SOBRE LA SEDUCCIÓN
Desde la noche de los tiempos literarios se ha escrito, y mucho, sobre la seducción, los seductores, las seducidas, las conquistas, los levantes, las formas de encarar a una morocha y demás temas limítrofes.
Si nos dejamos llevar por esa pachorra intelectual según la cual las cosas son como son y así han sido siempre, debemos admitir que el modelo standard de conquista tiene por protagonista a un galán arremetedor en dirección a una grácil e inocente exponente del sexo opuesto.
Obsérvese que la conquista, en casi todos los casos, en casi todas las culturas, y en la mayor parte de las épocas, ha sido visto como un acto de iniciativa por parte del varón, a veces resistido, a veces rechazado, a veces hasta estimulado por la dama en cuestión. Los machitos de toda sociedad conocida han sido entrenados por padres, tíos cancheros, hermanos mayores y amigos del barrio en las sutiles técnicas del levante que, según todos ellos, es cosa de varones encaradores.
La variada suerte que corren algunos flacos en sus primeros escarceos y avances sobre territorio femenino ha provocado relatos sobradores, novelas memorables, reflexiones, análisis de distinto tipo, más de una puteada y hasta tentativas de suicidio.
El tema, hay que reconocerlo, tiene sus bemoles y tal parece que algunos flacos poseen ciertos dones, privativos de los que acceden al éxito con las minas, y que otros ligaron maldón. No voy a fatigar la atención de quien lea estas líneas con una reseña de libros dedicados a avivar giles al respecto. En cambio, diré que el tema me ha llamado tanto la atención -verificando la aparente ausencia de relación automática entre atributos y resultados- que decidí pegarle un viandazo cartesiano y empezar de cero.
No hay duda de que muchos tipos han sido favorecidos con una pinta tal que las mujeres se dan vuelta. En los dos sentidos. Tampoco parece exagerado atribuir el éxito a esa estampa que ligaron.
Pero resulta que hay chabones que ligan sin el menor atractivo físico, y también algunos creídos que andan por ahí castigando con el perfil y sólo atraen las miradas de alguna mocosa con serias limitaciones intelectuales.
Tal vez convendría preguntarse si no nos hemos engañado por generaciones acerca de la mecánica de la seducción y, en realidad, la cosa funciona exactamente al revés de lo que hemos creído siempre, por lo que sería interesante imaginar el escenario dado vuelta, por vía de hipótesis.
Pensémoslo de esta forma: en realidad, la seducción sería manejada enteramente por las mujeres, quienes se arreglan y emperifollan al sólo efecto de ser miradas, admiradas y deseadas, pero con el propósito-ulterior y oculto, y es éste el meollo- de atraer a los jóvenes y señores que andan por las inmediaciones. Sea en la calle, en una confitería, en un baile, en un boliche, en un cumpleaños o en el subte, de lo que se trata (de lo que ‘ellas’ tratan) es de que los tipos se pongan más cerca y que lo hagan con la ilusión de que sus habilidades –que ellos suponen tener- les permitan conquistar a esa mujer.
Aquí es donde se ve el esquema dado vuelta. El hombre, en realidad, no es quien conquista. Lo que sucede es que se pone cerca y le da a la verba, con lo cual la dama percibe qué clase de espécimen tiene ahí, sonriendo cancheramente y murmurando frases conocidas.
A partir de ese momento la fémina en cuestión va formándose una idea completa del tipo que tiene delante, integrando el aspecto ya registrado con otros datos tales como la voz, el estado general de limpieza y conservación, otros detalles de chapa y pintura y alguna información adicional sobre el grado de cortesía y de cultura del candidato. Entretanto, mientras toda esta data es procesada por Ella que, en general, lo hace sin prestar atención a lo que el tipo dice, el pobre individuo supone que está llevando a cabo una tarea cuyo éxito será consecuencia de su facilidad de palabra. En rigor, está siendo sometido a un escaneo minucioso, al cabo del cual podrá recibir una sonrisa alentadora.
Muchos hombres tienen una confusión tan absoluta sobre el efecto de sus habilidades –y una desinformación tan dramática acerca de las mujeres- que ni siquiera interpretan las señales que las damas emiten, como para saber cómo sigue el trámite. Es cierto que, en ocasiones, algunas señoritas o señoras se muestran receptivas al avance sin más trámite. Esto es interpretado por el chabón como un resultado de su natural simpatía y atractivo cuando, en rigor, no es más que la necesidad de Ella de asegurarse que no se ha confundido y que el tipo no es un soberano imbécil, bien que con alguna pinta.
Ocurre, por otro lado, que los candidatos se topan con un rechazo o una indiferencia iniciales que interpretan como una pose de la dama destinada a no parecer pan comido. Nada más alejado de la realidad. Si Ella tiene hora con el dentista o llega tarde a una entrevista de trabajo es imposible lograr nada aunque se la persiga a pie por ocho cuadras.
Al cabo, como parece resultar obvio, la que elige es ella. Pero hay que reconocer con admiración que las damas tienen la suprema habilidad de atraer, seducir y conquistar –y decidir- creándonos la ilusión de que los autores somos nosotros. Además, consiguen que ese error histórico sea transmitido de padres a hijos. O sea, entre varones. Chapeau.
Desde la noche de los tiempos literarios se ha escrito, y mucho, sobre la seducción, los seductores, las seducidas, las conquistas, los levantes, las formas de encarar a una morocha y demás temas limítrofes.
