C/n° 42.244 “Avila, Claudio Fabiáns/ procesamiento ” Juzg. N° 3 - Secr. N° 6
Reg. N° 1451
///nos Aires, 2 de diciembre de 2008.-
VISTOS Y CONSIDERANDO:
I.- En virtud del recurso de apelación y del memorial de fs. 6 y 16/23 respectivamente presentados por el Dr. Juan Martín Hermida, defensor de Claudio Fabián Ávila, corresponde revisar la resolución de fs. 1/5 del incidente, puntos dispositivos III y V, por medio de la cual el Dr. Rafecas decretó el procesamiento del nombrado por haberlo hallado “prima facie” autor del delito previsto por el art. 14,
segundo párrafo de la ley 23.737 y dispuso, tras la suspensión del trámite de las actuaciones, la realización de un tratamiento, según los términos del art. 18 de esa ley.
El defensor criticó la decisión por entender que la interpretación de la norma aplicada por el juzgador no resulta plausible desde un punto de vista constitucional. Explicó que la conducta de su defendido se encuentra amparada por el principio de reserva previsto por el art. 19 de la Constitución Nacional, de acuerdo con el cual –según una intelección amplia- quedan exentas de la autoridad de los magistrados las acciones privadas, es decir, aquellas que, más allá del ámbito físico en que se hayan llevado a cabo, no pertenecen a la esfera de la moral intersubjetiva por no dañar derechos de terceros. El impugnante se concentró luego en ofrecer criterios –en la línea de los destacados por la Corte Suprema de Justicia de la Nación “in re”: “Bazterrica”- que persiguen restringir la interpretación de dicha lesividad, de modo de impedir que se filtren, por una vía elíptica –mediante la extensión indebida hacia circunstancias alejadas al estadio de lesión del bien jurídico-, miradas perfeccionistas. Señaló, por último, que la reforma constitucional del año 1994 y la incorporación, con jerarquía constitucional, de tratados de derechos humanos, ahoga el espacio de eventuales interpretaciones que conduzcan a afirmar la constitucionalidad del castigo de la tenencia de estupefacientes destinados al consumo personal. Invocó en apoyo de su postura precedentes de ambas Salas de este Tribunal.
II.- Se atribuyó a Claudio Fabián Avila haber tenido en su poder cinco envoltorios de papel metalizado que contenían, en total, 3,07 grs. de clorhidrato de cocaína –con una pureza del 29,3%- el 27 de septiembre de 2007 a las 3:30 hs. en el interior del local bailable denominado “Barhein” –ubicado en Lavalle 345 de esta ciudad-, ocasión en la que se le secuestró asimismo la suma de $ 336 (pesos trescientos treinta y seis) y un teléfono celular, mientras se encontraba con Diego Ignacio Feinmann, a quien se le incautó, a su vez, una caja de pastillas “tic tac” con diecisiete cápsulas de éxtasis y 27 envoltorios con “ketamina” –hecho por el cual se dictó auto de mérito respecto del nombrado, aunque fue consentido por su defensa-.
El juez explicó la tenencia de dicho material en función de la finalidad de consumo personal, en función de la situación en que los imputados fueron detenidos, el caso que ambos presentaron relativo a sus respectivos antecedentes de consumo de sustancias estupefacientes y el resultado de los informes médicos que corroboraron dichas experiencias, por lo cual calificó los hechos bajo la figura del art. 14, segundo párrafo de la ley 23.737, significación normativa que no fue objeto de cuestionamientos por parte del Ministerio Público Fiscal.
