Se quedó cortado un momento y luego murmuró: "No lo sabía."

El principio del fin

Nahuel todavía alcanzó a colocar una entrevista con el uruguayo Juan Carlos Onetti en El Cronista Cultural, antes de que se impusiera una veda a la publicación de sus notas. Para entonces, su status legal dentro de El Cronista había pasado a ser el de colaborador permanente, y no era posible prescindir de él sin pagarle una considerable indemnización, de modo que, si queríamos despedirlo, debíamos documentar su delito.

Silvia Hopenhayn tenía en su cajón una entrevista que Nahuel afirmaba haberle hecho telefónicamente a Milan Kundera, y le exigí que me trajera la cinta grabada. Nahuel dijo que lo haría, pero comenzó a demorarse con toda clase de pretextos. Cuando creíamos que finalmente nos habíamos librado de él, apareció un día en la redacción, esgrimiendo triunfalmente un casete.

Nunca sabremos si quien hablaba era Kundera. Tampoco sabremos el origen de la grabación. Pero la voz que salía del grabador se expresaba en un francés perfecto, con un fuerte acento del este europeo, y decía precisamente las cosas que contenía el presunto reportaje a Kundera. A pesar de ello, la entrevista no se pu- blicó.

Un escritor santafecino, Carlos Roberto Morán, nos proveyó de la primera evidencia concreta de plagio. Llamó un día a Orlando Barone para comentarle que recordaba haber visto la misma entrevista que Maciel le había hecho a Onetti, publicada en otra parte. Barone me lo mencionó, y le dije que era muy importante que tratáramos de obtener una copia de esa entrevista.

Las fotocopias que mandó Morán pertenecían, efectivamente, a una entrevista a Juan Carlos Onetti, incluida en un libro de la periodista uruguaya María Esther Gillio. Maciel había copiado el texto literalmente.

Cuando lo confronté con las evidencias y le pedí una explicación, respondió que el propio Onetti le había autorizado a usarla. Aseguró que se comunicaría inmediatamente con el escritor, quien vivía entonces en Madrid, para pedirle que confirmara esto por fax.

"Aun cuando el Papa la hubiera autorizado, esto sigue siendo un plagio", le dije. Le pregunté si las anteriores entrevistas también provenían de un procedimiento similar, y me insistió que todas eran legítimas. "Esta se hizo así porque Onetti está muy enfermo. Pero él le va a mandar un fax confirmando esto que le he dicho", insistió.

El fax de Onetti nunca llegó. En cambio, pocos días después, llegó la demanda del padre Menapace acompañada de las fotocopias de su libro, donde resultaba evidente que Nahuel Maciel lo había plagiado sin ningún atenuante.

Le pedí a Nahuel que se encontrara conmigo en un café de la calle Juramento. Llegó como siempre, circunspecto y candoroso.

"¿Recibió el fax de Onetti?", me preguntó.

Le dije que el problema ya no era Onetti sino Nahuel Maciel y le mostré las fotocopias del libro. Por primera vez lo vi empalidecer.

"Es cierto", admitió. "Es un plagio." Evitando mirarme a los ojos, me pidió perdón por haber traicionado mi confianza.

Le dije que tendría que venir a la redacción a firmar una serie de documentos donde asumía la total responsabilidad por sus actos y que retiraríamos inmediatamente el libro de circulación. Me dijo que estaba de acuerdo.

Camino a la redacción, le pregunté por qué se había metido a hacer un plagio tan burdo.

"Uno a veces tiene impulsos que no controla", me explicó. "Como los que se sienten impulsados a matar. La verdad es que no sé por qué hago estas cosas…"

No volví a saber de Nahuel Maciel hasta dos meses después cuando alguien me trajo un reportaje publicado en la revista El Porteño, que llevaba su firma en colaboración con otra persona (un recurso, sospecho, que procuraba conferirse veracidad). Era una presunta entrevista al antropólogo mexicano Carlos Castañeda, autor de libros sobre experiencias con alucinógenos en la cultura yaqui. No casualmente, Castañeda hablaba en esa entrevista de la mitomanía, diciendo:

"La mentira y la mitomanía no deben confundirse. El mentiroso inventa mentiras para defenderse o para protegerse, mientras que el mitómano es un artista que recrea la realidad."


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(Mario Diament. Periodista y dramaturgo argentino. Profesor de la Escuela de Periodismo y Medios de Comunicación de la Universidad Internacional de la Florida. Fue director del diario El Cronista, de Argentina, entre 1992 y 1993.)



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El hombre que aprendió a ladrar

Mario Benedetti

Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: "La verdad es que ladro por no llorar". Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.

¿Cómo amar entonces sin comunicarse?

Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.

Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: "Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?".
La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: "Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano."
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EL TÍO FACUNDO

BLAISTEN, Isidoro

Para que se den cuenta de cómo era mi familia antes de que matásemos al tío Facundo, mejor dicho, antes de que llegase el tío Facundo, les voy a contar lo que decía cada uno de nosotros.

Mamá decía:

los perros presienten cuando se está por morir el dueño, no hay cosa peor que operar con fiebre, la penicilina consume los glóbulos rojos, decía los chicos se deshidratan en verano, decía los varones tiran más para el lado de la madre y las nenas para el padre, decía los chicos de matrimonios separados siempre están tristes, decía los rnédicos israelitas son los mejores, decía siempre el peor hijo es el que la madre más quiere, decía los que más tienen son los que menos gastan y a lo mejor un pobre, decía pensar que ya tenía el cáncer adentro, decía el empapelado junta bichos, decía antes la gente se moría de gripe.

Papá decía:

la natación es el deporte más completo, loa alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, los militares y los marinos son todos cornudos, los viajantes también, la verdad que lo mejor para afeitarse es la navaja, no hay como un buen vaso de vino tinto en invierno, y una cervecita en verano, las flacas suelen ser tremendas, el vino tinto no se toma frío, fumar negros es mucho más sano que fumar rubios, ningún médico opera a su propia señora, si al final todo lo que quiere el obrero es su churrasguito y su vaso de vino, piden limosna y tienen una cuenta en el banco, a los ladrones habría que cortarles las manos y colgarlos en Plaza de Mayo, el mejor abono es la bosta de caballo, la plata está en el campo, al asado hay que Comerlo de parado, los del campo no tienen problemas: unos choclos, un par de huevos, matan un pollo y listo.

Mi hermana decía:

no hay cosa más linda que ir al cine cuando llueve. Un pájaro solo se muere de tristeza. A los que son blancos el sol los pone colorados en seguida, a los morochos no, Van rodando de hombre en hombre y después. Odio las películas que hacen llorar. Me encanta aprender, y aprender. No como algunas que se casan de blanco. No sé la directora para qué insiste con el método global.

Yo decía:

la verdad que a la industria alemana hay que sacarle el sombrero. Los japoneses son muy traicioneros. La natación saca músculos flojos. A los tipos chinchudos la bronca se les pasa en seguida. Hasta que no me reciba, nada de novias. Yo lo que quiero es estudiar, la política fuera de la facultad.

Así era mi familia basta que llegó el tío Facundo. Papá trabajaba en el ferrocarril, Sección Tráfico de la estación Retiro. Se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba mate mientras se lela el Clarín de punta a punta y después caminaba las siete cuadras hasta la estación Saavedra. Mamá cuidaba la casa, regaba las plantas y miraba televisión. Mi bermana hacía pirograbado, era maestra y estudiaba de asistente social.

