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  • Tenencia drogas - despenalización

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 #153298  por lunita_roja
 
Alqguien tendría el fallo de la Sala I de la Cámara Federal Porteña que declaró inconstitucional la penalización del consumo individual de drogas???

 #153306  por poorlaw
 
Hola lunita_roja:

Paciencia! El fallo fue firmado a última hora de ayer (Diario Crítica, 23/04/08, pág. 17). Espera algunos días, que va a aparecer por todos lados...

Saludos!

 #153309  por lunita_roja
 
poorlaw escribió:Hola lunita_roja:

Paciencia! El fallo fue firmado a última hora de ayer (Diario Crítica, 23/04/08, pág. 17). Espera algunos días, que va a aparecer por todos lados...

Saludos!
Gracias!!! Yo no me dedico a penal pero me lo pidió un amigo, en unos días se lo conseguiré.
Saludos
 #153315  por Pandilla
 
Otra opción es solicitar una copia en la Secretaria de la Cámara.

Saludos.
 #153783  por Pandilla
 
Fuente: Diario La Nación, Sección Información general, Edición del día Jueves 24 de abril de 2008.
Acceso al link: http://www.lanacion.com.ar/edicionimpre ... id=1006984

Debate por el consumo de estupefacientes.

Avanzó un tribunal en despenalizar el uso de drogas.
Declaró inconstitucional parte de una ley.

Por Hernán Cappiello
De la Redacción de LA NACION
 #155366  por Pandilla
 
Poder Judicial de la Nación
Causa N° 41.228, “Velardi, Damián J. y otro
s/ sobreseimiento ”-Juzg. N° 6, Secr. N° 11-.
///nos Aires, de abril de 2008.-

VISTOS Y CONSIDERANDO:

I.- El Fiscal de la causa, Dr. Carlos Stornelli, interpuso recurso de apelación a fs. 38/40 contra la resolución de fs. 35/37 por medio de la cual el Sr. Juez, Dr. Canicota Corral, dispuso sobreseer a Damián José Velardi y a Martín Oscar Giacomozzi por haber tenido en su poder, el primero, cuatro cigarrillos de marihuana; y, el segundo, dos cigarrillos con la misma sustancia y una pastilla con escasa cantidad de
metilendioximetanfetamina (éxtasis) el 6 de mayo de 2007 a las 0:45 hs. Aproximadamente en las Avdas. España y Rawson de Dellepiane de esta ciudad, en función del art. 336, inc. 3, C.P.P.N.
El “a quo” fundó esa decisión en el hecho de que, atendiendo a la escasa cantidad del material y a las circunstancias en que fue secuestrado –los imputados la poseían dentro de sus ropas, al concurrir a un recital- las tenencias comprobadas no alcanzaban a trasponer el límite impuesto por el art. 19 de la C.N. para aquellas conductas privadas que no lesionan al orden y a la moral pública. Estimó que una interpretación del art. 14, apartado segundo de la ley 23.737 -a la luz del cual encontrarían en principio adecuación típica las acciones investigadas-, respetuosa del art. 19 C.N., exige que la tenencia para consumo personal trascienda la esfera privada y se presente como riesgosa para el bien jurídico protegido lo cual, sostiene, no ha ocurrido en el caso. Por ello, concluyó que el accionar de los imputados no encuadra en ninguna figura legal.
El recurrente no cuestionó las circunstancias fácticas evaluadas por el juzgador, sino que se concentró en demostrar que toda conducta en principio tipificada por el art. 14, apartado segundo de la ley 23.737 supera el imperativo negativo del art. 19 C.N. pues la potencialidad dañosa del accionar es inherente a la propia acción, según la definición efectuada por el legislador, tanto en lo que atañe a la salud pública cuanto a la seguridad general de la comunidad. En esa dirección, atendiendo a los argumentos de la Corte Suprema in re: “Montalvo”, a que resulta irrelevante en aquel sentido la cantidad del material estupefaciente incautado y a que en el caso, por lo demás, el hecho tuvo lugar a la madrugada y en la vía pública, el Fiscal solicitó que se revoque el pronunciamiento y se cite a los imputados a prestar declaración indagatoria.
En la ocasión prevista por el art. 454 C.P.P.N. el Dr. Juan Martín Hermida, a cargo de la defensa técnica de Velardi y Giacomozzi, se presentó con el fin de mejorar los fundamentos del decisorio apelado. Sin embargo introdujo, como argumento principal, un planteo de nulidad de orden general por entender que el procedimiento en que se secuestró el material descripto se tradujo en una injerencia arbitraria en la intimidad de sus defendidos. Sostuvo que las circunstancias bajo las cuales el personal policial “invitó”, sin orden judicial, a sus pupilos a que exhibieran sus pertenencias se revelaron como una requisa injustificada a la luz del art. 230 bis del C.P.P.N. –único supuesto de urgencia que habilita a los preventores a prescindir de la orden del juez- pues el hecho de que Velardi y Giacomozzi estuviesen guardando un elemento en sus ropas, no es una de las circunstancias previas o concominantes a las que alude la norma invocada. En consecuencia, solicitó que se declare la nulidad del procedimiento y se confirme, en consecuencia, el sobreseimiento
de sus defendidos.
En forma subsidiaria, el Sr. defensor apoyó los argumentos del juzgador relativos a que, atendiendo a la escasa cantidad del material (incluso el éxtasis no pudo ser cuantificado por esa razón) y a las circunstancias que rodearon al suceso, no era posible afirmar que las conductas de sus pupilos fuesen públicas en los términos del art. 19 C.N. pues, más allá del ámbito en que hubiesen sido desplegadas, lo cierto es que no crearon riesgo alguno para la salud pública y, en esta dirección, permanecieron en el campo de las acciones autorreferentes, exento de la autoridad de los magistrados. El Dr. Hermida invocó precedentes jurisprudenciales y doctrina en apoyo de su postura.
En función de la articulación introducida por la defensa en esta instancia, se corrió vista a la Fiscalía de Cámara, quien se pronunció por su rechazo, por entender que el accionar de los preventores se encuentra respaldado por normas del Código Procesal Penal de la Nación, que habilitan a la prevención a tomar medidas urgentes cuando se cumplen ciertas circunstancias a las que se refiere el art. 184, inciso 5° y 230 bis, de ese cuerpo normativo (cfr. fs. 71).

II.- En lo que respecta al planteo de orden general introducido por la defensa durante la tramitación del recurso de apelación interpuesto por el Sr. Fiscal, entendemos que la arbitrariedad del procedimiento y su consecuente injustificación a la luz del derecho constitucional reglamentado no surge en forma palmaria de los elementos recolectados en el expediente hasta el momento, especialmente cuanto emerge de fs. 1/2 y 3/4.
En este sentido, teniendo en cuenta que el procedimiento estuvo enmarcado en el contexto de medidas de seguridad adoptadas en vinculación con un espectáculo masivo y que, en principio, no surge a todas luces falto de fundamento el proceder de los preventores de acuerdo con las declaraciones testimoniales que aún no fueron ampliadas en sede judicial, no es factible adoptar el temperamento pretendido por la defensa sin mayores precisiones que las reunidas que, como hemos dicho, no revelan en forma nítida el supuesto de nulidad de orden general invocado. Por ello, no haremos lugar a la nulidad impetrada aunque, en virtud de lo que se dirá, por votos concurrentes, se llegará a la solución pretendida aunque por otros fundamentos.

III.- En lo atinente a la discusión relativa a si corresponde aplicar al caso el art. 14, inc. 2 de la ley 23.737 en función del límite establecido por el art. 19 C.N., según los términos del debate abierto por el recurso Fiscal en contraposición con la tesis afirmada por el juez y apoyada por la defensa;

El Dr. Eduardo Freiler dijo:
Como vengo sosteniendo desde la causa N° 36.989, “Cipolatti, Hugo s/ procesamiento”, resuelta el 7 de junio de 2005, registro 571, entiendo que debe declararse la inconstitucionalidad del artículo 14, segunda parte de la ley 23.737, aún de oficio (CSJN, B 1160., XXXVI “Banco Comercial de Finanzas S.A. s/ quiebra”, resuelta el 19 de agosto de 2004), por lo que corresponde se confirme el sobreseimiento de los imputados en orden a los hechos por los que fueron perseguidos.

