Me gusta vivir en mi departamento porque, con su puerta blindada, es parecido a una caja de seguridad con ciertas comodidades en su interior y en este contexto de inseguridad en que vivimos, es mejor dormir blindado.
Me gusta vivir en mi departamento porque la losa radiante del living y el dormitorio me hacen mas llevadero el invierno, y el aire acondicionado el verano, en un veintidós grados perpetuo.
Me gusta vivir en mi departamento porque asi me siento parte de algo, que es el consorcio de propietarios, lo que me da cierta sensación de integración con mi prójimo.
Vivo en un departamento y no en una casa por la misma razón que compro en el Jumbo y no en lo del mercadito de abajo, prefiero el anonimato del hipermercado a que el señor Kim, dueño/cajero/repositor del mercadito sepa que clase de papel higiénico uso.
En mi departamento se siente la música de la vecina de al lado, el lavarropas del vecino de abajo y los polvos de la vecinita de arriba. Son cercanos y puedo llegar a saber en que anda cada uno, pero no preciso verlos, como a los amigos del feisbuc.
Me gusta mi departamento porque saco la basura al “cuarto de la basura” cuando se me da la gana y no cuando Manliba quiere. Cuando se corta la luz, subir siete pisos por escalera es un buen ejercicio, lo que le agrega algo positivo al departamento.
Me gusta vivir en mi departamento porque, aunque está en semiruinas por dentro –le falta algo de pintura, mi gata destruyó sistemáticamente todos los muebles de madera afilándose las uñas y los papeles y libros se juntan por todos lados en un aparente caos- en ese espacio me siento mas que cómodo. Aunque mis invitados miren las paredes del living y de modo cortés, pregunten cuando las voy a pintar. Transigí en la pintura del dormitorio por pedido de mi esposa, pero llego hasta ahí.
Vivo en un departamento porque hasta el nacimiento de mi hijo, pasaba bastante tiempo viajando y al regreso colgaba de las paredes cuadros, mapas y recuerdos de viajes, con lo cual mis paredes tienen recuerdos de lugares convencionales y exóticos, desde Montevideo, Salta y Ushuaia hasta Costa Rica, pasando por La Habana, Arequipa, Bolivia y Panamá. En parte, eso disimula la necesidad de la pintura, seamos honestos.
Me gusta el departamento porque imagino las historias que tienen todos y cada uno de mis vecinos –potenciados por la capacidad de chisme del portero, conocedor de las ruinas y glorias de todos los vecinos, un servidor incluido- y me siento parte de la fauna urbana. Es importante sentirse parte de la fauna y no un desclasado dentro del clan de los vecinos.
Me gusta mi departamento porque la vecina que suele chistar a los vecinos ruidosos de trasnoche ya desistió en su cometido lo que garantiza vivir juerga propia o ajena casi todos los fines de semana.
Me gusta mi departamento porque cuando llego tarde, miro desde la vereda para arriba y veo el hormigueo de luces en la ciudad y me da sensación de compañía urbana.
Me gusta el departamento porque desde la terraza puedo ver el río, los veleritos chiquitos, los aviones despegando y aterrizando y el verde de los bosques de Palermo, lo que transforma un simple asomarse a la terraza en una panorámica espléndida con efectos relajantes. Si el consorcio me lo aprueba, incluso haré construir unas parrillas y ahi sí habré alcanzado el nirvana.
Me gusta mi departamento porque a pesar que el pasto brinda frescura, la propiedad horizontal otorga cierta sensación de anonimato que todos precisamos.
Me gusta mi departamento porque cuando estoy mas de una semana fuera, lo extraño.
Tengo los bolsillos llenos de verdades (by Charlie)