En cuanto a los términos de la apelación y, en consecuencia, a la discusión si corresponde aplicar al caso el art. 14, párrafo segundo de la ley 23.737, y confirmar o revocar el pronunciamiento recurrido;
El Dr. Eduardo Freiler dijo:
Como vengo sosteniendo desde la causa 36.989, “Cipolatti, Hugo s/procesamiento”, resuelta el 7 de junio de 2005, registro 571, entiendo que debe declarase la inconstitucionalidad del artículo 14, segunda parte de la ley 23.737, aún de oficio (CSJN, B 1160. XXXVI, “Banco Comercial de Finanzas S.A. s/ quiebra”, resuelta el 19 de agosto de 2004) y, en consecuencia, sobreseer a Claudio Fabián Ávila en orden al hecho por el que fue perseguido, dejando constancia de que la formación del presente proceso no afecta el buen nombre y honor de que hubiere gozado el imputado. Corresponde extender dicha decisión a la situación del imputado que no apeló en función del efecto del art. 441, C.P.P.N., por encontrarse Diego Ignacio Feinmann en una circunstancia similar que la de Avila.
El Dr. Eduardo Farah dijo:
Conforme con mi decisión en la causa N° 41.228, caratulada “Velardi, Damián J. y otro s/ sobreseimiento”, resuelta el 22 de abril de 2008, entiendo que corresponde declarar la inconstitucionalidad del art. 14, apartado segundo de la ley 23.737 por traducirse en una irrazonable restricción de la libertad personal y menoscabar el libre acceso del derecho a la salud (arts. 14, 28, 19, 14bis, 16, 33 C.N., 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, 12 del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, entre otras normas relativas alderecho a la salud contenidas en los Pactos Internacionales de Derechos Humanos con jerarquía constitucional) y, en consecuencia, revocar la decisión apelada y sobreseer a Claudio Fabián Avila en los términos del art. 336, inc. 3 del C.P.P.N., dejando constancia de que la formación del presente proceso no afecta el buen nombre y honor de que hubiere gozado el imputado. Por último, entiendo que corresponde aplicar el art. 441 C.P.P.N. y extender los efectos del recurso a la situación de Diego Ignacio Feinmann, por encontrarse en similar posición de quien apeló la decisión.
El Dr. Jorge Luis Ballestero dijo:
Llegado el momento de dar respuesta al planteo de inconstitucionalidad que se introduce en esta instancia, no he soslayar que aquél no hace sino reflejar esos clamores que, hace tiempo, desde diversos ámbitos se alzaran contra la razonabilidad de un límite que atacaría la autonomía y libertad de nuestros ciudadanos.
Por eso, ciertamente no será la voz del suscripto aquella que abra un debate que antes no fuera explorado, incluso por mis distinguidos colegas quienes, en oportunidad de pronunciarse en las causas “Cipolatti” y “Velardi”, con claridad se han manifestado en orden a la inconstitucionalidad del 2do párrafo del artículo 14 de la ley 23.737 (causas Nº 36.989, del 7 de junio del 2005, y Nº 41.228 del 22 de abril del 2008 respectivamente).
Mas, precisamente a partir de ello, es que no puedo menos que reconocer el hecho de que, si sobre el acierto de la figura en danza debo expedirme en el presente caso, son aquellos recientes pronunciamientos los que han inaugurado un nuevo contexto que me obliga a revisar mi propia posición sobre el tema.
En verdad, los alcances con que nuestros legisladores abordaran la problemática suscitada en torno a la tenencia de estupefacientes para consumo personal, generaron en el ámbito jurídico un acalorado debate que, finalmente, procuró ser sosegado por la Corte Suprema al resolver en la causa “Montalvo”.
Decisión que, al ser emitida por quienes resultan ser el último intérprete de la Constitución, debería instituirse, hoy, en la única vía a la luz de la cual analizar la legitimidad del postulado legal que aquí se cuestiona.
Sin embargo, si arbitrario es desconocer la doctrina que fijan los pronunciamientos de la Corte como supremo Tribunal, aún más lesivo es petrificar, irrazonablemente, una mudable administración de justicia que ha sido concebida en la libertad de revisar, en nuevos argumentos, el tránsito sufrido por sus afirmaciones pasadas.
Por cierto, tal idea subyace en el pensamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación al sostener que “las cuestiones federales se tornan insustanciales cuando una clara y reiterada jurisprudencia, indudablemente aplicable a ellas, impida cualquier controversia seria respecto de su solución”. Y así, “sólo razones que pongan en tela de juicio la aplicabilidad de esos precedentes o importen nuevos argumentos” se encuentran habilitados para “llevar a una modificación del criterio establecido en ellos” (Fallos 303:907).