El Dr. Eduardo Farah dijo:
No se ha discutido que las circunstancias fácticas previamente descriptas caen, en principio, bajo la proyección normativa del tipo del art. 14, apartado segundo de la ley 23.737 que castiga penalmente tener estupefacientes cuando, por su escasa cantidad y demás circunstancias, surgiere inequívocamente que son para consumo personal, conducta conmina con la pena de un mes a dos años de prisión.
a) Sin embargo, ese juicio normativo provisorio no soluciona aún el caso, pues cabe preguntarse si es factible aplicar un correctivo que atienda a la especificidad del mismo frente a la decisión de justicia adoptada por el legislador (justicia en el caso concreto) o si, en cambio, corresponde rechazar esa posibilidad de exégesis y realizar la adjudicación constitucional de la norma. Por cierto que en ambos supuestos el estudio debe recaer en el caso particular atendiendo al tipo de control de constitucionalidad previsto por nuestro constituyente, aunque la opción por uno u otro tipo de análisis, está sujeta al carácter de última ratio del ordenamiento jurídico del segundo atendiendo a su gravedad institucional por comprometer el sistema republicano de gobierno al poner en crisis una decisión mayoritaria por parte de un poder que no responde a dicho principio. De allí la regla según la cual, en materia de interpretación constitucional, debe estarse por la legitimidad de la norma cuestionada en tanto exista una intelección plausible a la luz del imperativo constitucional aparentemente vulnerado, que sólo corresponde rechazar cuando dicha interpretación se presente como irrazonable (máxima taxatividad interpretativa, según la denominación adoptada por Zaffaroni –cfr. Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro y Slokar, Alejandro, “Derecho Penal, Parte General”, Ediar, Buenos Aires, 2da. Edición, 2002, ps. 116/119).
En esta dirección, se dictaron numerosos precedentes que se inclinaron por esta opción y otros que, con prescindencia de las circunstancias particulares del caso –en principio formalmente típico a la luz de la figura que reprime la tenencia de estupefacientes para consumo personal- sostuvieron que la norma resulta inconstitucional a la luz del art. 19 C.N. Así, la propia Corte había dado los primeros pasos en el primer sentido, relativizando de ese modo su doctrina de Fallos: 308:1392 (“Bazterrica, Gustavo M.”, rta. el 29/8/86) in re: “G., A. M.”, rta. el 1/11/88 (ED, 132-599), donde resolvió que según las circunstancias y el contexto, la tenencia de drogas para uso personal podrá ser pública o privada y ser objeto o estar exenta de la autoridad de los magistrados. Una línea similar siguió este Tribunal en autos: “Baraj” (rta. el 30/1/94), aunque luego la Corte Suprema de Justicia limitó esta posibilidad interpretativa en Fallos: 318: 2103 (“Caporale, Susana y otros s/ infracción ley 23.737, rta. el 24/10/95, entre otros precedentes, también posteriores a “Montalvo” -rta. el 11/12/90-).
Sin embargo, con posterioridad, tribunales inferiores insistieron con perspectivas similares bajo la invocación de nuevos argumentos (vid., por ejemplo, la reciente decisión de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional, Sala VI, “Amendola, Matías Ezequiel”, rta. el 29/11/2007 y la doctrina sentada por la Sala II de este Tribunal a partir de la causa N° 23.552, “Thomas, Santiago s/ sobreseimiento”, rta. el 9/5/06). Otras voces, en cambio, optaron por la segunda óptica del problema y declararon la inconstitucionalidad del art. 14, apartado segundo, de la ley 23.737 (ver, por ejemplo, la disidencia de mi colega, Dr. Freiler, a partir de los autos “Cipolatti, Hugo s/ procesamiento”, c/n° 36.989, 7/6/05, CCFed. de la Plata,Sala III, causa N° 3904, in re:“T.L.L. s/ Inf. Ley 23.737”, rta. el 15/2/07, reg. T° 50 F° 33/48 y T.O.C. N° 1 de Necochea en el expte. 4165-0046, “Mailland, Juan Carlos s/ tenencia de estupefacientes con fines de comercialización, entre muchos otros).
Entiendo que corresponde adoptar esta última perspectiva pues, en general, los argumentos que sustentan la falta de trascendencia a terceros de una conducta a la luz de la prohibición resultan aplicables a todos los casos que, en abstracto, abarca la disposición, a no ser que, según el supuesto, se flexibilice el sentido y alcance asignado al art. 19 C.N. o las restantes razones en las que suele fundarse la irrazonabilidad de la ley frente al caso.
Por ello es necesario concentrarse en la adjudicación constitucional del art. 14, apartado segundo de la ley 23.737. Sin embargo, esta opción me enfrenta con dos asuntos íntimamente vinculados entre sí que se yerguen como precauciones en procura de la salvaguarda del principio republicano de gobierno y de aquellos que fundan la necesidad, más allá de la falta de exigencia formal del respeto al stare decisis, de conformar las decisiones –en especial, las relativas a la interpretación constitucional- a las del decidor último en esa materia (estabilidad, previsibilidad, certeza, congruencia, continuidad de lasinstituciones jurídico-políticas y la igualdad, cfr. entre otros, Garay, Alberto F., “La Corte Suprema debe sentirse obligada a fallar conforme a sus propios precedentes, Aspectos elementales del objeto y de la justificación de una decisión de la Corte Suprema y su relación con el caso ´Montalvo´”, LL-1991-II, ps. 870/92, especialmente, p. 874).
En cuanto al primero, lo he mencionado al referirme a la llamada objeción “contramayoritaria”, de la cual breva, asimismo, la regla según la cual resultan en principio irrevisables las cuestiones atinentes a la oportunidad, mérito y conveniencia de la decisión política. El segundo de ellos, abre el interrogante acerca de los casos en que es posible apartarse de la doctrina sentada por el máximo intérprete constitucional. Precisamente fueron estas precauciones aquellas que me condujeron, tras haber asumido el cargo en este Tribunal, a estar a lo decidido por la Corte Suprema en los autos “Caporale” y “Di Prato” (rtos. 24/10/95), sin perjuicio de dejar a salvo los fundamentos de la mayoría del Tribunal in re: “Baraj” (cit.) -ver, por ejemplo, causa N° 40.959, “Ledezma, Juan y otros s/ sobreseimiento”, rta. el 4/12/07, reg. 1492, entre otros-.
Sin embargo, la experiencia adquirida en el ejercicio de mi función y la advertencia, bajo el progresivo cambio de paradigma en la materia que nos ocupa, de la incorrecta y sesgada formulación de la realidad de la que parte la norma prohibitiva, me han inclinado a compartir, por un lado, la opinión de mi colega en punto a la irrazonabilidad de la norma en función de la falta de proporción entre medios y fines y a verificar, asimismo, su irrazonabilidad en la selección. De allí que, en orden a los motivos que desarrollaré infra, entiendo que, tanto en función de las consecuencias nocivas de la aplicación de la ley como a raíz de la deconstrucción de mitos y del paulatino viraje de la mirada en punto a la conflictividad regulada –sin que éste último criterio avance en términos de un relativismo inaceptable en materia de evaluación crítica a la luz de la Constitución- se configuran motivos de inconstitucionalidad sobreviviente, admitidos por nuestra Corte Suprema para una declaración de esa especie (ver, en esta dirección, “Itzcovich, Mabel v. Administración Nacional de la Seguridad Social s/ reajustes varios”, rta. el 29/3/05 –Lexis N° 40020159- y “Sejean c/ Zack de Sejean”, Fallos: 308:2268, con las advertencias que se realizan al respecto –vgr. Gelli, María Angélica, “Constitución de la Nación Argentina Comentada y Concordada, La Ley, Fondo Editor de Derecho yEconomía, 2da. Edición Ampliada y Actualizada, Buenos Aires, 254//57), que a su vez conforman, a mi entender, aquellos intersticios no vinculados por el holding de “Montalvo”, dictado hace dieciocho años, que permiten efectuar la adjudicación constitucional respetando el derecho como integridad al decir de Ronald Dworkin. Por lo demás, las nuevas tendencias desarrolladas progresivamente durante el transcurso de ese holgado lapso de tiempo, son compatibles con el desarrollo de la discusión internacional sobre el punto y no se enfrentan con las obligaciones asumidas por el país en dicho ámbito.
b) El control de constitucional del art. 14, 2do. párrafo de la ley 23.737 requiere remontarse a los avatares legislativos y a las principales líneas jurisprudenciales relativas al control de constitucionalidad de la prohibición de la tenencia de estupefacientes para consumo personal, de modo de estar preparados para computar las circunstancias en las que se sancionó la ley 23.737, los fines tenidos en cuenta por el legislador y las marchas y contramarchas en materia de contralor de la legitimidad externa de la prohibición. Dentro del cómputo de las variables de análisis, no es posible dejar de contar según se explicará luego, las consecuencias de la aplicación de la ley a través del tiempo, pues la consideración de su eficacia a la luz del fin perseguido tiende a replantear el enfoque de la realidad a reglamentar y reevaluar, de ese modo, tanto la selección como la adecuación de los medios con aquella finalidad.
Recién la ley 11.309 del 4/8/24 aludió a la antinormatividad de la venta, entrega o suministro de alcaloides o narcóticos, pero sería mediante una ley dictada dos años después, el 13/8/26, que se introdujo la prohibición de la tenencia de las drogas mencionadas en la norma por parte de quien no estuviese autorizado a la venta y no pudiese justificar la razón legítima de su posesión o tenencia –ley N° 11.331 que reformó el art. 204, 3° párrafo-. Se discutió, en consecuencia, si la finalidad de consumo personal era uno de los motivos que negaban el tipo. En dos fallos plenarios (con votos divididos) se concluyó que dicho propósito no constituía razón legítima de la tenencia y que su mera posesión creaba un peligro para los bienes que el derecho buscaba proteger, mientras que las minorías correspondientes entendieron que con independencia de la legitimidad del objetivo, lo cierto era que la ley no podía dirigirse contra quienes poseyeran el material con aquella finalidad, pues de lo contrario se restringiría indebidamente la libertad personal consagrada por el art. 19 C.N. (cfr. CCC, “González, Antonio”, rta. en el mes de octubre de 1930 y del mismo Tribunal, “Terán de Ibarra, Asunción” del año 1966).
Se empieza a avizorar el panorama de controversia en que se encuadraría la prohibición, pues ya en el Proyecto Peco de 1942 se programaba la tipicidad, únicamente, de la tenencia de estupefacientes enderezada a algún propósito de comercio o suministro, mientras que el Proyecto de 1960 excluyó la incriminación de la tenencia de una dosis para uso personal. La ley 17.567 (1968) derogó la ley vigente y penalizó el tener en poder estupefacientes, por parte de quien no estuviese autorizado, en cantidades que excedieran las correspondientes a un uso personal. Según la exposición de motivos, la tenencia en estas condiciones se vincula con la esfera de libertad individual protegida por el art. 19 C.N. En 1973 se derogó esta última disposición y se reestableció la prohibición anterior, mientras que en 1974 se sancionó la ley 20.771 cuyo artículo 6°, que prohibía la tenencia de estupefacientes, aunque estuviesen destinados al consumo personal, fue la materia de contralor constitucional por parte de la Corte Suprema en los casos “Bazterrica” y “Montalvo”, citados.
Esta norma enfrentó a Tribunales inferiores y a la doctrina en punto a su compatibilidad con el art. 19 C.N. Así, durante el gobierno de facto y la consiguiente fractura institucional, la Corte Suprema se expidió sobre el tema in re: “Colavini, Ariel Omar” (Fallos: 300:254, rta. el 28 de marzo de 1978), oportunidad en la cual, siguiendo la opinión del por entonces Procurador General de la Nación, Elías P. Guastavino, concluyó que la ley era legítima. La argumentación partió de la consideración de que la dialéctica relativa al art. 19 de la Constitución Nacional se tornaba ineficaz frente a la realidad concreta en que se enmarcaba el hecho juzgado, que la Corte delineó del siguiente modo:
“...no resulta ocioso, pese a su pública notoriedad, evocar la deletérea influencia de la creciente difusión actual de la toxicomanía en el mundo entero, calamidad social comparable a las guerras que asolan a la humanidad, o a las pestes que en tiempos pretéritos la diezmaban. Ni será sobreabundante recordar las consecuencias tremendas de esa plaga, tanto en cuanto a la práctica aniquilación de los individuos, como a su gravitación en la moral y la economía de los pueblos, traducida en la ociosidad, la delincuencia común y subversiva, la incapacidad de realizaciones que requieren una fuerte voluntad de superación y la destrucción de la familia, institución básica de la civilización...” (consid. 5to.).
Ante ese cuadro, consideró que resultaría una irresponsabilidad inaceptable que los gobiernos de los estados civilizados no instrumentaran todos los medios idóneos, conducentes a erradicar de manera drástica ese mal o, por lo menos, circunscribirlo a sus expresiones mínimas (el destacado me pertenece). Estimó que en función de ello se habían celebrado convenciones internacionales y creado organismos de esa naturaleza para coordinar la represión “de ese azote”.
Es preciso señalar, antes de continuar con el relato de los motivos de la decisión, que dicho bosquejo de la realidad sobre la que debía reglarse le permitió a la Corte prescindir de un adecuado y cuidadoso análisis del sentido y alcance del art. 19 de la Constitución Nacional, lo cual habilitó, a su vez, a través de la anatematización de la tenencia de estupefacientes para consumo personal en virtud de una política de “guerra” contra las drogas, desviar el análisis de su campo específico en materia de control de constitucionalidad -es decir, el de los derechos individuales-, para reforzar el desplazamiento con la prohibición para los jueces de evaluar la oportunidad, mérito o conveniencia de una decisión política (se trata de un parangón con la cita que se hace de Maier en la obra: “Reincidencia y Constitución Nacional”, publicada en Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia, Ed. Ad-Hoc, Bs. As., año III, Nº 7, ps. 87 y ssgtes., de Mario Magariños). En pocas palabras, se habló de política bajo el ropaje argumental de derechos individuales y se concluyó, a modo de tautología, que se trata de un campo exento de la revisión judicial.
En este sentido, no es menor destacar el lenguaje utilizado, que más allá de responder a la lógica de un oscuro período institucional, lo hizo también a la luz de una tendencia internacional en la cual las “drogas” eran un “mal” contra el cual había que luchar, de modo de erradicar “drásticamente” –según la terminología del fallo- toda vinculación con aquellas sustancias (ver, en este sentido, la crítica al discurso en materia de estupefacientes que realiza Luis Fernando Niño, en: ¿De qué hablamos cuando hablamos de drogas?, publicado en: “Drogas, mejor hablar de ciertas cosas”, Patricia Sorokin Comp., Departamento de Publicaciones de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la U.B.A., ps. 179/183, quien opina que hay cierta personificación en ese sujeto gramatical –se refiere a “la droga”-, significante que permite a determinados agentes “...hablarnos de un universo complejo y multívoco como si se tratara de un
macroorganismo patógeno, de un bicho maligno...”). No es casual, en esta dirección, que la Corte se refiera a una “peste” o “plaga”, es decir, como si un factor exógeno se hubiese inmiscuido en la sociedad y correspondiera su imperiosa erradicación mediante la eliminación de cualquier tipo de contacto para evitar la “propagación”.