Yo estudiaba Ciencias Económicas y era empleado de Contaduría en Casimires Bonplart.

De chicos, recuerdo que mamá y papá hablaban voz baja del tío Facundo. Cuando mi hermana o yo nos acercábamos, ellos interrumpían la conversación.

En verano, después de cenar, papá sacaba a la puerta el sillón de mimbre para mamá, la sillita baja para él, la silla vienesa (que yo daba vuelta) para mí, y el sillón plegadizo para mi hermana.

En esas noches, sucedía que cada vez que papá, después de comentar cómo iba la medianera, volvía a contar otra vez de cuando le publicaron su carta de los lectores en Clarín, no sé por qué, mamá siempre hablaba del tío Facundo.

El tío Facundo era el hermano de mamá y de la tía Fermina. Papá no lo conocía ni nosotros tampoco. Cuando mamá se puso de novia con papá, el tío Facundo ya había desaparecido. Cuando tuvimos edad para comprenderlo, mamá nos contó que el tío Facundo se había casado en Casilda y que su mujer había muerto misteriosamente, y que las malas lenguas y la tía Fermina decían que el tío Facundo la había matado.

El tío Facundo era la oveja negra de la familia de mamá. La tía Fermina decía que para ella no existía como hermano, y que por su culpa había muerto de disgusto la abuela.

Un día recibimos un telegrama del tío Facundo:

"Queridos hermanos y sobrinos: llego viernes 10. Tren internacional Posadas.»

Papá no quería recibirlo, pero mamá dijo que a pesar de todo era el hermano, y que el pobre muchacho debía sentirse muy solo, y que si no quería ir a la casa de la tía Fermina y elegía nuestra casa, por algo sería.

De manera que el viernes 10 a las 23.45 estábamos todos en la estación Chacarita. El tren venía como con dos horas de atraso y mientras esperábamos en la confitería se armó una discusión.

Papá decía que el tío Facundo era un vago y que si era por unos días podía estar en casa, pero que no se fuera a creer que él lo iba a mantener toda la vida. Mamá y mi hermana decían que basta que uno esté al borde de un precipicio, para que en vez de ayudarlo le pisen los dedos. Yo no decía nada. En eso vino el tren.

Nos costó trabajo encontrar al tío Facundo. La única que lo conocía era mamá y nosotros le mirábamos la cara a ella. Por fin lo divisó.

Estaba parado contra una columna, aferrando un paquete corno una caja de zapatos entre las manos.

Y entonces, cuando lo vi me pareció que lo conocía desde siempre, desde toda la vida. Es que el tío Facundo daba esa impresión. Y cuando estuvo junto a nosotros, alzó en el aire a mamá, la besó, a papá le dio un abrazo que lo hizo toser, a Angelita la levantó como a una novia, y a mí me apoyó una mano en el hombro sin decirme nada, mirándome como si fuera un cómplice.

-¡Vengan, vamos a tomar algo! – exclamó -. Quiero mostrarles unas cosas.

Papá dijo que primero habla que retirar el equipaje. Pero el tío Facundo no traía equipaje solamente la caja de zapatos.

En la confitería pidió vino blanco para todos. Mamá y papá se miraron. Salvo papá (un poquito con mucha soda ), en casa nadie tomaba vino. Pero mi hermana, que estaba como en las nubes, quería ver a toda costa lo que el tío Facundo había traído y la verdad que todos estábamos intrigados y nos tomarnos todo el vino y hasta dos vueltas. Mamá estaba desconocida y se reía a carcajadas, sobre todo cuando el tío Facundo levantó la tapa de la caja y le entregó el mantón paraguayo tejido en encaje de ñandutí por las indias, Era de unos colores impresionantes, hermoso, Era algo que mamá había ambicionado toda la vida.

Y esa noche, el tío Facundo nos conquistó a todos, A todos nos regaló las cosas que ambicionamos toda la vida. A papá una caja de habanos. Habanos de La Habana. Los mejores, los más caros, no los apestosos charutos que Michelim le traía de Brasil. Habanos.

A mi hermana le regaló un anillo y un collar haciendo juego. Los eslabones entraban unos adentro de otro y se achicaban y se alargaban y cuando se cerraban quedaba un aguamarina colgando entre los eslabones de oro y plata. Mi hermana pegó un salto y le dio un beso.

Cuando me entregó el cuchillo creo que me sentí mal. Era una daga de hoja Solingen Arbolito, cabo y vaina de plata con incrustaciones de oro, cincelado con un trabajo como jamás volví a ver otro igual.

Nos tomarnos otra vuelta de vino. Papá pagó y nos fuimos a casa en taxi. Y esa noche, salvo el tío Facundo, nadie en casa pudo dormir.

Esa fue la primera batalla que nos ganó el tío Facundo. A veces pienso de qué le sirvió. Pero también pienso de qué nos sirvió a nosotros haberlo matado. De qué le sirvió a mamá el haberlo ahogado con la almohada, de qué le sirvió a papá el haberlo estrangulado y a mí clavarle el cuchillo que me regaló, entra el esternón y los grandes vasos, mientras mi hermana le cortaba las venas con una yilé.

De qué nos sirvió todo eso, pienso, si el tío Facundo sigue estando ahí, incrustado en la pared del patio, de costado, como un nadador, reducido quizás, o quizá quede el hueco de la carne, mientras la argamasa sigue calcinándose al sol, y el tío Facundo sigue metido adentro de la pared... Pero eso fue después, mucho después, cuando no nos quedó otro remedio que matarlo.

Al día siguiente de aquella noche memorable, el tío Facundo fue el primero en levantarse. Y esto fue también memorable, porque en todo el tiempo transcurrido hasta su muerte (y ahí precisamente) siempre fue necesario despertarlo durante largo rato.

Era sábado y el tío Facundo fue al patio y junto a la pared medianera que después iba a ser su tumba, encontró las latas vacías de brea y encontró las herramientas y con eso le construyó a mamá una especie de estantería para el sucucho, y después fue a despertarla con un mate.

Al mediodía, cuando todos nos levantarnos y vimos lo que el tío Facundo había hecho, nos quedamos. maravillados de su habilidad manual y entonces recuerdo que él nos dijo que el verdadero trabajo es el que se hace con las manos, y que lo demás, los números y los papeles, son un simulacro y una cobardía.

Ese almuerzo fue una fiesta. El tío Facundo se la pasó contándonos cómo habla recolectado el arroz en Entre Ríos y las anécdotas de las estancias de Corrientes donde había trabajado. Pero lo más gracioso fue cuando nos contó las cosas que había hecho cuando fue sepulturero en Casilda y mandó a mi hermana a comprar dos botellas más de vino. Después mamá, con los ojos brillantes, propuso jugar a la lotería, pero el tío Facundo dijo que mucho mejor era el póker y todos nos miramos porque nadie sabía y después estaba el problema del mazo.