Si nos dejamos llevar por esa pachorra intelectual según la cual las cosas son como son y así han sido siempre, debemos admitir que el modelo standard de conquista tiene por protagonista a un galán arremetedor en dirección a una grácil e inocente exponente del sexo opuesto.
Obsérvese que la conquista, en casi todos los casos, en casi todas las culturas, y en la mayor parte de las épocas, ha sido visto como un acto de iniciativa por parte del varón, a veces resistido, a veces rechazado, a veces hasta estimulado por la dama en cuestión. Los machitos de toda sociedad conocida han sido entrenados por padres, tíos cancheros, hermanos mayores y amigos del barrio en las sutiles técnicas del levante que, según todos ellos, es cosa de varones encaradores.
La variada suerte que corren algunos flacos en sus primeros escarceos y avances sobre territorio femenino ha provocado relatos sobradores, novelas memorables, reflexiones, análisis de distinto tipo, más de una puteada y hasta tentativas de suicidio.
El tema, hay que reconocerlo, tiene sus bemoles y tal parece que algunos flacos poseen ciertos dones, privativos de los que acceden al éxito con las minas, y que otros ligaron maldón. No voy a fatigar la atención de quien lea estas líneas con una reseña de libros dedicados a avivar giles al respecto. En cambio, diré que el tema me ha llamado tanto la atención -verificando la aparente ausencia de relación automática entre atributos y resultados- que decidí pegarle un viandazo cartesiano y empezar de cero.
No hay duda de que muchos tipos han sido favorecidos con una pinta tal que las mujeres se dan vuelta. En los dos sentidos. Tampoco parece exagerado atribuir el éxito a esa estampa que ligaron.
Pero resulta que hay chabones que ligan sin el menor atractivo físico, y también algunos creídos que andan por ahí castigando con el perfil y sólo atraen las miradas de alguna mocosa con serias limitaciones intelectuales.
Tal vez convendría preguntarse si no nos hemos engañado por generaciones acerca de la mecánica de la seducción y, en realidad, la cosa funciona exactamente al revés de lo que hemos creído siempre, por lo que sería interesante imaginar el escenario dado vuelta, por vía de hipótesis.
Pensémoslo de esta forma: en realidad, la seducción sería manejada enteramente por las mujeres, quienes se arreglan y emperifollan al sólo efecto de ser miradas, admiradas y deseadas, pero con el propósito-ulterior y oculto, y es éste el meollo- de atraer a los jóvenes y señores que andan por las inmediaciones. Sea en la calle, en una confitería, en un baile, en un boliche, en un cumpleaños o en el subte, de lo que se trata (de lo que ‘ellas’ tratan) es de que los tipos se pongan más cerca y que lo hagan con la ilusión de que sus habilidades –que ellos suponen tener- les permitan conquistar a esa mujer.
Aquí es donde se ve el esquema dado vuelta. El hombre, en realidad, no es quien conquista. Lo que sucede es que se pone cerca y le da a la verba, con lo cual la dama percibe qué clase de espécimen tiene ahí, sonriendo cancheramente y murmurando frases conocidas.
A partir de ese momento la fémina en cuestión va formándose una idea completa del tipo que tiene delante, integrando el aspecto ya registrado con otros datos tales como la voz, el estado general de limpieza y conservación, otros detalles de chapa y pintura y alguna información adicional sobre el grado de cortesía y de cultura del candidato. Entretanto, mientras toda esta data es procesada por Ella que, en general, lo hace sin prestar atención a lo que el tipo dice, el pobre individuo supone que está llevando a cabo una tarea cuyo éxito será consecuencia de su facilidad de palabra. En rigor, está siendo sometido a un escaneo minucioso, al cabo del cual podrá recibir una sonrisa alentadora.
Muchos hombres tienen una confusión tan absoluta sobre el efecto de sus habilidades –y una desinformación tan dramática acerca de las mujeres- que ni siquiera interpretan las señales que las damas emiten, como para saber cómo sigue el trámite. Es cierto que, en ocasiones, algunas señoritas o señoras se muestran receptivas al avance sin más trámite. Esto es interpretado por el chabón como un resultado de su natural simpatía y atractivo cuando, en rigor, no es más que la necesidad de Ella de asegurarse que no se ha confundido y que el tipo no es un soberano imbécil, bien que con alguna pinta.
Ocurre, por otro lado, que los candidatos se topan con un rechazo o una indiferencia iniciales que interpretan como una pose de la dama destinada a no parecer pan comido. Nada más alejado de la realidad. Si Ella tiene hora con el dentista o llega tarde a una entrevista de trabajo es imposible lograr nada aunque se la persiga a pie por ocho cuadras.
Al cabo, como parece resultar obvio, la que elige es ella. Pero hay que reconocer con admiración que las damas tienen la suprema habilidad de atraer, seducir y conquistar –y decidir- creándonos la ilusión de que los autores somos nosotros. Además, consiguen que ese error histórico sea transmitido de padres a hijos. O sea, entre varones. Chapeau.
'Hay personas que estudian abogacía porque quieren saber Derecho,
y otras que estudian Derecho porque quieren ser abogados'
"La ignorancia no es otro punto de vista"
y otras que estudian Derecho porque quieren ser abogados'
"La ignorancia no es otro punto de vista"