Sin poner en tela de juicio esa tendencia –contra la cual, en la propia arena política, se alzaron muchos autores para demostrar la ineficacia de la campaña belicosa (ver, por ejemplo, Malamud Goti, Jaime, “Humos y Espejos, la paradoja de la guerra contra las drogas”, Editores del Puerto, 1994, con especial referencia al caso de Chapare, Bolivia)-, la Corte estimó que la legislación de nuestro país, a diferencia de otros países enmarcados en el mismo contexto, había adoptado un instrumento razonable y moderado a la luz de los fines perseguidos. Consideró que su propósito central es la represión del suministro -en cualquiera de sus formas- de las sustancias que, más allá de su empleo legítimo por la medicina, pueden transformarse en materia de un comercio favorecedor del “vicio” con todas las secuelas ya referidas. Ahora bien, como toda operación comercial supone la intervención de dos o más contratantes, sólo si no existieran los compradores y los usuarios, no habría interés económico en producir, elaborar y traficar con el producto.
De allí que, según la exposición de la Corte, el tenedor de la droga sea visto como un elemento indispensable para el tráfico.
El Tribunal sostuvo, en consecuencia, que: “...no puede sostenerse con ribetes de razonabilidad que el hecho de tener drogas en su poder, por los antecedentes y efectos que supone tal conducta, no trasciende de los límites del derecho a la intimidad, protegida por el art. 19 C.N...” (consid. N° 10) y agregó que tampoco la conducta es asimilable a la tentativa de suicidio o de autolesión –hipótesis que carecen, en principio, de trascendencia social- y que, de todos modos, estas últimas, según la opinión del Procurador General, podrían ser reprimidas cuando excediesen los límites de la individualidad y atacasen otros derechos como por ejemplo, en el supuesto del art. 820 del Código de Justicia Militar. Cabe recordar que aquel funcionario sostuvo que ante la afirmación de que se sanciona tan sólo el “vicio” como tal, en caso de ser acertada, correspondería discutir sobre la eficacia preventiva de la norma pero no aseverar que la conducta viciosa constituye una de las acciones libres del individuo.
Por último, sostuvo que no debían subestimarse los datos de la común experiencia según los cuales el consumo de drogas influye en la “la mentalidad individual” y, a menudo, se traduce en impulsos que determinan la ejecución de “acciones antisociales”, riesgo potencial que refuerza la conclusión, según al Corte, de que es lícita toda actividad estatal enderezada a evitarlo.
La descripción que antecede nos alerta acerca de que la definición del “fenómeno” que encabezó el fallo fue aquella que definió la solución pues se ha prescindido, según lo apuntado, de expresar el sentido y alcance del art. 19 C.N., del análisis del bien jurídico tutelado y del objeto de prohibición de la norma cuestionada. En otras palabras, ante la “deletérea influencia de la difusión actual de la toxicomanía en el mundo entero”, la responsabilidad del Estado radicaba en “extirpar” el fenómeno, para lo cual podía, legítimamente –a juicio de la Corte- luchar contra toda la cadena vinculada, a la cual se encontraba relacionado quien adquiría los estupefacientes para consumir. Ante este fin primordial de reducción de la demanda –para atacar el narcotráfico- el discurso de los derechos individuales pasaba a un segundo plano, pues podían restringirse en orden a un interés superior. En virtud de ese razonamiento, la Corte entendió que la tenencia para consumo trasciende la “intimidad”.
La propia estructura del fallo nos demuestra el modo en que la selectividad en materia de definición de la “realidad” no es un placebo, sino que se revela como cocreadora de discurso y de esa “realidad”, fenómeno que se refuerza con una lectura lineal, en forma de binomio, entre política y función judicial. “…En definitiva, se trata de una tendencia largamente transitada en materia de constitucionalidad de leyes penales, conforme a la cual pareciera que el único juez de la racionalidad de la tipificación de una conducta es el legislador y que al juez le estaría prohibido tomar en cuenta cualquier dato de la realidad para decidir al respecto, por mucho que la realidad le indique, con la más cruda de las evidencias, las consecuencias paradojales, aberrantes o catastróficas que esa tipificación tendría para la coexistencia ordenada…Esta `esquizofrenización´del saber ha servido para preservar al derecho de cualquier `contaminación´ con la realidad y ha fomentado una actitud judicial que pretende reducir la función del juez a la de un mero `aplicador´ no muy racional de leyes…” (Cfr. Zaffaroni, Eugenio R., “Tenencia de tóxicos prohibidos”, en LL-1986-IV, p. 237).
Ocho años después y en un marco institucional democrático, la Corte se enfrentó con un supuesto fáctico similar y revisó la constitucionalidad del art. 6 de la ley 20.771 in re: “Bazterrica” (cit.). Llegó a una conclusión contraria a la de su antecesora: la norma vulneraba la libertad personal amparada por el art. 19 C.N. e inserta en un marco de “ordenada libertad” (según el voto del Dr. Petracchi) pues proscribía represivamente una conducta –en verdad, un estado de cosas- que no lesionaba la moralidad intersubjetiva, es decir, el ámbito atinente a lo público, entendido no en términos geográficos sino de justicia. En primer lugar, se analizó el sentido y los alcances del art. 19 C.N. (cfr. consid. N° 4, 5 y 8) con el fin de establecer el contorno de las vallas de contención del sustrato material de una ley. Se descartó la moral autorreferente como ingrediente de la “moralidad pública” y se asignó el ámbito privado a la primera y el público a la segunda.
Explicó que a esta última y al orden público se refieren las normas morales que se dirigen a la protección de bienes de terceros. En esta dirección, el art. 19 C.N. limita las posibilidades del legislador, quien no podrá prohibir una conducta que se desarrolle dentro de la esfera privada, entendida no en términos de “intimidad” (protegida por el art. 18 C.N.) sino como aquella que no ofenda al orden o a la moral pública, esto es, que no perjudique a terceros –por ejemplo, una acción autolesiva-.En resumidas cuentas, la Corte adoptó la llamada postura “tripartita” –por oposición a la “bipartita”-, según la cual existen tres órdenes de conductas (las acciones privadas internas, las privadas externas y las públicas, de las cuales sólo interesan al orden de justicia las últimas pues preocupan al bien común por lesionar al orden y a la moral pública, o dañar a terceros, cfr. Sagüés, Néstor, “Tenencia de estupefacientes, autolesiones, delitos de peligro abstracto, razonabilidad de las penas y perspectivas del control de constitucionalidad, en LL-1986-IV, ps. 962 y ss); inteligencia que se revela aún con mayor nitidez en el voto concurrente del Dr. Petracchi.
Tras esta delimitación, la Corte no dejó de asumir la problemática relativa a los estupefacientes del siguiente modo: “...Que este Tribunal ha valorado la magnitud del problema de la drogadicción en Fallos 300:254, en que destacó la deletérea influencia de la creciente difusión actual de la toxicomanía en el mundo entero. Al subsistir las razones que informan tal apreciación, es menester realizar un análisis del tema ahora planteado, en términos que incluyan la consideración de todos los aspectos de tan compleja realidad...”, aunque se propuso desnaturalizar ciertas apreciaciones contenidas en la descripción del “fenómeno” y separar planos de análisis; aquel de los derechos individuales del referido a las políticas públicas lo cual, nos dice, es posible en tanto y en cuanto reconozcamos la complejidad de la realidad en dicha materia.
En esta dirección, sostuvo que no es factible presumir que en todos los casos la tenencia de estupefacientes para uso personal tenga consecuencias negativas para la ética colectiva. Sin embargo, al haberse desplazado la determinación de un nexo razonable entre la conducta y el daño que causa por el castigo de la mera creación de un riesgo (pues se acude a los datos de la “común experiencia”), se ha habilitado al intérprete hacer alusión a peligros abstractos y de ese modo, se ha relevado la necesidad de distinguir entre las acciones que ofenden a la moral pública o perjudican a un tercero, de aquellas que pertenecen al campo estrictamente individual; en consecuencia, la norma no se justifica frente al art. 19 C.N., máxime cuando la propia ley incrimina actos que presuponen la tenencia pero que trascienden la esfera de la privacidad (inducción al consumo, utilización para preparar, facilitar u ocultar un delito, la difusión pública del uso, o el uso en lugares expuestos al público o aun en lugares privados mas con probable trascendencia a terceros).
En otro orden de ideas, consideró que no está probado que la prevención penal de la tenencia y aun de la adicción sea un remedio eficiente para el problema que plantean las drogas, pues quienes sostienen que las causas de la adicción son de origen múltiple, entienden que el modo de atacarla es mediante la corrección de las alteraciones socio-económicas de la sociedad contemporánea. En esta dirección, se sostiene que la incriminación del toxicómano no ayuda a su tratamiento y, deben preferirse sistemas que impongan tratamientos de desintoxicación. En apoyo de dicha perspectiva se citan las conclusiones de diversos órganos internacionales que concluyen, en general, en la idea de que el encarcelamiento resulta contraproducente para evitar el uso de drogas, así como ciertos efectos que indirectamente suelen vincularse con el consumo. La Corte distinguió distintos tipos de relaciones con las drogas, situaciones frente a las cuales el Estado debe proporcionar diversas respuestas, para cuya formulación no es posible dejar de considerar el impacto de ellas sobre el individuo. En este sentido sostuvo que: “...Una respuesta de tipo penal, tendiente a proteger la salud pública a través de una figura de peligro abstracto, no tendrá siempre un efecto disuasivo moralizador positivo respecto del consumidor ocasional o aquel que se inicia en la droga, y, en muchos casos, ante su irremediable rotulación como delincuente, el individuo será empujado al accionar delictivo inducido por la propia ley. Este individuo quedará estigmatizado como delincuente por la misma comunidad que debe encargarse de proporcionar medios para tratar a los adictos, tendrá un antecedente penal que lo acompañará en el futuro y le obstaculizará posibles salidas laborales y la reinserción en la realidad que trataba de evadir. La función del derecho debería ser controlar o prevenir, sin estigmatizar, y garantizar, o al menos no interferir, con el derecho a ser tratados que tienen los adictos...” (Consid. N° 11).
Por ello, estimó que tanto en el caso de adictos, como de simples tenedores, el encarcelamiento carece de razonabilidad y puede representar para tales sujetos un ulterior estigma y, en esta dirección, se incumple con la obligación estatuida en la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, de considerar medidas para el tratamiento médico, el cuidado y la rehabilitación de los toxicómanos y de establecer servicios adecuados para su tratamiento.
De la descripción anterior, me interesa el hecho de que la Corte nos alerta acerca de la naturalización de la realidad y de la posibilidad de apartarnos del enfoque corriente y observarla como objeto de estudio. Nos advirtió, en pocas palabras, la complejidad del fenómeno y la necesidad de tener en cuenta sus diversos aspectos para poder formular respuestas adecuadas, cuyo impacto también deberá ser considerado. Todos estos vértices hacen, según puede deducirse, a la razonabilidad de la ley a la luz de los fines perseguidos. Ello fue acompañado con el regreso del discurso hacia el ámbito de los derechos individuales, se esté o no de acuerdo con la solución.
En este sentido y retomando la cita de la obra del Dr. Zaffaroni citada, corresponde señalar que: “…El legislador tiene un margen muy amplio de decisión política, pero el juez tiene el deber de exigirle un mínimo de racionalidad en la selección de las conductas que criminaliza, porque es de la esencia del sistema republicano la racionalidad de los actos de gobierno, no sólo en cuanto a coherencia interna con otros actos en el seno de un discurso jurídico cerrado en sí mismo, sino también en cuanto a un elemental contacto con la realidad que impida la provocación de consecuencias desastrosas por su notoria inadecuación al fin propuesto…” (op. cit., p. 238).
En el voto concurrente del Dr. Petracchi se advierte también la misma preocupación y la necesidad de repeler miradas sesgadas del problema (ver en especial el considerando N° 14, en donde evalúa la falencia de la ley 20.771 en establecer un sistema integral para la problemática, en considerar los diversos efectos del “fenómeno” en sectores individualizados de la sociedad y en delinear una política general de soluciones alternativas complementarias de la mera punición; y el considerando N° 21 que alude a que el art. 6 de esa ley adolece, en primer lugar, de serios vicios en la fundamentación y en la evaluación completa del problema sobre el que se quiere actuar en la búsqueda de soluciones, defectos que pretenden ocultarse con el fácil recurso a la prohibición penal).
Tras realizar un detenido análisis del sentido y alcance del art. 19 C.N. que acompañó con el detalle de su proceso legislativo constitucional, sostuvo que éste se enmarca en un sistema de “ordenada libertad” que define una trama de ubicación de los individuos en la sociedad en la que se entrelazan derechos implícitos y explícitos, en la cual la libertad individual está protegida de toda imposición arbitraria o restricción sin sentido, desde que el art. 28 de la C.N. impide al legislador obrar caprichosamente de modo de destruir lo mismo que ha querido amparar y sostener. El Juez aclaró que las acciones privadas no se transforman en públicas por el hecho de que el Estado decida prohibirlas, ni por el hecho contingente de que haya otras personas realizando la misma conducta.
En este sentido, destacó en primer lugar que aun cuando en “Colavini” la Corte, con remisión a los argumentos del Procurador, admitió la posible ineficacia preventiva de la norma de considerarse que ésta incrimina un mero “vicio”, no se no hizo cargo de verificar si la conducta calificada como “viciosa” es una de aquellas libres, amparadas por el art. 19 C.N. Antes de analizar las razones que se dieron para justificar la incriminación de la tenencia de estupefacientes para consumo personal el magistrado cuestionó la afirmación según la cual la figura contribuye a evitar consecuencias negativas concretas para el bienestar y la seguridad general, en una línea similar a la seguida por la mayoría, en el sentido de considerar que el adicto al consumo de estupefacientes es un enfermo y, en última instancia, “víctima” de los defectos estructurales que subyacen a la problemática. Agregó al razonamiento de sus colegas, que en países de larga tradición liberal, se plantean políticas globales con el fin de brindar ayuda al tratamiento y reincorporar al toxicómano a la sociedad, en lugar de calificarlo como delincuente con las graves consecuencias que eso encierra. Compartió el juicio de la mayoría acerca de la irrazonabilidad del encarcelamiento de los consumidores.
 #155367  por Pandilla
 