Entonces mamá preguntó cómo eran las barajas y el tío Facundo le explicó y mamá fue a buscar al ropero y vino con toda una caja intacta que tenía un dominó, una perinola, dos mazos y las fichas, que había comprado en la liquidación de Gath y Chaves. -¿Son éstas? –preguntó , mientras les sacaba. el papel de celofán. Por suerte eran, y el tío Facundo nos enseñó a jugar y el póker nos resultó el juego más maravilloso y apasionante que habíamos conocido en nuestra vida, y primero las fichas no tenían valor y después les pusimos diez pesos, y después cincuenta y después cien y papá mandó a mi hermana a traer dos botellas más de vino, pero el tío Facundo dijo que mejor era traer dos de cubana, y cuando Angelita estaba por salir cayó la tía Fermina.

Cuando la tía Fermina vio lo que había sobre la mesa, casi se muere. Ni siquiera saludó al tío después de tantos años. Lo insultó, le dijo de todo. Mamá, que parecía medio borracha, salió en su defensa. Papá movía la cabeza como ausente y decía: - Haya paz. Haya paz.

Pero de pronto papá se levantó y le tiró un bofetón a mi hermana por encima de la mesa, y desparramó todo, las fichas y la plata, y gritaba como un desaforado;

¡Pero qué esperás, estúpida, traé la cubana de una vez!

Era la primera vez en mi vida que veía a papá levantarle la mano a mi hermana.

Angelita salió corriendo para el almacén, y el tío Facundo se levantó y se fue al patio y se quedó fumando junto a la medianera, mirando las estrellas que ya empezaban a aparecer.

Ahora que lo pienso, parecía que el tío Facundo sintiera predilección por esa pared donde ahora está empotrado, de perfil y rodeado de ladrillos con la boca y los ojos llenos de cemento, aunque a lo mejor ahora no quede más que el aire rodeando al esqueleto... En fin, habría que golpear esa pared.

Bueno, al final la tía Fermina se fue, y al principio nadie tenía apetito, pero después, el tío Facundo empezó a contar chistes y mandó a mi hermana a buscar dos botellas más de vino y le enseñé a mamá a preparar los saltimboquis a la romana y cenarmos como reyes y continuamos con el póker, nos tomamos también las dos botellas de cubana y seguimos jugando al póker hasta las seis de la mañana.

Al día siguiente los vecinos se quejaron y papá, que por primera vez en su vida había faltado al trabajo, le quiso pegar a Michelini.

Y así empezó todo. Papá y el tío Facundo iban todos los sábados y domingos a las carreras. Mamá les daba sus ahorros para que jugasen.

Angelita trajo a todas sus maestras amigas y el tío Facundo les enseñaba a bailar el tango y después se acostaba con ellas. Mamá era feliz como una descosida y salía todas las noches con el joven poeta, y el tío Facundo decía que eso era bueno, que era salud y era la vida, que en la vida las cosas había que matarlas viviendo, que la belleza y la pornografía debían ir juntas y que el gran problema de la gente, cuando no habla guerras, era que se aburría. Por eso, decía, los vecinos se pasaban la vida en la puerta viviendo de la vida de los demás, que los chismes eran una forma del romanticismo frustrado y que la gente consumía revistas de crimen y pornografía porque lo necesitaban, porque le suplían la vida, porque la verdadera vida era un vendaval.

Yo traje a los muchachos de la facultad para que lo escuchasen.

Hasta ahí todo podría haber seguido muy bien. Papá, que siempre fue un tipo incapaz de matar una mosca, le había roto el alma a casi todos los vecinos, y primero entraron por la variante de respetarlo y después se hicieron habitués y lo seguían a papá admirando sus cuadros.

Papá había descubierto su "vocación dormida", como decía el tío Facundo, y sus cuadros estaban por toda la casa, y Michelíni venía a casa y se quedaba mirándolos largas horas. A veces los ojos se le nublaban, lo palmeaba en la espalda a papá y se iba en silencio.

Yo habla cambiado, sentía que emitía un magnetismo personal. Llas chicas de la facultad me adoraban y venían a casa.

Todos vivíamos. No había un minuto, ni un resquicio donde tuviéramos que pensar lo que podríamos hacer.

Todo estaba corno aceitado de vida. Por las noches se bailaba, se jugaba al póker, se escuchaba al tío Facundo, mamá leía las últimas cosas del joven poeta, papá pintaba, leía la fija, se peleaba. Todos vivíamos.

Pero a mi hermana se le dio por hacerse la intelectual do izquierda y ahí empezó la toma de conciencia. Primero empezó con el sensualismo embrutecedor de la burguesía, y después siguió con el diálogo entre católicos y marxistas. Papá a toda costa quería pegarle. Entonces Angelita se alió con la tía Fermina.

La tía Fermina vivía masticándose el odio. Desde que apareció el tío Facundo, quiso venir a casa con su prédica, dos o tres veces, pero le tenía miedo a papá, que cada vez que la veía le quería pegar. Y ésta fue su gran oportunidad.

Lo primero que hizo la tía Fermina, ayudada por mi hermana, fue introducirse un domingo en casa, mientras todos dormíamos, y con la espátula destrozó todos los cuadros de papá.

Pobre papá. Parecía el retrato de Dorian Gray. Yo recuerdo su semblante cuando vio los lienzos cortajeados, los pomos vacíos, los bastidores pisoteados. No dijo nada, ni una palabra. Pero el lunes volvió a ser el mismo de antes. Se levantaba a las cinco, tomaba mate. se leía el Clarín de punta a punta y a la noche se iba a la puerta con la sillita baja, mientras adentro todos bailábamos, o jugábamos al póker, o escuchábamos las poesías del joven poeta

Y entonces, papá también tomó conciencia, y se alió con mi hermana y la tía Fermina. De cualquier forma, aún antes de que la tía Fermina diera el próximo paso, antes de que me convenciera a mí (porque mamá fue la última en rendirse, aun cuando fue la que demostró más saña cuando ahogó al tío Facundo con la almohada), aún antes de que papá fuera ganado por la tía Fermina, digo, algo había comenzado a romperse, algo que le facilitó las cosas a la tía Fermina. Era el verlo a papá como un marciano, distinto, caminando entre nosotros, explicando cómo los alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, mientras los que quedábamos junto al tío Facundo vivíamos.

Y a la tía Fermina no le fue difícil conquistarme.

Y ya la vida comenzó a declinar. Pero mamá era irreductible. Era la amante del joven poeta (que según el tío Facundo veía en ella a la madre y a la mujer). El muchacho estaba enloquecido por mamá y le escribía unos poemas maravillosos, Pero mamá estaba sola. Y entonces la fía Fermina triunfó. La agarró a mamá y le planteó el dilema: - Sos la única que queda. O matamos a Facundo o matamos al poeta.

Venció el amor. Esa noche decidimos matar al tío Facundo. Lo encontramos dormido, con una sonrisa inolvidable. Papá lo estranguló y yo le di la primera puñalada entre el esternón y los grandes vasos. Mi hermana le abrió las venas con la yilé. La tía Fermina organizaba todo.

Nos costó trabajo desprender a mamá, que quería seguir ahogándolo con la a!mohada.

Después lo pusimos de costado y levantamos la medianera alrededor de él. Y eso es todo.