En tal sentido, no albergo dudas de que en el presente caso presenciamos la existencia de esos nuevos argumentos susceptibles de provocar, en nuestros tribunales, una actualizada visión sobre postulados antes consolidados. En primer lugar, en razón de aquellos pronunciamientos a los cuales me he referido anteriormente y que, examinando aristas que llaman a la reflexión, brindaron una renovada mirada sobre el tema en debate. Pero además, en virtud de lo resuelto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Kimel”, mediante el cual se exhortó al Estado argentino a analizar la constitucionalidad y convencionalidad de ciertas disposiciones legales vigentes en la República (“Kimel vs. Argentina”, sentencia del 2 de mayo de 2008, serie C. Nº 177).
En efecto, al fallar en la citada causa, el Tribunal Americano requirió a la Argentina el examen de la legislación adoptada para el delito de calumnias e injurias, ante el riesgo de que en ella pudieran encuadrarse manifestaciones esencialmente comprendidas como testimonio del fundamental derecho a la libertad de expresión. Ello pues, sostuvo, coartar dicha prerrogativa supondría, ya no la simple vulneración de un postulado afianzado por la Convención Americana de los Derechos Humanos sino, además, la materialización de una conducta que amenazaría la real vigencia de los principios democráticos en que las modernas sociedades pretenden edificarse.
En tal sentido, remarcó que “el Estado debe adecuar en un plazo razonable su derecho interno a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de tal forma que las imprecisiones reconocidas por el Estado (supra párrafos 18, 127 y 128) se corrijan para satisfacer los requerimientos de seguridad jurídica y, consecuentemente, no afecten el ejercicio del derecho a la libertad de expresión” (caso “Kimel”, citado, punto resolutivo 11).
Cierto es que en este caso la Corte Interamericana se ha expedido sobre una previsión legal diversa a la que motiva el presente voto. Mas, a riesgo de rasgar el conocimiento que de sus fallos pretende extraerse, es idea del suscripto que los jueces no hemos de encorsetar las decisiones de ese Tribunal Internacional bajo la aparente barrera del particular supuesto atendido, sino comprender, fuera de artificiosos límites, el espíritu que los inspiró. Aquél que, para el caso, nos alerta sobre la necesidad de integrar un examen general sobre la legislación y su adecuación con los derechos elementales.
En consecuencia, la tarea que nos sugiere realizar la Corte Interamericana debe atender, entonces, a la posible ilegitimidad de otras disposiciones que puedan hallarse en pugna con los Derechos Humanos. Y claro ejemplo de ello sería, invariablemente, el de la tan debatida figura de la tenencia de estupefacientes para consumo personal.
Un tipo penal que, ante sus tantas veces auspiciado conflicto con el art. 19 C.N., exige, bajo los influjos del caso “Kimel”, ser examinado por los Tribunales argentinos. Una tarea que no sólo no puede esperar una decisión específica del Tribunal Interamericano sino que, por lo demás, ello ha de evitarse a fin de no incurrir en una responsabilidad derivada del incumplimiento de las dignas metas que la Nación ha asumido. Compromisos que, lejos de inaugurar senderos antes inexplorados o que dieran nacimiento a nuevos derechos, no ha sino acorazado los ya existentes.
En efecto, los Constituyentes de 1853 concibieron una Constitución que reposa sobre el cauto ideario de quienes, en su sabiduría, supieron dotar a los conceptos que le dan vida de la previsibilidad en que ellos perduran. Porque, de hecho, la sociedades cambian, y la fuerza de la Constitución no deriva de la Convención que la redactó, tanto como de la imperecedera capacidad de ser espejo de los intereses del pueblo al que está destinada.