Agregó que frente a las tendencias internacionales y de nuestro propio país en ese ámbito correspondía, según el juez, considerar medidas alternativas eficaces para enfocar el problema de la difusión de la droga, máxime si se atiende a que no todas las drogas, psicofármacos y estupefacientes tienen idénticas consecuencias sobre la salud, tanto por sus diferentes efectos como en relación a las cantidades en las que se las consume – distinciones que nuestra ley no recibe ni considera-.
Descartado el argumento atinente a la eficacia preventiva de la norma, el magistrado se concentró en estudiar las restantes razones que se invocan para justificar su legitimidad constitucional. Identificó tres grupos de motivos (juicios de carácter ético, razones de política global de represión del narcotráfico y los atinentes a la defensa social).
Descartó el primero por perfeccionista y señaló la posibilidad de deslindar, a la luz del art. 19 C.N., la actividad de quien suministra las sustancias de la de quien las consume. El castigo del aprovechamiento de los estados de dependencia patológica se justifica por poner en riesgo la salud pública, sin que pueda equiparse su tratamiento con el de la autolesión en sí misma, reservada a la decisión del individuo en tanto no se afecten derechos de terceros (cfr. “Ponzetti de Balbín”). Dice el juez que argumentos como los del Procurador in re: “Colavini” que persiguen presentar a la autolesión como riesgosa o dañosa frente a terceros, deben recurrir a ficciones como la de la representación organicista de la sociedad, asentada en la tesis de que si se mira aisladamente el consumo por un solo tenedor al margen de la directa trascendencia social, el acto podría tener exclusiva naturaleza individual, pero que la índole del consumo de estupefacientes exige que su consideración jurídica se haga desde el punto de vista del daño social, como consumo por la comunidad.
En cuanto al segundo grupo cuestionó la aserción de que el consumidor es la vía para descubrir al traficante, por lo menos a los protagonistas del llamado “tráfico hormiga”, que el castigo al consumo implicará una reducción en la demanda y que por este medio se arruinaría el negocio del traficante. En cuanto al “descubrimiento” del “traficante”, el Dr. Petracchi sostiene que el argumento es autocontradictorio y que lleva a la confusión de transformar a la víctima de un delito en su coautor. Respecto de la reducción de la demanda, ironiza que equivale a afirmar que proteger la vida es contribuir a crear las condiciones necesarias para la ejecución de homicidios. En lo concerniente al aspecto procesal, señaló que la percepción de que a través del encarcelamiento del consumidor es factible descubrir al vendedor se enfrenta con la garantía contra la autoincriminación. Por último, en lo relativo al “tráfico hormiga” se trata de una situación que cabe diferenciar de la tenencia para consumo personal desde el punto de vista del reproche penal.
En cuanto a las consecuencias del consumo, si se considera que se trata de un daño que alguien se irroga a sí mismo, queda abarcado por el art. 19 C.N., a no ser que el consumo se lleve a cabo en una situación que implique incitar a terceros. Sin embargo en este supuesto, es la provisión o la incitación a terceros y no el propio consumo lo que produce el daño. Sostuvo, en consecuencia, que no es posible castigar a las víctimas de los graves problemas sociales, sino instrumentar políticas integrales que el Estado debe implementar en legislaciones completas. Respecto del último orden de argumentos, atinentes a la creación de un grave peligro social, ellos reposan en la idea de que el consumo constituye en sí mismo un hecho de alta peligrosidad, pues puede conducir a la realización de otros delitos en estado de drogadicción. No se trata de averiguar si el consumo es una actividad de terribles consecuencias para la salud psicológica y física individual y también para las relaciones de un grupo social, sino en determinar si es razonable el establecimiento de severas sanciones
penales para cualquier conducta por el solo hecho de la peligrosidad que representa.
Empero, contesta que el castigo penal siempre deberá estar relacionado con la efectiva concreción de los daños y no con la mera situación en que el delito podría cometerse. Concluyó que las razones antedichas no se presentan como convincentes y se desdibujan frente a las tesis actuales con las que el problema se encara en la mayor parte de las legislaciones modernas. Finalizó la exposición con el convencimiento de que la incriminación cuestionada se enfrenta con el art. 19 C.N. pues se dirige contra una acción privada.
El mismo día de esta decisión, el Tribunal ratificaba la doctrina in re: “Capalbo” (“Capalbo, Alejandro C.”, LL-1986-IV, ps. 229/236) y poco tiempo después, según hemos rememorado “supra”, comenzaba a relativizarla al considerar la factibilidad de hipótesis en las cuales la tenencia de estupefacientes para consumo personal podía, según el caso, tornarse riesgosa y, en esta dirección, competer al ámbito público; desdibujaba así el argumento vinculado con la existencia de prohibiciones específicas en la misma ley para este tipo de riesgos más cercanos al bien jurídico protegido (por ejemplo, la inducción al consumo).
Mientras, la doctrina se enfrentaba en esta arena y discutía, entorno al art. 19, C.N., si la figura respetaba o no los parámetros constitucionales (había quienes se pronunciaban por la inconstitucionalidad de la norma por revelarse contraria a la libertad individual y reflejar un perfeccionismo o paternalismo cercano al primero, inaceptables en un Estado de Derecho –vgr. Nino, Carlos S. (LL-1979-D, p. 743 y en “Ética y Derechos Humanos”, Ed. Astrea, 1989, ps. 413/445) y Malamud Goti, Jaime (Debates, p. 163 y ssgtes., y en LL-1986-D, ps. 1106 y ssgtes.)- otros, como por ejemplo Nuñez, se concentraban en el daño a la salud pública que sustentaban en una ficción como la criticada por el Dr. Petracchi (Núñez, Ricardo C., “¿Es posible castigar la tenencia de
estupefacientes destinados a uso personal?”, en Doctrina Penal, ps. 257 y ssgtes.); o quienes si bien aceptaban la ampliación del margen de revisión judicial, encontraban reparos en la percepción de que la norma fuese absolutamente irrazonable (Sagüés, Néstor P. en LL-1986-IV, ps. 962 y ssgtes.).-
Mientras, en este contexto, el legislador redoblaba la apuesta y ya desde 1986 discutía la reforma de la ley 20.771 y consideraba, en ese contexto, la decisión recaída en “Bazterrica”. Decidió mantener la prohibición, aunque como un tipo específico y atenuado de la tenencia simple y se consideraron y establecieron medidas de tipo educativas y curativas para quienes hacían uso de estupefacientes con la posibilidad, en caso de lograr la “rehabilitación”, de extinguir la acción penal. Luego veremos las implicancias de este cambio, tanto a nivel de las consecuencias como en su impacto discursivo, pero me interesa destacar que el “enfoque terapéutico” no fue pasado por alto.
Se admitía de ese modo, aunque no explícitamente, que aquel “mal externo” era un poco más complejo que el reflejado por la concepción de “amigo-enemigo” y que existían diferencias entre el accionar de quienes alimentaban el circuito de suministro y de quienes tenían estupefacientes para consumir, aunque sin renunciar al castigo de estos últimos. Sin embargo, la Corte de “Montalvo”, merced a que la ley 23.737 se sancionó con posterioridad al hecho del caso y pese a su invocación expresa por parte de la defensa, trató indistintamente ambas normativas bajo la genérica alusión a la “tenencia de estupefacientes para consumo personal”, lo cual le permitió retomar la descripción de la realidad y el enfoque de “Colavini” y saltar así el agua corrida bajo el puente. De ese modo, pudo hacer alusión a argumentos que, a la luz de la nueva legislación, aparecen cuanto menos como dudosos –por ejemplo, las objeciones basadas en el supuesto del “traficante hormiga” parecen carecer de sentido frente a una tenencia taxativamente diferenciada en punto a sus fines- y restar relevancia a la sensible diferencia de disvalor entre la conducta de quien tiene y aquélla de quien tiene para consumir así como a la necesidad de explicar el por qué o qué percepción subyace detrás de la extinción de la acción penal relativa a la conducta –potencialmente dañosa para la moral y orden público, según afirma el fallo- de quien logró rehabilitarse tras un tratamiento.
Así, el 11 de diciembre de 1990, el Tribunal, tras pasar por alto las limitaciones autoimpuestas en decisiones anteriores y virar la doctrina de “Bazterrica” bajo la justificación de la nueva composición del Tribunal (vid. la crítica de Garay, Alberto, “La Corte Suprema debe...”, cit.), falló en “Montalvo” que ni el art. 6 de la ley 20.771, ni el 14, apartado segundo de la ley N° 23.737 se enfrentaban con el art. 19 de la C.N. La Corte repasó el desarrollo legislativo y la jurisprudencia relativa a la tenencia de estupefacientes para consumo personal y se detuvo en “Colavini” –y en decisiones posteriores que reeditaron la decisión-, especialmente en el párrafo atinente a que la conducta, por sus antecedentes y consecuencias, trasciende los límites de la intimidad, protegida por el art. 19 C.N., por lo cual es lícita toda actividad del Estado enderezada a evitar las consecuencias que para la ética colectiva, el bienestar y la seguridad general pudieran derivar de la tenencia. Asimismo, hizo referencia a uno de los argumentos de “Valerio” (Fallos 303:1205 de 1981) según el cual la incriminación de una conducta de peligro abstracto, encuentra su fundamento constitucional en que, una vez determinada por los poderes públicos la potencialidad dañosa de determinadas sustancias respecto de la salud pública, su tenencia constituye una acción que transciende la intimidad, susceptible de ser castigada.
Para volver a la doctrina de “Colavini” consideró los motivos que tuvo en cuenta el legislador al sancionar el art. 6 de la ley 20.771, en especial, la “…necesidad de proteger a la comunidad ante uno de los más tenebrosos azotes que atenta contra la salud humana...”. Se consideró asimismo que no se trata de la represión del usuario que no ha cometido delito contra las personas, sino de reprimir el delito contra la salud pública, porque lo que se quiere proteger no es el interés particular del adicto, sino el interés general que está por encima de él y que aquél, como suele suceder, trata de alguna manera de resquebrajar, dado que su conducta constituye también un medio de difusión de la droga o de los estupefacientes…”.
Consideraron que dichas razones atienden a asuntos de política criminal y por ello, a cuestiones de oportunidad, mérito o conveniencia, ajenas a la revisión judicial. Los jueces precisaron que el examen de la razonabilidad de la ley no la habilita a evaluar la mayor o menor utilidad real que la pena puede proporcionar para combatir el flagelo de la droga, como tampoco lo podría hacer respecto de las penas conminadas para cualquier otro delito, a no ser que las razones del legislador atenten contra garantías constitucionales o medie una manifiesta desproporción entre los fines perseguidos y los medios arbitrados para alcanzarlos. En consecuencia, la Corte quita del examen de razonabilidad el cómputo del impacto o efectos de la aplicación de la ley en miras al fin perseguido y propone, en cambio, un análisis que en la abstracción, permita estudiar la proporcionalidad y, por otro lado, la correspondencia con el texto constitucional. Fortaleció este enfoque limitativo con la aseveración de que, en caso de duda, debe estarse por la legitimidad, si se tiene certeza de que la norma expresa, con fidelidad, “la conciencia jurídica y moral de la comunidad”. Tras este introito, la Corte enfrentó la ley con el art. 19 de la C.N. El análisis relativo a la limitación impuesta por el artículo no se concentró en el significado de la moral y el orden público, sino en la expresión “de ningún modo” contenida en el texto constitucional. Entendió así que la restricción se desactiva cuando de “algún modo”, cierto y ponderable, la conducta sea ofensiva o perjudicial y, por lo tanto –sin necesidad de que la ofensividad se verifique en todos los supuestos- ella se subordina a las formas de control social que el Estado, como agente insustituible del bien común, puede emplear lícita y discrecionalmente.
Según el Tribunal, ello sucede en “algunos casos” respecto de la norma estudiada pues, por un lado, “…los drogadictos ofrecen su ejemplo, su instigación o su convite, a quienes no lo son…El efecto contagioso de la drogadicción y la tendencia a “contagiar” de los drogadictos son un hecho público y notorio, o sea un elemento de la verdad jurídica objetiva” (consid. N° 11). Por ello, en una gran cantidad de casos, las consecuencias de la conducta del “drogadicto” –según la terminología empleada por los ministros- no quedan encerradas en su “intimidad” sino que se “exteriorizan en acciones”. Por el otro, estimó que al tratarse de una figura de peligro abstracto, está ínsita la trascendencia a terceros, pues detrás del tenedor está el pasador o traficante “hormiga”, y el verdadero traficante, así como el que siembra o cultiva, sin que la presunción de peligro sea irrazonable, en atención a la relación entre los bienes jurídicamente protegidos y la conducta incriminada. Sostuvo que no debe probarse la concurrencia del riesgo en todos los casos, pues se deformaría el tipo existente.