Y ahora que el tío Facundo está ahí muerto, metido en esa pared para siempre, calcinándose al sol, no puedo dejar de mirarla con cierta melancolía, sobre todo en las noches de verano, cuando papá saca a la puerta d sillón de mimbre para mamá, la sillita baja para él, la silla vienesa (que yo doy vuelta) para mí, y el sillón plegadizo para mi hermana, y mamá dice que los perros presienten cuando está por morir el dueño, y papá dice: la plata está en el campo, y mi hermana dice: no sé la directora para qué insiste con un método global, y yo digo: los japoneses son muy traicioneros.
 #302598  por usuario
 
REFLEXIONES SOBRE EL CUERPO HUMANO

César Bruto

Las partes más famosas del cuerpo humano han sido:
El Talón de Aquiles, la nariz de Cleopatra, las piernas de la Mistinguette, la palma de Mallorca, el pie de Atleta, la mano de bleque, el ojo del amo, la cara de Piedra, el pelo de Sanso, la Garganta del Diablo, el ojo de la tormenta, la nuez de Adán, el codo de Dorrego, las "cadeiras" de Sofía y el c... del mundo.

El abdomen es la parte situada entre el tórax y la pelvis, de gran utilidad para guardar un montón de órganos que no podrían estar en otro sitio.

De la parte de afuera, lo más interesante que tiene el abdomen es el ombligo, que lleva siempre una persona alrededor. Eso sin despreciar los ya mencionados tórax y la simpática pelvis, sobre todo cuando la vemos en determinados cuerpos femeninos. Hemos avanzado mucho en esta materia y dentro de poco estaremos en condiciones de obtener la estructura genética de una buena persona.

Todavía no se sabe seguro cuando ocurrirá, pero será sin duda antes que hayamos definido qué es una buena persona. No sólo la ingeniería genética ha progresado. También los trasplantes, aunque los especialistas aún no han sido capaces de hacer de tripas corazón.

Los cardíacos no son gente de buen corazón y éste es un órgano que cuando suena, para toda la orquesta. Observemos que el corazón trabaja mientras la vesícula se la pasa haciendo cálculos. Pero no se preocupen por el corazón, les va a durar toda la vida.

Sabemos que el hombre que tiene corazón de oro, músculos de acero, voluntad de hierro y pies de plomo, puede especializarse en mineralogía, y al de cabeza de chorlito, cara de perro, vista de lince y estómago de avestruz, le va a resultar conveniente dedicarse a la zoología. No es fácil saber mucho sobre medicina, mas considerando la cantidad de órganos que hay, pero nos consta que el que pierde el ojo derecho tiene la mirada siniestra, que los especialistas en enfermedades nerviosas no tienen pacientes, que los dermatólogos van derecho al grano y que si el cerebro fuera tan simple para comprenderlo, nosotros seríamos tan simples que no los podríamos comprender.

Sin embargo, los no iniciados en el arte de Hipócrates, algo hemos avanzado.

No ignoramos que una hemiplejia es grave según del lado que se la mire, que el lugar más seguro para encontrar una mano que nos ayude, es en el extremo de uno de nuestros brazos.

Siempre nos quedan algunas dudas, por ejemplo:

¿Cómo harán los médicos chinos para diagnosticar la ictericia? ¿Cómo se presenta la palidez en los enfermos africanos?

En los últimos tiempos hemos aprendido varias cosas: Las várices son venas que se quieren hacer ver, que la vejez es mejor que estar muerto. En algunos casos, y que la definición de enfermo terminal puede provenir de terminar mal.

Además un descubrimiento trascendente: todo aquello que el médico no consigue curar se llama virus, que viene a ser el hijo del matrimonio formado por un microbio y la nada.

En definitiva la vida es dura y no dura. Viene a ser una sucesión de agujeros. El último con tapa.








 #302849  por usuario
 
Descubrir el engaño
Descubrí que todo era un engaño cuando a mi jefe se le acabaron las pilas. Al principio creí que había muerto, pero justo entonces entraba el de mantenimiento con cuatro pilas nuevas y se las cambió en un momento. Abroncó a aquel chico por haber tardado tanto y le hizo salir. Luego me miró inquieto, en lo que entendí que era miedo a verse descubierto.

- ¿No lo sabías? - me preguntó. ¿Nunca lo sospechaste?
- No, claro que no. ¿Quién más sabe que eres un robot?

Me miró sonriendo, como si mi ignorancia le divirtiera. Se acercó hasta mí, y me apagó.
 #309831  por usuario
 
EL BARRIO OSCURO.
Allí tras cada portal hay un pecado; tras cada mirada, un secreto; tras cada tentación, un peligro. Los derrotados por su miedo, los que odian la vida, los que esconden su tedio en la rutina, no transitan de noche las calles de este barrio. Pero los que al miedo imponen su voluntad, los que ante la muerte inevitable quieren que la vida brille y sea peligrosa y que resuene, entran al barrio oscuro cuando ya no hay luz. Se invoca al olvido, se cruzan apuestas y besos. Amor y riesgo, libertad y temor. Vida, en fin, en el barrio oscuro.
 #311485  por usuario
 
LA VOZ-
La mató porque hablaba demasiado. Ya no la soportaba.
Durante treinta años, los siete días de la semana la había escuchado hablar: de sus gustos, de los vecinos, de sus actividades durante el día, de los programas de televisión.
Sólo había logrado descansar de su voz cuando trabajaba, pero últimamente y debido a su jubilación (efectuada antes de tiempo por causas de enfermedad) todo había empeorado.
No sólo debía soportarla de día, también lo despertaba en las noches hablando dormida.
Ya era imposible vivir con ella. Por eso la había matado; no porque no la quisiera (a su manera la quería) pero el sólo hecho de que ella abriese la boca y su chillona voz difundiera sus vibraciones por el aire, era razón suficiente para destruir todo sentimiento marital que él sintiese por ella.
Nadie pudo percatarse del asesinato. Una caída, sólo una caída de las escaleras, un golpe en la nuca y ya…
¿Quién iba a creer que un esposo asesinase a su mujer luego de 38 años de casados?
Además no existían intereses económicos de por medio ni mucho menos románticos.
Ahora podía hablar: decir todo lo que sentía por primera vez en su vida, investigar las reacciones de extraños ante sus palabras, opinar sobre cualquier tema que le viniese en gana.
Podía incluso entablar conversaciones con sus hijos, mirándolos a los ojos; no como antes, cuando solo monosílabos requeridos por su esposa se intercalaban en la conversación filial.
A veces la extrañaba pero el mero recuerdo de su histriónica voz la hacía olvidarla de nuevo.


Aquella madrugada lo despertó el sonido del teléfono, con furia y preocupación a la vez, atendió.
--Hola…Hola --su voz fue aumentando en volumen y gravedad
Del otro lado del tubo un sonido reconocible lo angustió.
--Joaquín…soy yo…¿por qué Joaquín? ¿Por qué?
Colgó el teléfono temblando. Debía estar paranoico. ¡No podía ser que hubiese escuchado la voz de su mujer! Pero estaba seguro que era su timbre, su forma de hablar…
La razón le dictaba que no era lógico su pensamiento. Su mente le estaba jugando una mala pasada…eso debía ser.
Esa noche ya no pudo dormir.
Ni las siguientes noches. El teléfono sonaba todas las noches hasta que lo descolgó, pero aún descolgado seguía sonando.
--Papá, bien sabes que mamá murió…no puedes haber escuchado su voz. Ha de ser que la extrañas – le decía su hija.
¡No, no! Sus hijos se equivocaban. El no estaba loco; él la escuchaba hablar; debían creerle.
¿Acaso su mujer había regresado del más allá para vengar su muerte? Quizás ella no había muerto realmente y estaba tramando algo.

