Una idea de patria (sin retórica),
Claudio Magris 1
Durante las guerras napoleónicas, un archiduque y general austríaco exhortó a los soldados en una proclama a combatir por la patria. La corte imperial censuró esa proclama por considerarla subversiva. La patria era un peligroso concepto revolucionario acuñado por Francia: los soldados austríacos tenían que luchar por la casa de Habsburgo, por su señor. La patria presupone ciudadanos, no súbditos o siervos. La bandera tricolor italiana deriva, por lo menos en parte, de la Revolución Francesa, de sus tres grandes palabras: “Libertad, igualdad y fraternidad”.
La carga libertaria de la idea de patria y de nación desplegada por la Revolución Francesa fue bastante pronto pervertida, empezando por la propia Francia revolucionaria, que, proclamando su universalidad, pretendió ser la encarnación de ésta. El amor a la patria degeneró rápidamente en la agresiva negación de la patria de los demás: a menudo, el principio de nacionalidad se segregó de los movimientos liberales a los que estaba inicialmente unido y cayó en el nacionalismo, que inflamó a las masas y desencadenó violencia (una violencia que en nuestros días renace con una imbecilidad criminal) y favoreció la movilización totalitaria de pueblos y de regímenes dictatoriales.
Manipulado o vilipendiado, ridiculizado involuntariamente por la retórica patriotera o escarnecido con petulancia ideológica, el justo sentido de patria se ve amenazado por su vil caricatura nacionalista y por la infantil regresión que caracteriza sus presuntas raíces étnicas, por el micronacionalismo pueblerino, incapaz de mirar al país vecino y al mundo. La correcta idea de nación tiene aliento universal, es la idea de peculiaridad en la que se materializa, como en muchas otras, la humanidad. Herder, el gran escritor iluminista y prerromántico alemán, veía a la humanidad como un gran árbol del que las naciones son las ramas, las hojas, las flores y los frutos, cada uno con su necesaria y fecunda diversidad, pero necesario también para los otros, como las voces individuales de un coro bien entonado.
La particularidad –escribió Predrag Matvejevic oponiéndose al delirio del nacionalismo étnico– no llega a ser un valor, es la premisa del valor que se manifiesta en la superación de toda inmediatez y todo fetichismo idólatra de la identidad. La Italia de Mazzini es una patria, el amor por la cual es inseparable del amor por Europa y por la humanidad. El nacionalismo y el municipalismo son igualmente antipatrióticos porque ambos son particularismos, ariscamente encerrados en sí mismos y obtusos, incapaces de pensar y sentir con amplitud de miras, en términos universales.
El auténtico patriotismo sabe trascenderse: Milosz, el gran poeta polaco, recuerda el deber de defender la propia nación cuando se ve amenazada, pero también de impedir que este valor se vuelva absoluto y dominante, y haga olvidar otros valores más altos, humanos y universales. También la familia es un valor si, en su pequeño círculo, le revela al individuo el sentido grande del destino común de los hombres. Pero si, en cambio, se encierra en una prolija y envidiosa pequeñez egoísta, ya no es más la cuna sino la represión del hombre universal, una venda imposible de sacarse, que impide crecer y amar.
Esto mismo es válido para la nación: el nacionalismo es un coercitivo chaleco de fuerza, neurótico, agresivo y suicida. El fascismo fue un corsé parecido, sofocante y maligno. No fue casualidad que el patriotismo republicano, mazziniano, haya estado en primera línea en la lucha antifascista. Es todo un símbolo que el oponente del fascismo en Trieste, en las últimas elecciones de 1925, haya sido el republicano Cipriano Fachinetti, voluntario y mutilado de la Gran Guerra.
La nacionalidad es cultura, no biología. Los últimos grandes defensores del Imperio Romano fueron bárbaros como Aecio y Estilicón, que llegaron a ser más romanos que los pusilánimes emperadores. Cuando nos preguntamos por nuestros propios orígenes, la identidad se resquebraja en una pluralidad de elementos heterogéneos. Se trata de un proceso que sucede en todas partes pero que se evidencia con especial intensidad en los territorios de frontera, en los que tantos patriotas descubren que también pertenecen a otras nacionalidades, incluso quizás a aquella con la cual la de ellos se encuentra en conflicto en ese momento.
Los pueblos no son eternos
Si no se tiene miedo de la propia complejidad y no se trata de sofocar histéricamente este miedo (como hace el nacionalismo al inventar una mítica homogeneidad), se descubre que también se es del otro lado de la frontera. Marisa Madieri cuenta la historia del éxodo de Fiume al final de la Segunda Guerra Mundial, incluso las vejaciones sufridas en aquel momento por los eslavos, que se vengaban con violencia indiscriminada de la violencia recibida de los fascistas, y descubre las raíces también eslavas y húngaras de su familia. Descubre que ella también forma parte de ese mundo que la amenazaba. Los personajes de Tomizza llegan a sentirse italianos entre los eslavos y eslavos entre los italianos.