Respecto del nexo entre la figura y el perjuicio, sostuvo que si bien se ha perseguido resguardar la salud pública como objetivo inmediato, el amparo se extiende a un conjunto de bienes jurídicos que trasciende aquella finalidad, abarcando la protección de los valores morales, de la familia, de la sociedad, de la juventud, de la niñez y, en última instancia, la subsistencia misma de la Nación y hasta de la humanidad toda. De lo contrario, argumentó que la sociedad y la juventud en particular, podrían creer que consumir estupefacientes no es una conducta disvaliosa y que al Estado no le interesa que los miembros de la comunidad se destruyan a sí mismos y a los demás, lo que demuestra que no se castiga en sí misma la autolesión.
Agregó que al tratarse de un delito de peligro abstracto, cualquier actividad relacionada con el consumo pone en peligro la moral, salud pública y hasta la misma supervivencia de la Nación, cuyo potencial humano es quizás su mayor patrimonio. El legislador ha querido someter a conminación penal a todo aquel que se sustraiga del poder de policía de salubridad que ejerce el Estado. Por ello, no debe ponderarse la cantidad, pues por lo general, el tenedor, para comprar la droga, oficia de traficante y éste lleva pequeñas cantidades para pasar por consumidor. Entonces, no es sólo “víctima del mal”. Opina, en consecuencia, que la teoría de la insignificancia atenta contra el verdadero fin querido por el legislador: proteger a la comunidad del flagelo de la droga y terminar con el traficante.
Por último, criticó por autocontradictorio el argumento que encierra la conducta en el art. 19 C.N. pero que al mismo tiempo admite la posibilidad de imponer coactivamente tratamientos; señaló que no es tarea de los jueces optar por una u otra forma de enfocar el problema y valoró la insistencia del legislador en renovar un régimen legal que consideró análogo, es decir, el art. 14, segundo párrafo, de la ley 23.737.
Consideró que la diferenciación atinente a la tenencia para consumo propio es irrelevante, porque es tenencia al fin y que los legisladores, tuvieron en cuenta las “...tremendas consecuencias de esta plaga tanto en lo que se refiere a la práctica aniquilación del individuo como a su gravitación en la moral y economía de los pueblos, traducidas en la delincuencia común y subversiva, la incapacidad para realizaciones que lequieren una fuerte voluntad de superación y la destrucción de la familia, base fundamental de nuestra civilización…” (cita del diario de sesiones del 8/3/89, aunque en verdad se trata de las consideraciones realizadas por la Corte in re: “Colavini” en el año 1978, lo que explica la lamentable alusión a la “delincuencia subversiva”).
c) Ciertos puntos del relato que antecede funcionarán como guía de análisis en la reevaluación de la constitucionalidad de la norma plasmada en el art. 14, apartado segundo, de la ley 23.737. En primer lugar, y retomando la introducción de mi voto, no es posible desconocer, más allá de las fallas que puedan detectarse en el precedente evocado en último lugar y de la opinión adversa que eventualmente se sostenga, que él representa la doctrina que, hasta el momento, se ha erguido como la última voz de nuestro máximo Tribunal acerca la adjudicación constitucional del art. 6 de la ley 20.771 e, indirectamente, del art. 14, segundo párrafo de la ley 23.737. En esta dirección, cabe tener presente la precaución advertida supra en cuanto a la necesidad de detectar los intersticios que traduzcan a la decisión que se adopte como una expresión del derecho como integridad.
Sin embargo, a la hora de evaluar estos espacios no explorados, no es posible perder de vista la injerencia de las valoraciones sociales y de los paradigmas, es decir, de las formas de ver el mundo, que informaron cada decisión adoptada y se filtraron en sus párrafos, con la advertencia, por cierto, de que, en materia de adjudicación constitucional, un relativismo desmedido deslegitima la decisión judicial y da razón al realismo jurídico.
Empero, el paso del tiempo y la modificación de las prácticas sociales dejan lugar para el desapego de la realidad –en que se vive y que se construye simultáneamente- y la adquisición de perspectiva al respecto y la posibilidad de evaluarla, ahora como objeto, bajo una nueva luz. No se trata de cerrar un debate perennemente abierto acerca del relativismo-objetivismo de los valores, sino de reconocer que, aún cuando la moralidad crítica permita desentrañar la carga de prejuicios de la moralidad positiva, los análisis críticos pueden variar en orden al cambio paulatino en las formas de pensar y de ver la realidad, especialmente cuando la propia aplicación de la ley a través del tiempo en lo que atañe a la punición de quien tiene estupefacientes para consumir nos ha demostrado sin cortapisas que no se ha podido llegar al narcotraficante, que los recursos se agotan en la selectiva persecución y estigmatización de quien consume estupefacientes y que todo este entramado cala negativamente en la posibilidad de disminuir las consecuencias nocivas para la salud del consumo de estupefacientes.
En esta dirección, entiendo muy atinado el análisis del Dr. Petracchi en función del pensamiento de Sartre, cuando sostuvo en su voto concurrente in re: “Bazterrica” que: “...Para algunos juristas, en especial algunos penalistas, se presenta con tanta fuerza la necesidad de creer que la ´realidad´ (confirmatoria de sus pronósticos) es algo más que una construcción social que, por lo mismo, aquélla se vuelve consciente como necesidad, y, también por lo mismo, consciente de la imposibilidad de su objeto, que no podrá ser ya ´la existencia de una realidad meramente construida´, sino ´la necesidad distinta que debe ser instituida´. Obviamente, por este carril se llega a establecer una categoría fundamental de lo que se necesita; pero “lo que se necesita” no podrá satisfacerse porque ha sido incorrectamente formulado...” (Consid. N° 22).
En este orden de ideas, la propia identificación de una circunstancia como un “mito” implica haber logrado corrernos del “mundo”, adquirido así perspectiva y desnaturalizado de ese modo algo que percibíamos óntico. En esta dirección, Michel Foucault ha señalado que el conocimiento (la verdad) no es un resultado o producto de la bondad o del amor o de una desinteresada o inocente posición ante el problema a conocer.
Es, en cambio, otra forma de ordenar el problema, o sea, la creación de otro orden y no el “descubrimiento del orden”. “...Esta propuesta metodológica nos lleva a una discusión sobre la existencia de verdad sin sujeto, frente a la posibilidad de que la ciencia quede relegada a la tarea de develadora de tal orden. Sus connotaciones con la epistemología positivista son indudables, como indudables son sus consecuencias para requerir de una respuesta para defender a la sociedad cuando se devela que está agredida por tal o cual conducta, por tal o cual sustancia...” (cfr. Pegoraro, Juan S. y Fernández, A., “El orden y el sujeto en una relación social alternativa. El problema de la droga”, publicado en “Delito- Sociedad”, Revista de Ciencias Sociales, Año 3, N° 4 y 5, segundo semestre de 1993 y primero de 1994, Realización Gráfica Integral, CINAP, Facultad de Ciencias Sociales, U.B.A., p. 137).
De allí que es posible, sin mutar valores que pueden objetivarse mediante la reconstrucción del debate deliberativo, redefinir ciertas afirmaciones basadas en percepciones de la realidad que ahora, merced a la adquisición de perspectiva, es posible aprehender como sesgadas por reflejar ordenaciones actualmente cuestionadas. Estos corrimientos y nuevas apreciaciones de la “realidad” no pueden ser desconocidos por el derecho que regla, precisamente, las relaciones intersubjetivas. Esta postura repele, por cierto, interpretaciones peligrosas que la propia existencia de la Constitución pretende aventar, atrincherando a las minorías frente a eventuales valoraciones mayoritarias enfrentadas con nuestra seguridad individual. Persigue, en cambio, demostrar cómo la inevitable interpretación –y con especial detenimiento en materia constitucional atendiendo a la radical indeterminación de sus disposiciones y a la llamada “inconmesurabilidad de valores- puede ir mutando legítimamente según nuevas formas de apreciación de la realidad (vid. en esta dirección “Sejean”, por un lado, y la admisión de la consideración de las consecuencias de la aplicación de la ley en materia de la evaluación de su razonabilidad en “Bazterrica” e “Itzcovich”, ya citados, por el otro).
En cuanto a la problemática que nos ocupa, entiendo que ella ha sido enfocada desde distintos prismas que han ido avanzando y retrocediendo multidimensionalmente –en conjunción con la dinámica de todo proceso social-, miradas que se han reflejado en los lineamientos de diversas políticas públicas al respecto. En este marco, el control judicial de la constitucionalidad de la norma que reprime la tenencia de estupefacientes para consumo personal ha virado en función de los distintos modos de apreciar la realidad y se ha dilatado o restringido según la admisión o el rechazo del contacto del juez con la definición (por cierto simplificadora) del sustrato regulado. En esta dirección, a partir de “Bazterrica” y “Capalbo”, se aceptó la posibilidad de relacionar los medios con los fines de la decisión política, trayendo a colación, para el análisis, las consecuencias de la aplicación de la norma. En “Montalvo” se declaró en abstracto la factibilidad de la primera correlación, aunque se rechazó la posibilidad de computar las consecuencias. En suma, los jueces se acercaron al contacto con la delimitación del campo fáctico regulado y luego cerraron esta posibilidad, dando lugar, como dijo el Dr. Zaffaroni en la obra citada, a una reproducción de la ideología contenida en la selección. Ello fue acompañado de corrimientos del lenguaje de los derechos individuales y su desplazamiento por consideraciones políticas declaradas irrevisables. Por ejemplo, se dijo que la valoración de la peligrosidad en abstracto de la conducta descansa en la generalización realizada por el legislador que, por ello, no puede ser materia de contralor judicial.
En general, más allá de que se ha discutido en la arena política el tipo de diseño de la política de control del narcotráfico y del suministro de estupefacientes –se ha enfrentado, como hemos señalado, la idea rectora de la “guerra” por ineficaz y propuesto miradas alternativas concentradas en el desarrollo-, no se ha puesto en tela de juicio la necesidad de regular el suministro, en general, de estupefacientes. Sin embargo, sí se ha cuestionado la posibilidad de responder penalmente frente a la tenencia de estupefacientes para el consumo o al propio uso de drogas. En nuestro país, la discusión ha girado entorno al art. 19 de la Constitución, aunque en el desarrollo del debate se han filtrado cuestiones que reflejan las percepciones que informan la formulación de tales políticas, presentadas como argumentos jurídicos. Sin embargo, no se ha dejado lugar, entre las variables del debate, a la posibilidad de que la selección de un tipo de respuesta menoscabe, en sí mismo, derechos individuales cuyo ejercicio el Estado está obligado a garantizar.
Se ha visto que en el marco de la doctrina, cierto sector entendió que la prohibición o bien se presentaba como un avance inconstitucional del perfeccionismo estatal o de un paternalismo en el mal sentido -es decir, de aquel que se subroga en la definición de los mejores intereses de una persona y le impone coactivamente determinado curso de acción- y que, por el principio de prudencia racional en la persecución del objetivo de protección social, no era posible reprimir una clase genérica de actos cuando lo que se quiere desalentar es una subclase más específica que puede ser identificada –por ejemplo, la inducción al consumo o la colocación consciente en estado de inimputabilidad con el fin de cometer un delito-. Otras corrientes si bien admitían que las autolesiones en sí mismas no resultan punibles, consideraban que la tenencia para consumo personal, trascendía la esfera individual para proyectarse negativamente sobre la salud pública y sobre bienes de terceros. La discusión responsable se vio menoscabada por la falta de definición de los términos empleados y de ese modo por la posibilidad de resignificar, en función de un análisis no precedido por la determinación del sentido y alcance del art. 19 C.N., de las limitaciones impuestas por este último.
Sin perjuicio de lo expuesto, las diversas opiniones reconocían la dificultad de resolver “a priori” la cuestión. Por ejemplo, Nino sostenía que: “...Creo, en consecuencia, que una adecuada articulación de las implicaciones del principio de autonomía de la persona permite sostener que los argumentos perfeccionista, paternalista y de la defensa social no justifican concluyentemente la represión de la tenencia de drogas con el fin exclusivo de consumo personal. Tales argumentos no son, en absoluto, irrazonables, y es muy torpe suponer que la mera adhesión a ellos –sobre todo a los dos últimos- implica, por sí misma, una profesión de fe autoritaria. Sin embargo, cada uno de los argumentos que hemos discutido, plantea sucesivamente dificultades adicionales que exigen ir precisando el alcance del derecho básico que deriva del principio de autonomía...” (Cfr. “Ética...”, op. Cit., p. 445).