--Joaquín –le había dicho su yerno—perdone que sea rudo pero supongamos que fuese ella…¿cómo iba a hablar? ¿Olvida usted que con la caída se le destrozó un trozo de lengua?. Si hubiese sobrevivido no podría hablar ¡y no quiero creer que un hombre inteligente crea en fantasmas!


Consejos, puros consejos…Psicó logos, visitas a todo tipo de loqueros; nada le resultaba.
Nadie le creía: él la escuchaba hablar…ellos debían creerle, debían escucharla también.

Cuando destrozó el teléfono contra la pared -que permanecía en ese instante descolgado- se decidió: grabaría la voz de su mujer; nadie más lo tildaría de loco.
Removió cielo y tierra buscando esas viejas cintas de tape que su mujer siempre tenía. A ella le gustaba –como si no fuese suficiente- grabar su voz en medio de los chillidos familiares y luego torturarle sus oídos una y otra vez.

Apretó Record disimuladamente escondiendo entre almohadones el grabador. Fantasma o no ella no debería ver qué era lo que él se traía entre manos.

--Ahora hablá bruja…hablá….-comenzó a gritar como poseído-

Hubo sólo silencio.
Se desplomó cuando vio el espectro de su mujer frente a él, con la boca entreabierta… vacía, sin lengua, sin palabra articulada al aire…


--Esto te va a hacer bien papá; descansa.
Su hija le acomodaba el almohadón. Esa madrugada lo habían hallado inconsciente con un grabador entre sus manos.
--No te preocupes Papá, el médico dijo que la hemiplejia que tienes puede ser reversible; aunque no puedas más que mover los párpados…vas a recobrar el movimiento de a poco —dijo su hija mientras le daba un beso — sé que extrañas a mamá. Nos dijo el psicólogo que esto te ayudará a superar un poco su partida, aguarda…

Los ojos abiertos de Joaquín -casi sin movimiento- parecían llenarse de lágrimas mientras la voz de una mujer sonaba desde un grabador cantando el feliz cumpleaños, riendo y hablando sobre su familia.

Liliana Varela 2009

*De "Cuentos para no dormir"
 #318463  por usuario
 
Paciencia.
Era cuestión de bajar la mirada para leer, entre las piernas de Vicente, el inicio de la carta. De igual modo, era cuestión de bajar la mirada —un poco más— para leer, entre mis propias piernas, el final. Los párrafos intermedios estaban distribuidos en otros seis troncos que hacían de sillas. Todos habían sido grabados en bajo relieve, posiblemente con un punzón o un pedazo de piedra pulida. Y pese a la tentación de conocer ya el contenido, creí correcto concentrarme en el discurso de mi anfitrión, que nada tenía que ver con el asunto que me había hecho recorrer más de diez mil kilómetros. En breve, me dejaría a solas con el mobiliario.

Paciencia.

34 años antes, el padre de Vicente, Alfonso Mendizábal Cabral, comenzó a escribir la carta más larga que se conozca, considerando la longitud del espacio temporal y no la del soporte. Tardó algo más de una década. Cada frase se extendía a lo largo de cuatro o cinco meses, tiempo que el árbol requería para crecer y dejar a su alcance otro espacio virgen, al que podía llegar estirando el brazo entre los barrotes de la ventana de su celda (dejar suspendido un sentimiento, dejar suspendidas las palabras, redistribuirlas mientras flotan en el otoño y el invierno, expresarlas en primavera, observarlas cómo suben por el árbol, observarlas cómo se alejan y te dejan).

Alfonso fue encarcelado tras el golpe de estado de Augusto Pinochet. Por azares del destino y previsiones humanas, no terminó enterrado en el estadio. Sus padres nunca tuvieron los medios para brindarle una educación y su lengua había sido cortada. En su documentación constaba como analfabeto. Fue después de cumplir los 20 años cuando Alfonso aprendió a leer —le fascinó— y a escribir, pero eso el verdugo y los militares lo ignoraban. De todas maneras fue torturado. No obstante, si era incapaz de darles información a ellos, también lo sería con la prensa y demás impertinentes. ¿Soltarlo? Tampoco. Su cuerpo estaba tan amoratado que hablaba por sí solo. Un muerto más o uno menos les era indiferente en la balanza, pero desconozco qué se les pudo cruzar por la cabeza para darse la molestia de destinarlo a una prisión del interior, al sur de Santiago.

Algunos dicen que el amor te hace soñar despierto. Otros, que te adormece los sentidos. Para Alfonso, en buena hora, fueron las dos cosas. Así soportó las bofetadas, puñetazos, patadas, descargas eléctricas, inmersiones, más patadas y puñetazos, gritos ajenos, ruidos propios, frío, hambre, soledad, silencio.

En ese silencio, la carta:
“Cientos de días y sigo despertando en el que me despedí de ti, el mismo día que te conocí, el único en el que acaricié las tonalidades de tus silencios, tu aroma, tu valor y cada latido de felicidad. Un día que al parecer viviré por siempre.
No me arrepiento de haber caminado en dirección contraria a la fábrica. Quise hacerlo varias veces hasta que por fin me decidí. Esa mañana, al doblar la esquina, tu pancarta me atrapó. Ni una letra. En blanco por los dos lados. Estaba totalmente de acuerdo contigo: hay rabias que son inefables.
Una que otra vez, los sueños me traicionan y me separan de ti, ocupando mis pensamientos con temas del todo irrelevantes. La mezquindad del poder, los tantos a favor o en contra y las discusiones entre la fe y la demostración no pertenecen a estos cuatro metros cuadrados. Aquí, cuando despierto, ni siquiera estoy yo.
Pienso que el paraíso debe ser muy parecido a lo que ahora vivo. Uno elige el día más feliz para que se repita eternamente. O las horas más felices. Mi momento eterno inicia con la pancarta en blanco y termina un segundo antes de que vayas a comprar algo para comer.
Al irte, uno de los muchachos que me presentaste entró a la habitación muy asustado. Me dijo que los militares estaban en camino. No quise huir. Quería esperarte. Creía que el ser inocente era suficiente para ser inocente. Tus compañeros sabían más de justicia. Me cortaron la lengua y salieron corriendo.
Desde la tolva del camión que se alejaba, te vi. La bolsa con la comida cayó al suelo. No pudiste gritar. Yo compartí tu impotencia. Vaya ironía. Tú una muda de nacimiento y yo un recién convertido. Me da vergüenza admitirlo… me sentí aún más enamorado.
Tu manera de hablar con la mirada no deja de seducirme. Me enseñas a amarnos sin subestimar ningún sentido. Más que nada, disfruto apoyar mi oreja en tu pecho y oír tu voz primera, diciéndome qué te gusta y qué no. Y no me hace falta conocer ni tu antes ni tu después, ni deseo inventarlos. Pero también sé que el presente donde habito contigo es tu pasado.
Aquí no hay noticias, ni libros, ni entierros, ni revoluciones. Aquí no hay nada contra qué manifestarse. Tampoco hay esperanza. Aquí solo hay un día que fui feliz y que se repite y repite y repite. He vivido en el paraíso antes de tiempo, con un exceso de huesos y carne de los que hoy me pienso liberar. Los sueños no volverán a alejarme de ti”.
Rafael R. Valcárcel