Este reconocimiento de la pertenencia-no pertenencia, estudiado por Arduino Agnelli a propósito de la narrativa de Vegliani, no tiene que ver con el parentesco étnico, sino con la afinidad con una cultura y con un estilo de vida. El descubrimiento de una identidad propia plural no vulnera sino que enriquece el sentido de pertenencia a la cultura o a la nación de la cual formamos parte, le da un matiz adicional. La nación, la patria, la identidad no son ídolos inmutables: nacen, viven y se transforman a lo largo del tiempo. Los pueblos no son eternos, como proclamaba Stalin: son pasajeros, como los bosques y los dioses.
Las patrias mueren y renacen. En 1943 murió una Italia y nació otra, heredera de toda su historia. Hoy los Estados nacionales, incluso Italia, están destinados, a pesar de las muchas dificultades y resistencias, a integrarse en una patria más grande: Europa, una Europa federal, descentralizada, custodia de las peculiaridades singulares, pero unida. Se trata de un proceso trabajoso pero liberatorio, que no anula sino que potencia el patriotismo auténtico: el federalismo, opuesto a todo secesionismo rencoroso, nace para unir las partes existentes, no para disgregarlas.
El horizonte del mundo
Escribiendo en veneciano, el gran Noventa demuestra tener sus raíces en ese dialecto y en esa tierra, pero habla de un amor por Italia opuesto al acné juvenil de las patrias chicas, que quiere encerrarse en su propia y estrecha inmediatez y levantarles en la cara el puente levadizo incluso a quienes viven enfrente. Este rencor se origina por el miedo de verse anulados por las grandes transformaciones del mundo, y este miedo no debe ser ignorado ni ridiculizado, sino comprendido para poder desactivarlo. Algo parecido ocurrió en la Grecia del siglo V antes de Cristo, cuando el nacimiento de la polis, la ciudad Estado, y el debilitamiento de los grupos sociales más pequeños, las familias o clanes, provocó una crisis a la que la civilización respondió con la tragedia griega, con las historias de los Atridas o de Antígona. Pero Orestes, al final, es liberado de las Furias de la sangre.
Dante decía que a fuerza de beber el agua del Arno había aprendido a amar mucho a Florencia, pero agregaba que nuestra patria es el mundo, como el mar para los peces. Esas dos aguas, el río local y el océano universal, se integran recíprocamente: la patria es este vínculo entre la particularidad del lugar de nacimiento y el horizonte del mundo. Noventa escribe sus grandes poesías en dialecto, ciertamente no por rechazo al italiano, sino porque ese dialecto, en ese momento preciso, es su modo de ser espontáneo. Las autoridades locales que usan artificiosamente el dialecto como forma de reacción, para molestar a la bandera tricolor, ultrajan, no a la tricolor sino al dialecto, degradado groseramente por un folclorismo agresivo.
La patria no se identifica necesariamente con una nación. Han existido y existen Estados plurinacionales que garantizan la diversidad en la que los individuos y las distintas comunidades se reconocen y encuentran un hogar habitable, una realidad en la que se sienten en casa y en el mundo. El idioma alemán contrapone al agresivo Vaterland el Heimat, la patria entendida como la casa natal, esa casa natal –decía el imaginativo marxista Ernst Bloch– en la que nadie ha estado realmente todavía, porque la verdadera patria, la verdadera casa natal, es un mundo liberado de la injusticia y de la opresión, que todavía no existe.
La patria no es una empresa. Como una familia, debe ser administrada con sabia atención para el bien de todos, pero su sentido y su finalidad no son los de una empresa. Decir “la empresa Italia” es como identificar el amor con un ejercicio gimnástico; es una gaffe que, por suerte para quien la comete, se deja pasar porque, como también decía Noventa, la povara Italia xè tanto distrata, “la pobre Italia es muy distraída”. Slataper, los hermanos Cervi o los caídos de Malga Porzús no murieron por una empresa. Murieron por Italia. Quizás habría que decir, mirando a nuestro alrededor, por una Italia civilizada que, como decía Marin, “es sólo una exigencia nuestra”.
1 Claudio Magris nació en Trieste (Italia) en 1939. Escritor y ensayista, es profesor de Literatura Germánica en la Universidad de Trieste. En 2004 obtuvo el premio Príncipe de Asturias, en la categoría Letras.
(LA NACIÓN, miércoles 26 de junio de 2002).
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