Sagüés, en la obra citada, sin perjuicio de partir del mismo tipo de definición tripartita a la que aludimos y de admitir la visión crítica sobre la mirada legislativa –decía que la mera voluntad del poder legisferante carece de la virtud mágica de hacer de lo privado lo público, ni de lo público lo privado y que la distinción debe partir del supuesto de la existencia de un bien común (bienestar general, dice el Preámbulo) que se supraordina a los bienes individuales; pero que se integra, también, con el concepto de dignidad personal, que a su vez exige el respeto a la privacidad natural del individuo-, llegaba a una conclusión contraria a la adoptada por la Corte in re: Bazterrica”.
Por otro lado y más allá de serias opiniones relativas al debate concentrado en el art. 19 C.N., la discusión no estuvo exenta de ciertos defectos que la empañaron y que, sin que lo advirtiéramos, ingresaban en el imaginario social como necesidades y naturalidades que, con posterioridad, obstaron a nuevas aproximaciones a la problemática. Por ejemplo, descripciones por medio de vocablos tales como “plaga”,
“flagelo”, la “posibilidad de propagación”, la afirmación reiterada acerca de la incompetencia del poder judicial para cuestionar la política elegida con el fin de “luchar” contra el fenómeno así como para discutir la eficacia preventiva de una norma, sumada al desplazamiento inadvertido del lenguaje de los derechos, cerraba el campo de análisis y obligaba a los jueces a enmarcar sus decisiones a la ordenación establecida. Este apego definió también el establecimiento de ciertos mitos entorno al problema que nos ocupa y que contribuyeron a alejarnos cada vez más de la posibilidad de separar planos en lo que a las responsabilidades estatales se refiere. Entre ellos, cabe mencionar, por ejemplo, el relativo a que si se desincrimina la tenencia de estupefacientes para consumo personal, se produciría un consumo masivo en sitios públicos y que el mensaje del Estado radicaría en un comunicado acerca de su indiferencia respecto del problema y de las consecuencias individuales y sociales del “flagelo” (ver acerca de los distintos mitos el artículo de Hoyos Vázquez Guillermo, “Drogas y Moral, entre la educación y las leyes”, publicado como capítulo XI del compilado”Moralidad, legalidad y drogas”, Pablo de Greiff y Gustavo de Greiff (compiladores), Fondo de Cultura Económica, , México, 2000, ps. 383/407).
Como se ha visto, los mitos actúan en nuestras creencias y crean realidad, interactuando con aquélla que se había establecido para el tópico. En esta dirección, el entrevero de argumentos de políticas públicas con otros estrictamente ceñidos a la evaluación de la constitucionalidad de una norma, y los mitos aludidos, ha desembocado en el imaginario social atinente a que la respuesta penal no sólo es posible sino que también es la única posible y que el silencio del poder coactivo se revelaría como una irresponsabilidad inaceptable de parte del Estado. Esta mirada contribuyó a opacar otra posible y más comprensiva atinente a la factibilidad de la pregunta acerca de cuáles son las responsabilidades de un Estado en relación con un tema puntual y si la respuesta penal no debería ser en cambio la última, y, eventualmente, si la elección de la represión no estaría velando –a través del avasallamiento de la seguridad individual- el incumplimiento de otras relativas a la garantía en el ejercicio de derechos. Precisamente la advertencia de la existencia de mitos como el referido y de su virtualidad en el oscurecimiento de las diversas áreas de responsabilidad del Estado fueron destacados en proyectos que persiguen despenalizar la conducta prohibida por el art. 14, 2do. ap., de la ley 23.737 (“...La justicia debe perseguir a los narcotraficantes y el Ministerio de Salud y otras áreas del Estado vinculadas con las políticas sanitarias, educativas y sociales, prevenir la drogodependencia y ayudar a los adictos a superar su enfermedad...”, sostuvo la autora de dicho proyecto –cfr. “Drogas: la despenalización ya está en el Congreso”, publicado en “Diario Judicial.com”, 7/4/08).
Así, paralelamente a aquel fenómeno, fueron deconstruyéndose otros órdenes o esquemas de pensamiento que permitieron, primero, tímidas miradas y luego, el replanteo de toda una gama de asuntos definidos bajo ópticas anteriores. Por un lado, el enfoque sobre el uso de drogas ha ido variando y las nuevas aproximaciones llegaron primero de la mano de las políticas públicas. Por el otro, el proceso de cambio fue acompañado por el cuestionamiento de la vieja ordenación de derechos (derechos de primero, segundo y de tercer orden) y de la adjudicación, según el nivel ocupado, de facetas negativas o positivas y de la necesidad de menores o mayores recursos. Me ocuparé a continuación de ambos asuntos.
Como se ha hecho notar supra, “Colavini” reflejó su inmersión en el paradigma de “guerra” contra las drogas que identifica a las sustancias como un “mal externo” (enemigo) que corresponde erradicar. “A través de la historia la humanidad ha mostrado tendencias recurrentes a abusar de los narcóticos y las sustancias psicotrópicas.
La lucha para controlar el abuso y el tráfico de estas sustancias debe ser permanente. Las analogías con la guerra y la victoria engañan: no puede haber paz” (Informe de la Comisión Interamericana sobre la Política contra el Narcotráfico y el Abuso de Drogas, 1991, citado por Pegoraro y Fernández en la obra identificada con anterioridad). Según lo destacado, la penalización de la producción, tráfico, tenencia y consumo tiene un importante rol en la reproducción material e ideológica de una sociedad, que construye sólidamente la imagen de sus enemigos que la obligan a defenderse (ibid.). En este marco, no es casual que la ordenación de la realidad desplace a un segundo plano el discurso de los derechos, y se invoque, como fuente de la restricción de éstos, la alta finalidad perseguida sin permiso para el cuestionamiento de la propia formulación de la realidad.
Entiendo que la ficción que denuncia el Dr. Petracchi relativa a la identificación del consumo individual con el de la sociedad para fundar la afectación a la salud pública, breva en buena parte de este enfoque. De ese modo concepciones holistas impiden tomar en serio la dignidad y separabilidad de las personas y así incluir dentro del elenco de eventuales afectaciones que desplazan la operatividad del art. 19 C.N., lesiones a bienes jurídicos colectivos cuya definición y conexión con la conducta prohibida se evita realizar. Asimismo, consideraciones de la misma especie han conducido al tipo de argumentación según el cual se lesiona la salud pública en función de la ficción antedicha y se produce el menoscabo de valores sociales, de la familia y se pierden recursos productivos. Estimo que en la actualidad, no estamos dispuestos a aceptar estas apreciaciones si partimos de la base de que la autonomía personal -que implica, entre otras cosas, formular y desarrollar nuestros planes de vida libremente-, la dignidad y la inviolabilidad de las personas ponen una barrera infranqueable a la imposición de una moral autorreferente por parte del Estado. Sin embargo, esta crítica no contesta aún el llamado argumento paternalista y el de la defensa social.
El otro enfoque que comenzó a deconstruir el anterior y filtró algunas de sus premisas fue el terapéutico. La Corte Suprema en “Bazterrica”, nos permitió rever la selección de la realidad y estimar que la problemática relativa a los estupefacientes estaba asociada a una multiplicidad de causas que la represión de la tenencia para consumo, por haber sido formulada en función de una mirada sesgada, no estaba preparada para atacar. Ahora bien, al evaluar las consecuencias de la aplicación de la ley y verificar la tendencia internacional al respecto, estimó que quien tiene estupefacientes para consumir es la “víctima” del delito y que su punición, entonces, no sólo era ineficaz desde el punto de vista preventivo, sino también irrazonable.
Ahora bien, ser “víctima de otro” implica, en razón de la monocausalidad de la explicación que impone el castigo, carecer de todo tipo de responsabilidad en el suceso lesivo. Atendiendo a que por lo general, el consumo de estupefacientes no responde a una compulsión extraña sino a una decisión personal –más allá de los casos de “debilidad de la voluntad” que no en todo caso de uso de estupefacientes se verifica como necesidad- la visión de quien hace uso de drogas como una “víctima” del consumo, le quita responsabilidad como sujeto moral pleno y a su voluntad se subroga el Estado quien, en adelante, le indicará el modo en que “obligatoriamente” habrá de vencer su “adicción”.
“...Mientras se trabaje sobre (o con) la idea de víctima, se sigue la lógica auto-reproductiva del sistema que la produce; quiero decir que decirse víctima es decirse de alguna manera desmoralizado dentro de ese arco que va desde la cooptación a la supresión, pasando por el encierro, o la exclusión o la desmoralización...” (conf. Pegoraro y Fernández, cit., p. 142/43). Ello, además de poner en cuestión la libertad que previamente se había afirmado, puede dar lugar a respuestas aun más represivas que las que se descalifican. “...Bajo el tratamiento de ciertas conductas que se juzgan desviadas, como enfermedades, se esconde el más feroz poder represivo, tanto más censurable cuanto más se presenta como una actitud paternal (casi amorosa) frente al disidente...” (Gaviría Díaz, Carlos, “Despenalización del consumo de la dosis personal de estupefacientes”, en Revista Universidad de Antioquia, N° 252, abril, junio de 1998, Medellín, Colombia, p. 53).
Mas allá de las buenas intenciones y de la ventaja de quitar el foco de las espaldas de quien usa estupefacientes y colocarlo en quien los suministra, la mirada terapéutica ha permitido, por un lado, definir a quien hace uso de drogas –aquellas prohibidas- como un “enfermo” y, por el otro, vestir al poder represivo con el traje paternalista y así, en principio, presentarlo como “no violento”. De esa forma, se limita
asimismo la posibilidad de que sujetos responsables puedan crear una relación responsable con las drogas y que ciertos sectores sociales que tengan problemas de salud en vinculación con el uso de estupefacientes, puedan acceder libremente a programas sanitarios especialmente diseñados para enfrentarlos (ver, en este sentido, el análisis que realiza Ibán de Rementería –consultor de la División de Desarrollo Social-, en el marco de un proyecto conjunto CEPAL/CONACE de 2001, denominado “Prevenir en drogas: paradigmas, conceptos y criterios de intervención”, en www.cepal.org). Este modelo ha influido en la ley 23.737 y el asunto se consideró especialmente en el debate parlamentario, cuya lectura permite apreciar el carácter represivo de las medidas de tutela y la confluencia entre ambos paradigmas (cfr., por ejemplo, sesión N° 18 de la Cámara de Senadores, del 27/28 de agosto de 1986). Según hemos visto, más allá de las distinciones con la ley anterior y con independencia del nombre que se asigne a la medida, la tenencia de estupefacientes para consumo personal no ha escapado del sistema penal. En “Montalvo” la Corte señaló la contradicción entre la libertad y el tratamiento aunque, para salvar la contradicción, optó por afirmar la legitimidad de la represión. Sin perjuicio de que el precedente, como hemos afirmado, alimentó la persistencia del enfoque sostenido en “Colavini”, no impidió voces disidentes y la filtración, poco a poco, de nuevas percepciones. Veamos por qué. Según se ha explicado, el debate que se trabó en principio a la luz del art. 19 C.N. y que paulatinamente fue cediendo espacio a la confusión de planos y al corrimiento hacia mitos en el imaginario social en desmedro del regreso al lenguaje de los derechos, enfrentó, paralelamente, nuevas formas de ver la relación de los ciudadanos con el Estado que confluyeron y permitieron tomar conciencia progresivamente sobre la existencia de diversos órdenes de responsabilidad estatal y del modo en que la respuesta penal no sólo no era la única sino que su imposición, según el caso, hacía invisible su irresponsabilidad en el ámbito específico.
En primer lugar, se fortaleció la idea acerca de la inexistencia de la distinción entre derechos civiles y políticos como “derechos de primer orden”, de los económicos, sociales y culturales, como de “segundo orden”. No sólo se advirtió que el goce de los segundos era condición del efectivo goce de los primeros (igual libertad-igual acceso a oportunidades), sino que también se fue erosionando el mito según el cual los primeros demandan sólo obligaciones negativas por parte del Estado y los segundos positivas, el cual concluye en una obligación de cumplir con los últimos en la medida de los recursos del Estado de que se trate. En un artículo publicado por el SELA, se intentan desarmar las creencias formadas al respecto y “...demostrar que la adopción de normas constitucionales o de tratados internacionales que consagran derechos económicos, sociales y culturales genera obligaciones concretas al Estado; que, asumiendo sus particularidades, muchas de estas obligaciones resultan exigibles judicialmente, y que el Estado no puede justificar su incumplimiento manifestando que no tuvo intenciones de asumir una obligación jurídica sino simplemente de realizar una declaración de buena intención política...” (Cfr. Courtis, Christian, “Los derechos sociales como derechos”, en “Los Derechos Fundamentales”, SELA 2001, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2003, ps. 197 y ssgtes.).
 #155368  por Pandilla
 