 #323115  por usuario
 
EL GATO NEGRO
Alan Poe

Hablar de mis propios pensamientos de entonces es un disparate. Desmayándome, di unos tambaleantes pasos hacia la pared de enfrente. Por un instante el grupo de hombres, en la escalera, quedó inmóvil, preso de un extremo y espantoso terror. Al momento, una docena de fuertes brazos trabajaban en la pared. Cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y cubierto de sangre coagulada, apareció erguido ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el solitario ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatora me entregaba ahora al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

Desde la infancia me distinguía por la docilidad y humanidad de mi carácter. La ternura de mi corazón era incluso tan evidente, que me convertía en objeto de burla para mis compañeros. Sobre todo, sentía un gran afecto por los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba la mayor parte de mi tiempo con ellos y nunca me sentía tan feliz como cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter crecía conmigo y, cuando ya era hombre, me proporcionaba una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que han sentido afecto por un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza ni la intensidad de la satisfacción así recibida. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la mezquina amistad y frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de descubrir que mi mujer tenía un carácter no incompatible con el mío. Al observar mi preferencia por los animales domésticos, ella no perdía oportunidad de conseguir los más agradables de entre ellos. Teníamos pajaritos, peces de colores, un hermoso pero, conejos, un mono pequeño y un gato.
Este último era un hermoso animal, notablemente grande, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era un poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros eran brujas disfrazadas. No quiero decir que lo creyera en serio, y sólo menciono el asunto porque lo he recordado ahora por casualidad.

Pluto - Tal era el nombre del gato- era mi predilecto y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me acompañaba en casa por todas partes. Incluso me resultaba difícil impedir que me siguiera por las calles.
Nuestra amistad duró, así, varios años, en el transcurso de los cuales mi temperamento y mi carácter, por medio del demonio Intemperancia (y enrojezco al confesarlo), habían empeorado radicalmente. Día a día me fui volviendo más irritable, malhumorado e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Me permitía usar palabras duras con mi mujer. Por fin, incluso llegué a infligirle violencias personales. Mis animales, por supuesto, sintieron también el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Pluto, sin embargo, aún sentía el suficiente respeto como para abstenerme de maltratarlo, como hacía, sin escrúpulos, con los conejos, el mono, y hasta el perro, cuando por accidente, o por afecto, se cruzaban en mi camino. Pero mi enfermedad empeoraba- pues ¿qué enfermedad es comparable con el alcohol?-, y al fin incluso Pluto, que entonces envejecía y, en consecuencia se ponía irritable, incluso Pluto empezó a sufrir los efectos de mi mal humor.

Una noche, al regresar a casa, muy embriagado, de uno de mis lugares predilectos del centro de la ciudad, me imaginé que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado por mi violencia, me mordió levemente en la mano. Al instante se apoderó de mí la furia de un demonio. Ya no me reconocía a mi mismo. Mi alma original pareció volar de pronto de mi cuerpo; y una malevolencia, más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí, sujeté a la pobre bestia por la garganta y ¡deliberadamente le saqué un ojo! Siento vergüenza, me abraso, tiemblo mientras escribo de aquella condenable atrocidad.

Cuando con la mañana mi razón retornó, cuando con el sueño se habían pasado los vapores de la orgía nocturna, experimenté un sentimiento de horror mezclado con remordimiento ante el crimen del que era culpable, pero sólo era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma. Otra vez me hundí en los excesos y pronto ahogué en vino todo recuerdo del acto.

Entretanto, el gato mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido tenía, sin duda, un aspecto horrible, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa; pero, como era de esperar, huía presa del pánico cuando me acercaba a él. Aún quedaban en mi, al principio, gran parte de mis antiguos sentimientos como para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que una vez había querido tanto. Pero ese sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y en entonces se presentó, como para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu.

Sin embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primitivos del corazón humano..., una de las facultades o sentimientos primarios indivisibles, que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha encontrado cien veces cometiendo una acción malvada o tonta por la simple razón de que sabe que no debía cometerla? ¿No tenemos una tendencia permanente, en contra de nuestro buen sentido, a transgredir lo que constituye la Ley, simplemente por el hecho de serlo? Este espíritu de la perversidad, como he dicho, causó mi derrota final. Era aquel insondable anhelo que tenía el alma de acosarse, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, lo que me empujó a continuar y finalmente a consumar el agravio que habían infligido al inocente animal. Una mañana, a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol, lo ahorqué mientras lágrimas me brotaban de los ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque sabía que me quería, y porque creía que no me había dado motivos para sentirme ofendido; lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma, que la llevaría- si ello fuera posible- más allá del alcance de la misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche del día en que cometí ese acto cruel me despertaron gritos de "¡Fuego!". Las cortinas de mi casa estaban en llamas. La casa entera ardía. Con gran dificultad pudimos escapar del incendio mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y, desde entonces, me resigné a la desesperación.

Estoy por encima de la debilidad de intentar establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y la atrocidad que cometí. Me limito a detallar una cadena de hechos, y no quiero dejarme ni un posible eslabón. Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Todas las paredes, salvo una, se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique, de poco espesor, situado en el centro de la casa y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi cama. El yeso del tabique había resistido, en gran medida la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una apretada muchedumbre se había reunido alrededor de esta pared y varias personas parecían examinar parte de la misma atenta y minuciosamente. Las palabras "¡extraño!, ¡raro!" y otras expresiones semejantes despertaron mi curiosidad. Me acerqué al lugar y vi, como grabada en bajorrelieve sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen mostraba una precisión maravillosa. Había una cuerda alrededor del pescuezo del animal.

Al contemplar por primera vez esta aparición -porque apenas podía considerarla otra cosa-, mi asombro y mi terror eran extremos. Pero al fin la reflexión vino en mi ayuda. El gato, como recordé, había quedado ahorcado en el jardín, cerca de la casa. Cuando sonó la alarma del incendio, este jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre y alguien debía de haber cortado la cuerda y tirado el animal en mi habitación por la ventana abierta. Seguramente lo había hecho con la intención de despertarme. La caída de las otras paredes habían empotrado a la víctima de mi crueldad en la masa de yeso recién aplicada, cuya cal, junto con las llamas y el amoniaco desprendido del cadáver, había producido entonces la imagen tal y como yo la vi.

Aunque así, fácilmente, estas explicaciones calmaron mi razón, si no enteramente mi conciencia, sobre el asombroso hecho que acabo de describir, lo ocurrido no dejó de impresionar profundamente mi imaginación. Durante meses no pude librarme del fantasma del gato y en todo este periodo mi espíritu experimentó un vago sentimiento que recordaba, sin serlo, el remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar en los envilecidos lugares que habitualmente frecuentaba otro animal de la misma especie y de una apariencia semejante, que pudiera ocupar su lugar.

Una noche, mientras estaba sentado, medio borracho, en una más que infame taberna, de pronto me llamó la atención un objeto negro que yacía sobre la tapa de uno de los enormes toneles de ginebra o de ron, que constituían el principal mobiliario del lugar. Durante algunos minutos yo había estado mirando fijamente la parte superior de ese tonel, y lo que me sorprendió entonces fue el hecho de no haber visto antes el objeto que se hallaba encima. Me acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro, un gato muy grande, tan grande como Pluto y con un gran parecido a él en todos los aspectos, salvo en uno. Pluto no tenía ni un pelo blanco en el cuerpo, pero este gato mostraba una mancha blanca, grande aunque indefinida, que le cubría casi todo el pecho.

