Acá transcribo una opinión a mi entender muy fundada
El debate actual sobre la posible modificación del código civil argentino a efectos de permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo nos obliga a reflexionar acerca de la naturaleza jurídica de las nupcias. Contraer matrimonio y fundar una familia constituyen libertades fundamentales protegidas por el Derecho con el mismo rigor que la libertad de expresión, la propiedad privada o la libertad de culto. La filósofa Hannah Arendt considera el casamiento como una elección vital y el primero de los derechos. Fundamento del núcleo familiar, el matrimonio instaura socialmente la unión de dos personas que tienen como objetivo común la solidaridad recíproca sobre la base del afecto mutuo. La Declaración Universal de Derechos Humanos, la Convención Europea, los Pactos de derechos civiles y políticos así como el conjunto de las constituciones occidentales consideran al matrimonio como un derecho inalienable.
Si su origen es religioso, a partir de la Revolución francesa el matrimonio se convierte en una institución civil y laica. La controversia que opone la Iglesia al movimiento gay y lésbico no se centra pues en el sacramento sino en el derecho civil.
La cuestión del matrimonio homosexual va mucho más allá de la simple equiparación jurídica de los homosexuales y los heterosexuales. La reivindicación política de lesbianas y gays nos obliga a revisar aquello que nos parecía hasta hoy evidente. De lo que se trata en definitiva es de saber si la diferencia de sexos debe necesariamente constituir una conditio sine qua non del matrimonio.
Como todas las instituciones humanas, el matrimonio es el resultado de un construcción histórico-cultural. Las civilizaciones cambian y con ellas las instituciones reguladoras de las relaciones familiares. Las sucesivas modificaciones a las que se vio sometido el matrimonio, junto con la gradual aceptación de la homosexualidad, preparan el terreno jurídico para cuestionar radicalmente la exigencia de dualidad sexual como condición del ius connubi.
Recordemos que en el origen del derecho occidental, bajo el señorío del pater familias, el matrimonio romano organizaba la sociedad de los hombres libres y la mujer pasaba de la tutela de su padre a la de su marido. Junto al matrimonio legítimo de los ciudadanos de Roma, coexistían otras formas inferiores de unión : el concubinato (more uxorio) y el contubernio (unión entre esclavos) que representaban los espacios de la “conyugalidad” de los marginales. El orden jerárquico de estas tres formas de nupcialidad (matrimonio legítimo, concubinato y contubernio) se prolonga durante la Edad Media. El primer paso hacia una concepción secularizada del matrimonio fue la proclamación del Edicto de Nantes en 1787 que otorgaba a los protestantes la posibilidad de beneficiarse del ius connubi sin pasar por el sacramento católico. En el siglo XVIII, las élites francesas soportaban cada vez menos la idea de una unión sagrada ad vitam. Despojado de su naturaleza religiosa, el matrimonio laico instaurado por la Revolución francesa basa su legitimidad en la voluntad recíproca de las partes. De acuerdo con la concepción civil, la alianza se basa exclusivamente en la libertad de los contrayentes. El derecho moderno pone fin de ese modo a la consumación (copula carnalis) e instaura el consentimiento como causa y legitimación de la unión.
Ni la reproducción, ni la ley natural, ni la forma litúrgica o la tradición pueden constituir argumentos válidos para oponerse a que las personas del mismo sexo contraigan nupcias. La reproducción no constituye una condición del matrimonio, los estériles, las mujeres menopáusicas y los impotentes pueden ejercer el derecho de casarse. Ninguna ley establece la obligación de reproducción para los cónyuges. La legalidad del uso de técnicas contraceptivas en el seno del matrimonio es la prueba de que no existe subordinación alguna de la alianza a la reproducción.
En las sociedades democráticas, la tradición no puede representar un argumento válido para oponerse al matrimonio homosexual so pena de cuestionar avances tales como la igualdad de las mujeres, la igualdad de las filiaciones, el derecho al divorcio y la patria potestad compartida, situaciones que han sido posibles precisamente gracias a la ruptura con la tradición. A pesar de los nostálgicos de los “buenos viejos tiempos” del matrimonio estable e indisoluble, es preciso recordar que dichos tiempos estaban fundados en la subordinación de la mujer y en la preeminencia de la filiación legítima que marginalizaba a los bastardos.
La desaparición del matrimonio indisoluble y el cuestionamiento de la tradición no implican en absoluto una degradación de la vida familiar sino que, por el contrario, son el signo inequívoco de su democratización y de la realización individual de cada uno de sus miembros. La reivindicación matrimonial de gays y lesbianas representa un paso adelante en el proceso de pluralismo familiar. Dicho pluralismo es fruto de la lucha de minorías que durante siglos fueron excluidas de la institución matrimonial como por ejemplo los esclavos, los “infieles” no católicos, aquellos que contraían uniones mixtas, interraciales e ínter confesionales. No olvidemos que los argumentos esgrimidos hoy contra el matrimonio homosexual conllevan los mismos prejuicios que los utilizados en los Estados Unidos hasta fines de los años ‘60 o más recientemente en Sudáfrica contra las uniones entre personas de diferente color de piel.
El rechazo del derecho al matrimonio para las personas del mismo sexo se basa en una idea monolítica y esencialista de la unión que tiene que ver con el sacramento y no con el derecho civil. No existen razones aceptables en el marco del debate democrático para abandonar el horizonte del derecho común y el principio de igualdad privando de ese modo a ciertas personas del ejercicio de un derecho fundamental. Las referencias a la religión o a la moral tradicional, utilizadas otrora para condenar las uniones entre infieles o para justificar la dominación de las mujeres no pueden interferir en el debate democrático actual. El principio de laicidad establece que el Estado renuncia al ámbito religioso y que la religión se abstiene de interferir en el ámbito político.
El debate democrático debe confrontar argumentos que se basen en valores comunes, la metafísica de la diferencia de sexo como conditio sine qua non del matrimonio, tal como lo enuncia el dogma católico, no puede constituir una razon valida para abandonar valores democráticos tales como la libertad, la no discriminación y la igualdad de todas las personas… independientemente de su orientación sexual.
Los argumentos que invocan supuestas leyes universales del orden natural, inspirado en la escolástica católica tienen como función cerrar el debate de una manera dogmática. Pero el debate ya está lanzado y no se podrá volver atrás.
Del mismo modo que la raza, la confesión religiosa o la nacionalidad han dejado de ser obstáculos a la celebración del matrimonio civil, el sexo de los miembros de la pareja debiera considerarse como un dato irrelevante a la hora de establecer las condiciones de acceso al derecho a casarse y fundar una familia. Lo contrario significaría renunciar a la lógica del Derecho en beneficio de la razón teológica.
Luego del movimiento por los Civil Rights y la lucha feminista, la igualdad de las parejas gays y lesbianas constituye la reivindicación política más importante de las sociedades modernas y no es extraño que las mismas fuerzas que en el pasado justificaron la opresión de la mujer y se opusieron a la igualdad matrimonial para los judíos, los negros, los protestantes y las ateos ataquen hoy día a la minoría homosexual.
Daniel Borrillo
* El autor es intelectual argentino nacido en Buenos Aires, especialista en el estudio del derecho privado y los derechos LGBT. Actualmente es profesor de Derecho Privado en la Universidad Paris Oeste.
¿Será Justicia?