En forma paralela a esta reformulación de un paradigma de exclusión, fue corriéndose a un ámbito visible el incumplimiento por parte del Estado de obligaciones mínimas ahora exigibles, como por ejemplo, en materia de educación, de salud, de un acceso a una vivienda digna, entre otros asuntos. De esta forma, también fue desdibujándose la idea del derecho penal como única respuesta y afirmándose la imposibilidad de opacar mediante esta herramienta la inobservancia de otras obligaciones estatales. Algo similar ocurrió con el paradigma tutelar. La estructura de la tendencia a la que me refiero se percibe gráficamente en el precedente de la Corte in re: “Verbitsky, Horacio” del 3/5/05 (LL-2005-E) en el cual se echó luz sobre el incumplimiento por parte del Estado de su obligación de mantener las cárceles sanas y limpias y se afirmó la imposibilidad de ocultar dicha inobservancia bajo doctrinas tales como la relación de especial sujeción, entre otro tipo de argumentos.
Entiendo que esta concientización, aunada a la prueba acerca de la ineficacia de la represión de la tenencia de estupefacientes para consumo personal en orden al fin pretendido, repercutió también en políticas internacionales e incluso nacionales en materia de estupefacientes, ámbito en el cual, más allá del rediseño de políticas públicas en materia de “lucha” contra el narcotráfico, comenzó, paulatinamente, a resignificarse la percepción en punto a la relación de las personas con las drogas, de un modo similar a los cambios operados en materia del vínculo con el alcohol. En esta dirección, se tomaron en cuenta la diversidad de los motivos por los cuales se hace uso de estupefacientes, que no todo vínculo con ellos se traduce en una adicción, los diversos tipos de drogas y efectos y que, en general, todo este asunto es un problema sanitario que requiere la regulación estatal pero en el ámbito correspondiente, es decir, ajeno al derecho penal. En el espacio internacional, como ha señalado mi colega, Argentina no se ha obligado, en el marco de la lucha contra el “Tráfico ilícito de estupefacientes” a reprimir penalmente la tenencia para consumo personal, pues la Convención de las Naciones Unidas al respecto especifica que, “a reserva de sus principios constitucionales y a los conceptos fundamentales de su ordenamiento jurídico”, cada una de las partes adoptará las medidas necesarias para tipificar como delitos conforme a su derecho interno, cuando se cometan intencionalmente, la posesión, adquisición o el cultivo de estupefacientes o sustancias psicotrópicas para el consumo personal (art. 1.2 de la Convención). En esta dirección, países que la han ratificado (por ejemplo, España y Colombia), han despenalizado la tenencia para consumo personal).
Por ejemplo, en el informe de la JIFE (Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, dependiente de la O.N.U.) de 2006, se indicó, respecto de Argentina, la satisfacción por los esfuerzos emprendidos recientemente para determinar el alcance y las pautas del uso indebido de drogas en el país y que, al haberse comprobado que el uso indebido de drogas, en particular del “paco” (pasta de coca), ha venido aumentando considerablemente, la Junta aconsejó al gobierno el redoble de esfuerzos por fomentar la prevención del uso de drogas y el tratamiento y rehabilitación de las personas drogodependientes. Es posible advertir la relevancia en que se coloca la necesidad de
obtener datos concretos y de prevenir el uso de drogas y de mitigar sus consecuencias. En el ámbito estudiado comenzó a ventilarse una perspectiva distinta en lo relativo al abordaje del fenómeno y a rechazar, tanto la respuesta penal como la imposición de tratamientos compulsivos. Así, la ONUDD (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, dependiente de la JIFE y encargada de hacer recomendaciones y evacuar consultas legales relativas al tema que nos ocupa) publicó el documento: “Reducing adverse health and social consequences of drug abuse: A comprehensive approach”. El Director Ejecutivo lo prologó con el señalamiento de que, en general, la “reducción de daños” se presenta como un asunto conflictivo, como si existiera una contradicción entre la prevención y el tratamiento, por un lado, y la reducción de las consecuencias sociales y de salud del uso de drogas, por el otro. En verdad, según el funcionario, se trata de una falsa dicotomía y ambos enfoques son complementarios. El documento señala una serie de medidas tendientes a prevenir el consumo de drogas, facilitar el acceso a tratamientos y reducir las consecuencias adversas apuntadas, enfoque que suele utilizarse para asuntos similares y explica que tienden a la inclusión en la sociedad de aquellos afectados por una adicción y en especial, a los más marginados; propone así medidas relativas a la salud y también el acceso a facilidades clínicas de alta calidad para detener o reducir la adicción. Para dicha formulación se basa en el marco legal internacional que cita expresamente (Convención Única de 1961 y la Convención de las Naciones Unidas de 1988 –art. 14, parágrafo 4), así como en las opiniones del “Internacional Narcotics Control Board” de 1993 y los Principios para la Reducción de la Demanda de 1998 –en los cuales se enfatizó que los programas de reducción de la demanda deben incluir todas las áreas de prevención, desde el uso inicial hasta la reducción de las consecuencias sociales y para la salud del consumo de drogas- y se destacó la necesidad de adoptar medidas para disminuir el intercambio de agujas hipodérmicas entre quienes consumen estupefacientes inyectables, para limitar el contagio de SIDA, medidas no destinadas a promover el consumo sino a evitar los daños. Por otro lado se señaló que los países que han optado por programas de sustitución de las drogas y tratamientos de “mantenimiento” no violan las obligaciones internacionales, con independencia del tipo de sustancias que se utilicen para esos tratamientos, en línea con las prácticas médicas domésticas.
Asimismo, se describieron las consecuencias sociales y para la salud del uso de drogas y se sostuvo que una de las más visibles es la propagación del SIDA. Sin embargo, muchos países no cuentan con servicios especializados o ellos no son de fácil acceso para grandes sectores sociales. Se consideró la existencia de un gran número de obstáculos para el acceso, por parte de los usuarios de drogas, a servicios de salud efectivos –por ejemplo, el estigma y discriminación contra quienes se drogan y son HIV positivo-. El documento recomienda, en materia de políticas públicas, prevenir el consumo, facilitar el acceso a tratamientos para la dependencia de drogas (accesibles, informales, que brindar la opción de un tratamiento libre de drogas o al menos, de reducir su uso para aventar sobredosis, infecciones, accidentes, problemas legales, suicidios, hospitalización por alteraciones psíquicas, etc.); establecer medidas eficaces para reducir las consecuencias de salud y sociales adversas, teniendo en cuenta el derecho individual a una vida sana y el interés de toda la sociedad, para lo cual se propone la provisión de facilidades no discriminatorias para reducir las consecuencias por ejemplo, información confiable y consejo sobre los riesgos psico-sociales. Por último, se advierte que si no se opta por un abordaje comprensivo permanece el riesgo de discriminación social de los usuarios marginados.
En esta misma línea, el documento coordinado por el oficial de Asuntos Sociales de la División Desarrollo Social de CEPAL antes citado (informe final de la segunda etapa del proyecto de cooperación técnica CEPAL-CONACE, en relación con Chile), relató que el gobierno pretendía pasar de una situación en que se reacciona frente a la irrupción del problema-drogas en la realidad social chilena, a otra en que se busca regular dicho problema en aras a minimizar sus efectos sociales negativos, abordar sus causas y diferenciar los distintos problemas que componen el “problema-droga” y propone, entre otras medidas, la desincriminación del consumo y de la tenencia con esa finalidad, para ser coherentes con el planteamiento general de que nos encontramos primero frente a un problema sanitario. En particular, se consideró que a la luz de una política moderna y democrática, el problema sanitario que está por detrás de las drogas no debe oscurecerse mediante el estigma punitivo. Las acciones dirigidas a la prevención de la demanda, por razones de lógica interna no pueden coexistir con su represión, pues genera nefastos efectos sobre los imprescindibles esfuerzos dirigidos a la prevención, entendida como la promoción de actitudes vitales basadas en la autonomía y responsabilidad personales. La penalización elude las responsabilidades de la sociedad sobre el fenómeno, dejándolo todo en manos de órganos represivos y se revela contraproducente. Por otro lado, la amenaza penal sobre el toxicómano es estéril y en cuanto a la imposición de un tratamiento forzoso, según la opinión de expertos, no puede ser prescripto desde una instancia jurídica, sino que debe surgir de la voluntad del drogodependiente, sin la cual son muy altas las posibilidades de fracaso.
En un interesante fallo de la Corte Constitucional Colombiana que concluyó en la inconstitucionalidad de la represión del “porte de estupefacientes en dosis destinadas al consumo personal” y el internamiento de quien se encontrara en “estado de drogadicción”, se concluyó que un Estado respetuoso de la dignidad humana, de la autonomía personal y el libre desarrollo de la personalidad, no podía escamotear su obligación irrenunciable de educar, sustituyéndola por la represión como forma de controlar el consumo de sustancias que se juzgan nocivas para la persona individualmente considerada y, eventualmente, para la comunidad a la que se halla integrada. (Carlos
Gaviria Díaz –ponente-, (cit.).