Cuando lo toqué, se levantó enseguida, empezó a ronronear con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Este era, pues, el animal que andaba buscando. Inmediatamente propuse comprárselo al tabernero, pero esa persona me dijo que no era dueño, que no sabía nada del gato, y que nunca antes lo había visto.
Seguí acariciando el gato y, cuando me levanté para marcharme a casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, y a ratos me inclinaba y lo acariciaba mientras venía a mi lado. Cuando estuvo en casa se acostumbró enseguida y pronto llegó a ser el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, enseguida descubrí que surgía de mí una antipatía hacia el animal. Era exactamente lo contrario de lo que yo había esperado, pero sin que sepa cómo ni porqué ocurría, su evidente afecto por mí me disgustaba y me irritaba. Lentamente tales sentimientos de disgusto y molestia se transformaron en la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; una cierta vergüenza y el recuerdo de mi acto de crueldad me prohibían abusar de él físicamente. Durante algunas semanas no le pegué ni lo maltraté con violencia; pero gradualmente, muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia por él y a huir en silencio de su odiosa presencia, como si escapara de la emanación de la peste.

Lo que, sin duda, aumentaba mi odio hacia el animal fue el descubrimiento, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, de que aquel gato, igual que Pluto, había perdido uno de sus ojos. Sin embargo, precisamente esta circunstancia lo hizo más querido de mi mujer, quien, como ya he dicho, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que una vez habían sido el rasgo distintivo de mi temperamento y la fuente de muchos de mis más simples y puros placeres.

Con mi aversión hacia el gato, su cariño por mí parecía a la vez aumentar. Seguía mis pasos con una pertinacia que me sería difícil hacer comprender al lector. Dondequiera que me sentara venía a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me levantaba a pasear, se metía entre mis pies, y así, casi, me hacía caer, o clavaba sus largas y afiladas garras en mi ropa y de esta forma trepaba hasta mi pecho. En aquellos momentos, aunque ansiaba destruirlo de un golpe, me sentía, no obstante, refrenado; en parte por la memoria de mi crimen anterior, pero principalmente -déjenme confesarlo ya- por un terrible temor al animal.

No era exactamente aquel temor miedo a un mal físico, y, sin embargo, no sabría como definirlo de otro modo. Me siento casi avergonzado de admitir, sí, incluso ahora, desde esta celda para criminales, casi me siento avergonzado de admitir que el terror y el horror que aquel animal me causaba habían sido alimentados por una de las más insignificantes quimeras que fuera posible concebir. Más de una vez, mi mujer me había llamado la atención sobre el aspecto de la mancha de pelo blanco, de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia visible entre esa extraña bestia y la que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque era grande, había sido al principio muy indefinida, pero, gradualmente, casi imperceptiblemente, forma de que mi razón luchó durante largo tiempo para rechazar ese cambio como imaginario, la mancha fue adquiriendo una rigurosa nitidez en sus contornos. Era la imagen de un objeto que tiemblo al nombrar -y por ello sobre todo odiaba, temía y me habría librado del monstruo si me hubiese atrevido a hacerlo-, era, digo, la imagen de una cosa atroz, horrible, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh, fúnebre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Y entonces sentía de veras sobre mí una desgracia mayor que la simple desgracia humana. ¡Y pensar que una bestia, cuyo semejante yo había destruido desdeñosamente, una bestia podía obrar sobre mí, sobre mí, un hombre creado a imagen y semejanza de Dios, tanta insufrible miseria! ¡Ay, ni de día ni de noche conocía ya la bendición del descanso! De día el animal no me dejaba en paz ni un momento, y de noche despertaba yo sobresaltado por sueños de indescriptible terror para sentir el ardiente aliento de aquella cosa en mi cara y su enorme peso -carnada pesadilla que no tenía yo el poder de quitarme de encima- descansando eternamente sobre mi corazón.

Bajo la opresión de tormentos como éstos, sucumbió en mí el débil vestigio del bien. Ya mis únicos acompañantes íntimos eran pensamientos malvados, los más oscuros y los más malignos pensamientos. El mal humor de mi disposición habitual creció hasta convertirse en un odio a todas las cosas y a toda la humanidad; y mi mujer, que de nada se quejaba, era la más habitual y más paciente víctima de las repentinas, frecuentes e incontrolables explosiones de furia a que me abandonaba entonces ciegamente.

Un día ella me acompañó, cuando iba a algún quehacer doméstico, al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obliga a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y casi me hizo caer cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando, en mi rabia, el temor infantil que hasta entonces había detenido mi mano, lancé un golpe que hubiera causado la muerte instantánea al animal, de haber caído como deseaba. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Provocado por su intervención, estalló en mí una rabia más que demoníaca; logré soltar mi brazo de su mano y le hundí el hacha en la cabeza. Cayó muerta a mis pies, sin un quejido.

Consumado el horrible asesinato, me dediqué deliberadamente a la tarea de ocultar el cuerpo. Sabía que no podía sacarlo de casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que los vecinos me vieran. Se me ocurrieron varias ideas. Por un momento pensé cortar el cadáver en pequeños trozos y destruirlos con el fuego. En otro momento decidí cavar una tumba en el suelo del sótano. Luego consideré si debía arrojarlo al pozo del jardín, y, con los trámites normales, llamar a un mozo de cuerda para que lo retirase de la casa. Por fin, encontré lo que me pareció un recurso mucho mejor que cualquiera de estos. Decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los monjes de la Edad Media hacían con sus víctimas.

Para un propósito semejante el sótano era idóneo. Las paredes no habían sido sólidamente construidas y se le había aplicado una capa de yeso basto, que la humedad del ambiente no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes había un saliente, motivado por una falsa chimenea, que se había rellenado de forma que se pareciera al resto del sótano. No tenía dudas de que fácilmente podía quitar los ladrillos de esa parte, introducir el cadáver y taparlo todo como antes, de manera que ninguna mirada pudiera descubrir nada sospechoso.

Y mis cálculos no me desilusionaron. Con una palanca saqué fácilmente los ladrillos, y después de colocar con cuidado el cuerpo contra la pared interior, lo apuntalé en esa posición y casi sin dificultad volví a colocar los ladrillos en la forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé con la mayor precaución posible un yeso que no se podía distinguir del antiguo, y revoqué cuidadosamente, de nuevo, el enladrillado. Cuando acabé, me sentí satisfecho de que todo hubiera quedado bien. La pared no mostraba la menor señal haber sido alterada. Recogí del suelo los desechos con el más minucioso de los cuidados. Triunfante, miré alrededor y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano."

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia que había sido la causa de tanta desdicha; porque al fin me sentí resuelto a matarla. Si hubiera podido encontrar el gato en ese momento, su destino habría quedado para siempre sellado; pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi anterior acceso de cólera, se negaba a presentarse mientras yo siguiera de mal humor. Es imposible describir, ni imaginar, el profundo y dichoso sentimiento de alivio que la ausencia del odiado animal trajo a mi pecho. No apareció aquella noche, y así al menos durante la noche, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; ¡sí, pude dormir, incluso con el peso del asesinato sobre mi alma!