En nuestro país, desde ciertos sectores sociales y gubernamentales se verifica una tendencia similar que persigue desmitificar la materia, erosionar paradigmas que se mostraron ineficaces, entrelazar circunstancias ocultas tras la represión del fenómeno y contar con un campo empírico más informado con el fin de ofrecer otro enfoque del problema. En esta dirección, a fines de agosto del año pasado se realizó, por ejemplo, en el anexo del Congreso Nacional, la V Conferencia Nacional sobre Políticas de Drogas. Las conclusiones se publicaron en la Página de la ONG organizadora (Intercambios Asociación Civil). Funcionarios gubernamentales expresaron su postura a favor de la reducción de daños como política pública, a la luz de la cual se ocuparon en diferenciar la persecución del narcotráfico de la atención de la salud de las personas que usan drogas. Entre las exposiciones, se sostuvo que durante varios años se ha visto cómo las políticas de drogas han potenciado una construcción estigmatizante, centrándose en las categorías de delito y de enfermedad y consolidando procesos de criminalización y medicalización, que han acarreado tanto sufrimiento. Se instó a que se reconociera que la persecución de usuarios de drogas, persecución desigual que recae particularmente sobre los sectores pobres, dificulta su acceso al cuidado de la salud y los somete a intolerables situaciones de discriminación. También se sostuvo que el problema de las drogas no es sólo un asunto de policías, jueces, fiscales, políticos, sino un tema trasversal que compromete a todos y que quien tenga un problema con la adicción a sustancias legales o ilegales debe poder gozar del derecho a la salud y a un plan de reducción de daños. En este marco, se programó, en conjunción con el INDEC la realización de un amplio trabajo de campo para generar la información necesaria (atinente al consumo de alcohol y tabaco, a “drogas ilegales” y a fármacos) para el diseño e implementación de políticas públicas de prevención e implementar un plan nacional centrado en dos ejes: desarrollo social (salud, educación, trabajo) y derechos humanos (cfr. www.indec.gov.ar, “Encuesta Nacional sobre prevalencias de consumo de sustancias psicoactivas 2008”). Esta nueva óptica se refleja asimismo en el proyecto de ley presentado ante el Congreso al que nos referimos anteriormente, en el cual se destaca la necesidad de deslindar distintos planos de responsabilidad estatal y de demostrar cómo el traslado del asunto atinente a la tenencia de estupefacientes para consumo personal a espadas de órganos represivos no sólo no resuelve sino que impide cumplir con los fines que se propone la legislación.
La invocación de estas tendencias y de la redefinición de políticas públicas no persigue reemplazar al legislador en materia de elección de estas últimas sino demostrar, por un lado, el relativo consenso acerca de la ineficacia de la represión de la tenencia de estupefacientes para consumo personal y la nueva percepción acerca de la complejidad del fenómeno a regular, lo cual permite preguntarnos sobre la razonabilidad de una ley fundada en una sesgada formulación del problema. Hemos visto el modo en que in re: “Montalvo” la Corte cercenó, en cierto modo, la posibilidad de la aproximación judicial a la realidad regulada bajo el argumento consistente en que los jueces no pueden realizar un análisis de adjudicación constitucional basado en la ineficacia preventiva de la ley y comparó la eventual falta de eficacia de la prevención del consumo mediante una norma represiva con la denuncia acerca de la ineficacia de la ley penal en general para resolver conflictos.
Sin embargo, entiendo que el señalamiento de la ineficacia de una ley a la luz de los objetivos perseguidos puede resultar un haz de luz para el interrogante vinculado con la corrección de la formulación del problema y, en consecuencia, para la evaluación de la selección del medio a la luz de la finalidad perseguida y, en suma, sobre si este abanico de puntos se compadece con los derechos atrincherados en la Constitución Nacional.
En esta dirección, coincido con mi colega en la admisibilidad de supuestos de inconstitucionalidad sobreviviente y en la posibilidad de arribar a ellos mediante la consideración de las consecuencias de la aplicación de la ley. Teniendo en cuenta las estadísticas del Fuero así como mi propia experiencia desde la asunción del cargo, comparto su percepción en punto a que si bien la represión de la conducta no fue un invento vernáculo –pues no estaba proscripta por las obligaciones asumidas a nivel internacional y respondía a paradigmas de los que ya hemos hablado- su aplicación, que tensó el campo de los derechos individuales, demostró su inutilidad frente a los fines perseguidos, es decir, reducir la demanda de estupefacientes y llegar al narcotraficante. El resultado ha sido, como expone el Dr. Freiler, una avalancha de expedientes destinados a investigar a consumidores sin lograr ascender en los eslabones de la cadena del tráfico en la gran mayoría de los casos. Incluso, a pesar de ello, en casos en los cuales se logró cumplir con la medida curativa impuesta, se alcanzó una reincidencia del consumo. Por otro lado, se invirtieron las prioridades y los recursos se gastaron en investigaciones de este último tipo.
Puede observarse, de este modo, cómo el sistema ha recaído sobre quiénes, sólo de un modo instrumental –según los precedentes que legitimaron la prohibición-, se persiguió reprimir. Sin embargo, dicha instrumentalización, de dudosa constitucionalidad a la luz del art. 19 C.N., tampoco rindió frutos en esos términos, pues no sólo no se desincentivó al usuario de drogas respecto del consumo, sino que tampoco se llegó a los eslabones de la cadena ubicados en el blanco de “lucha”. Por otro lado, el uso sistemático de recursos estatales en el mantenimiento de este esquema a todas luces irrazonable, impide su inversión en prevención, educación, salud y represión del narcotráfico.
Según lo referido, el primer contralor de la razonabilidad de la norma parte de la consideración de las consecuencias de su aplicación. Como hemos visto, la ineficacia para la consecución del fin perseguido nos ha permitido advertir la irrazonabilidad de la restricción de la libertad individual a la luz del fin perseguido pues la sanción de quien tiene estupefacientes para consumo personal no hace otra cosa que simplificar la realidad y obstar, por lo general, a ingresar en el circuito de venta o suministro de drogas. Tampoco surte efectos, según hemos expuesto, en su matiz paternalista. Por ello, es posible abrir el control de razonabilidad en su matiz “técnica” que habilita al juzgador a evaluar la relación entre los medios adoptados por la ley con los fines perseguidos por el legislador respecto de la salud pública (vid. en esta dirección, “Inchauspe c. Junta Nacional de Carnes, Fallos: 199:483).
La asunción de la ineficacia detallada y la deconstrucción -mediante la paulatina aparición de los nuevos enfoques desarrollados- de la “realidad” delineada interaccionalmente entorno a la problemática relativa a las drogas, me han permitido observar, desde nuevas perspectivas, otra dimensión del problema y advertir que la norma penal cuestionada así como su justificación parten de una visión sesgada del problema e impiden advertir las consecuencias nocivas de su aplicación en materia del derecho de acceso a la salud –art. 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; art. 12 del Pacto Universal de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; arts. 24, 25 y 26 de la Convención de los Derechos del Niño y art. 12 de la Convención sobre la Eliminación de toda forma de discriminación contra la Mujer.- Se ha visto el modo en que la respuesta penal o el tratamiento compulsivo, al etiquetar a quien usa estupefacientes como “delincuente” o “enfermo” obstruye seriamente cualquier intervención en materia de prevención y asistencia, haciéndolos más vulnerables. Asimismo, condiciona el contacto de los usuarios con centros sanitarios, a los que se identifica con las agencias represivas y de
ese modo se coarta la posibilidad de que accedan a los tratamientos que deseen realizar, sino también a la información acerca de cómo prevenir enfermedades tales como el HIV, hepatitis, etc. Por otro lado, la negativa de aplicar soluciones de reducción de daños bajo el entendimiento de que el reparto de jeringas descartables, sustitutos de estupefacientes o de éstos últimos en menor medida contribuye a fomentar el delito, provoca la imposibilidad de educar y prevenir enfermedades así como la de aplicar tratamientos eficientes que permitan asumir una relación responsable con los estupefacientes (cfr. entre otros, Vázquez Acuña, “Uso de drogas, ley penal y derechos humanos” en LL-1998-II, ps. 896 y ssgtes; Touzé, Graciela y Rossi, Diana, “Derechos Humanos, Uso de Drogas y VIH/SIDA”, en “Drogas, mejor hablar...” –p. 191 y ssgtes-, Gaviria Díaz, “Despenalización...”, cit.).
Una respuesta sesgada parte, más allá de las consecuencias en punto al incumplimiento del Estado en materia de garantir el libre acceso al derecho de salud y de garantizar, cuanto menos, un piso mínimo en la materia, permite advertir una también limitada o simplificada evaluación del fenómeno que pretende reglarse y por ello arbitraria. En primer lugar, de modo irrazonable se castiga la tenencia de un tipo de sustancias frente a otras que, en principio, podrían producir efectos similares pero que, sin embargo, son aceptadas socialmente más allá de la regulación relativa a su venta. Por otro lado, las consecuencias reseñadas en materia de derecho de acceso a la salud afectan, como es posible imaginar, los sectores sociales más vulnerables quienes sistemáticamente ingresan en el sistema penal.
Por ello, el análisis relativo a las consecuencias de la aplicación de la ley a la luz de los Pactos de Derechos Humanos con jerarquía constitucional, de las nuevas perspectivas que se desarrollan tanto en el ámbito internacional y nacional, me ha conducido ha compartir los argumentos del Dr. Freiler en punto a la irrazonabilidad técnica de la ley y concluir, asimismo, acerca de la irrazonabilidad en la selección de la conducta prohibida (vid. Cayuso, Susana G., “El Control de Razonabilidad. Pautas de Revisión”, en “Lecciones y Ensayos”, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Departamento de Publicaciones, U.B.A., 1992, ps. 11 y ssgtes. y Linares, Juan Francisco, “Razonabilidad delas leyes. El debido proceso como garantía innominada en la Constitución Argentina”, Ed. Astrea, 2da. Edición, Buenos Aires, 1970, ps. 116/125) y de ese modo, afirmar que la norma estudiada, restringe arbitrariamente la libertad y reproduce el incumplimiento del Estado en materia de garantir el libre acceso del derecho a la salud, revelándose como una irrazonable limitación del ámbito de libertad y autodeterminación del individuo y como tal, inaceptable en un Estado de Derecho. Por ello, declararé la inconstitucionalidad del art. 14, segundo párrafo de la ley 23.737 que reprime la tenencia de estupefacientes para consumo personal (arts. 14, 28, 19, 14 bis, 16, 33 y Pactos Internacionales de Derechos Humanos citados, referidos al derecho a la salud).

En virtud del lo expuesto, el Tribunal RESUELVE:

I.- RECHAZAR LA NULIDAD articulada por la defensa a fs. 59/66, punto III.1 (arts. 167 y cctes. C.P.P.N.).
II.- DECLARAR LA INCONSTITUCIONALIDAD del art. 14, apartado segundo de la ley 23.737, en cuanto reprime la tenencia de estupefacientes para consumo personal (arts. 14, 19 y 28 C.N.).
III.- CONFIRMAR la decisión apelada en cuanto dispuso el sobreseimiento de Damián José Velardi y de Martín Oscar Giacomozzi en función de lo dispuesto por el inc. 3 del art. 336 C.P.P.N., atendiendo a la inconstitucionalidad declarada en el párrafo anterior.
Regístrese, hágase saber y devuélvase al Juzgado de primera instancia. Sirva la presente de muy atenta nota de remisión.