Pasaron el segundo y el tercer día, y aún no volvía mi atormentador. Una vez más respiraba como un hombre libre ¡El monstruo aterrorizado había huido del lugar para siempre! ¡No volvería a verlo jamás! ¡Mi felicidad era suprema! La culpa de mi negro acto me molestaba poco. Se habían hecho algunas indagaciones, pero éstas hallaron respuesta sin dificultad. Incluso habían registrado mi casa, pero por supuesto, no se descubrió nada. Yo consideraba asegurada mi felicidad futura.

Al cuarto día, después del asesinato, un grupo de policías entró en casa intempestivamente y procedió otra vez a una rigurosa investigación. Seguro de que mi lugar de ocultación era inescrutable, no sentí la menor inquietud. Los agentes me pidieron que los acompañara en su registro. No dejaron ningún rincón ni escondrijo sin explorar. Al fin, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. No me temblaba ni un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente como el de quien duerme en la inocencia. Me paseaba de un lado a otro del sótano. Crucé los brazos sobre el pecho y me puse a dar vueltas despreocupadamente. Los policías quedaron totalmente satisfechos y se disponían a marcharse. El júbilo de mi corazón era demasiado fuerte para ser reprimido. Ardía en deseos de decirles, al menos, una palabra como prueba de triunfo, y de asegurar doblemente su certidumbre sobre mi inocencia.
-Caballeros-dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro de haber disipado sus sospechas. Les deseo a todos felicidad, y un poco más de cortesía. Por cierto, caballeros, esta es una casa bien construida- en mi rabioso deseo de decir algo con naturalidad no me daba completa cuenta de mis palabras- me permito decir que es una casa de excelente construcción. Estas paredes (¿ya se marchan ustedes, caballeros?), estas paredes son de gran solidez- y entonces, empujado por el puro frenesí de mis bravatas, golpeé pesadamente con el bastón que llevaba en la mano sobre esa misma parte de la pared de ladrillo detrás de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi alma.

¡Qué Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas se había silenciado la repercusión de mis golpes, cuando ¡una voz me contestó desde dentro de la tumba! Un quejido, al principio ahogado y entrecortado como el sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta transformarse en un largo, fuerte y continuo grito, totalmente anómalo e inhumano, un aullido, un quejumbroso alarido, mezcla de horror y triunfo, como sólo pudiera surgir en el infierno, al unísono, de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios gozosos en la condenación.

No espero ni pido que nadie crea el extravagante pero sencillo relato que me dispongo a escribir. Loco estaría, de veras, si lo esperase, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Sin embargo, no estoy loco, y ciertamente no sueño. Pero mañana moriré, y hoy quiero aliviar mi alma. Mi propósito inmediato es presentar al mundo, clara, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de estos episodios me han aterrorizado, me han torturado, me han destruido. Sin embargo, no trataré de interpretarlos. Para mí han significado poco, salvo el horror, a muchos les parecerán más barrocos que terribles. En el futuro, tal vez aparezca alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes, una inteligencia más tranquila, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias, que detallo con temor, sólo una sucesión ordinaria de causas y efectos muy naturales.
 #327052  por usuario
 
Felicidad.
No siempre, pero casi siempre, Francisco Arce Beltrán iniciaba la siesta con el mismo pensamiento: Gracias. Una palabra que representó con millares de imágenes y ninguna letra, porque su nombre completo era lo único que sabía escribir.

Se consideraba un privilegiado. Yo lo veía como un ignorante, además de conformista. Y me refiero a su etapa adulta, porque era comprensible que de niño no hubiese podido estudiar. Labró la tierra hasta que la sequía del 62 dejó a su familia sin propiedad en favor del banco, viéndose obligado a migrar a la ciudad antes de cumplir los trece años. Mendigando por las calles, entabló amistad con un vagabundo que tocaba la guitarra. Le enseñó una canción. La aprendió con muchísimo esfuerzo. Quiso enseñarle otra. A Francisco no le interesó. Para él, una bastaba para ganarse la vida.

Durante cuatro décadas, únicamente ha cantado ese tema. Le gustaba decir que entre él y un sellador de sobres no había ninguna diferencia. No profundizaba. Ahí terminaba su comentario, con un rostro que rebozaba satisfacción. ¡Ignorante, conformista y descaradamente estúpido! Me irritaba.

Ya no.

Comenzó a desbaratar mis prejuicios la tarde que me preguntó qué buscaba alcanzar con tanto estudio y competitividad. Respondí. Mi meta era su presente. A Francisco Arce Beltrán se le veía tranquilo, contento y en paz. Era feliz, monótonamente feliz.

De todas formas, él estaba equivocado. Su actividad distaba mucho de la que realizaba un sellador de sobres. Si bien Francisco repetía una misma acción a lo largo del día, el público interrumpía su rutina cuando, entusiasmado, le pedía “otra, otra”. Y eso ocurrió con una frecuencia creciente porque cada vez interpretaba mejor el tema. En varias ocasiones, salió del apuro improvisando historias que nunca reutilizaba, puesto que no se daba el trabajo de memorizarlas. Sin embargo, al madurar su autoestima, se aventuró a decir la verdad, complementándola con el siguiente argumento: “Si un compositor puede subsistir toda su vida con las regalías de una canción, por qué yo no puedo hacerlo cantándola”.

En una oportunidad, al estar por finalizar su jornada callejera, un espectador le ofreció una suma tentadora por tocar en la fiesta sorpresa que estaba organizando para su pareja. Aceptó. Tres horas después, inició su concierto. Tres minutos más tarde, se quedó sin repertorio. Aplausos prolongados. Volvió a cantar el mismo tema. Silencio prolongado. Sonreía mientras pensaba. Nuevamente, las cuerdas de la guitarra reprodujeron la melodía, pero, en lugar de acompañarla con la letra, propuso un Karaoke concurso y dotó al premio con la mitad de la paga que iba a recibir esa noche. Tocó las notas de la canción hasta el amanecer. Los invitados, encantados con la velada, lo fueron contratando para distintas celebraciones, incluyendo cumpleaños infantiles. Dado el éxito, los nuevos invitados hicieron lo propio, y la rueda giró. Las Radios desempolvaron el vinilo original, pero la gente reclamaba la versión de Francisco. La grabaron y difundieron. Sonaba en toda la ciudad, a cada rato, acelerando el desenlace. Nadie quiso volver a oírla.

Cuando estaba por marcharse, BMG y Sony le ofrecieron producir un disco con temas inéditos. Ni siquiera lo dudó. Respondió que no. Se trasladó a Córdoba con el ánimo intacto.

Al ir conociendo los valores de su perspectiva, fui compartiendo —en parte— la admiración que él sentía hacia las personas que desempeñaban orgullosas una labor simple y monótona. Francisco creía que ellos tenían la posibilidad de no pensar en nada, dejando libre el espacio para sentir, como cuando él labraba la tierra y las imágenes fluían por las emociones y no por la razón.

Francisco Arce Beltrán encontró la forma de tener una vida interesante, libre y segura, sin saber leer ni escribir. Sólo le hizo falta aprender una canción para comprar una casa, mantener a su esposa y tres hijos, disfrutar de sus vicios inofensivos y hasta gozar de vacaciones cada cuatro meses. El resto de cosas que aprendió no tenían ninguna utilidad económica, cultural o social, simplemente le sirvieron para mantener a salvo la mayor parte de su descontaminada ignorancia.
Valcárcel


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