Es por ello que aún resuenan, con la misma vigencia que hace casi 200 años, las palabras del juez de la Corte Suprema Norteamericana John Marshall al decir que: “nunca debemos olvidar que es una Constitución lo que estamos interpretando... una Constitución que ha sido creada con la intención de prevalecer para las épocas futuras y consecuentemente debe adaptarse a las variadas circunstancias de los asuntos humanos” (caso “Mc. Culloch v. State of Maryland”, 17US316, 1819).
Una aspiración de futuro es aquella que animó a quienes, por primera vez, delinearon los imperturbables anhelos garantistas que habría de transitar la patria. Y si sólo en la aflicción de nuestros próceres tal senda pudo ser trazada, corresponderá a ésta, y a las posteriores generaciones, el deber de custodia que a cada momento, y en cada tiempo, importa brindar el coherente contenido a de sus disposiciones.
El anhelo de libertad sobre el que se proyectó la construcción de un país justo es aquel que, sin lugar a dudas, reposa y se desarrolla en las texturas abiertas con las que se redactaron las disposiciones de la Constitución.
Y ello pues, si su interpretación correspondería a una justicia humana, siempre condicionada por las ideas imperantes en su tiempo, también se comprendió entonces que era necesario dotar de flexibilidad a cada uno de los postulados que entonces nacían.
Precisamente, es en ésta y no en otra comprensión del ideario de los constituyentes, que los jueces hoy hemos de dar vida a esas imperecederas metas que tiñen los abiertos conceptos del artículo 19, quizás con más fuerza que en ninguna otra norma constitucional.
Y en efecto, ello no ha de reputarse en modo alguno casual pues, en los fines de la norma, verdadero acople y articulación de las libertades de los hombres, el constituyente proyectó los límites bajo los cuales habría de desarrollarse la autonomía de cada individuo como centro del sistema político. No previó entonces la absoluta neutralidad del Estado frente al ser humano, sino los lindes que le imponía, en su deber de proteger a las sociedades de acciones perjudiciales, el asegurar en los demás el goce de esos mismos derechos.
Mas, aún así, se sabía en aquel tiempo del carácter polimorfo que adquieren las sociedades a través de los años y la necesidad de dotar a la norma constitucional de conceptos que, como orden y moral pública, resultan tan mudables como aquello que se busca proteger.
Con acierto, John Marshall señaló en este aspecto que “una constitución que contuviera un detalle preciso de todas las subdivisiones que admitieran sus grandes poderes y todos los medios por los cuales pudieran ser puestos ellos en ejecución, tendría la prolijidad de un Código y difícilmente podría ser abarcada por la mente humana. Probablemente, nunca sería comprendida por el pueblo. Su naturaleza requiere, entonces, que solamente los grandes lineamientos sean señalados como sus objetivos importantes indicados y los ingredientes menores que componen estos objetivos deducidos de la naturaleza de los objetivos mismos. Que esta idea fue mantenida por los diseñadores de la Constitución Americana no sólo puede ser inferida de la naturaleza del instrumento sino de su lenguaje...” (caso “Mc. Culloch v. State of Maryland”, 17US316, 1819).
Por tal motivo, y así como la Corte Suprema lo hizo al fallar en los casos “Bazterrica” y “Montalvo”, corresponde hoy, bajo los parámetros imperantes en este siglo XXI, dar nueva vida a los preceptos del artículo 19 C.N. al contrastarlos con lo dispuesto en el artículo 14 -segundo párrafo- de la ley 23.737 (Fallos, 308:1392 y 313:1333).
Ha de recordarse, en este aspecto, que en el primero de los casos el Alto Tribunal advirtió ya una pugna entre el supuesto de hecho contemplado por la norma de la ley 23.737 -por entonces abarcado en el art. 6º de la ley 20.771- y la manda constitucional. Así, según lo entendió, en la ley se contemplaba una hipotética afectación material que, sin poder establecer un nexo entre conducta y daño, evadía los precisos límites en que el constituyente había trazado la posible ingerencia estatal sobre las acciones de los hombres. Máxime, cuando la idea de lesividad de la conducta, se sustentaba en datos de la común experiencia incapaces de fundar una restricción por sí mismos.
Así, en aquella ocasión se sostuvo que “...la construcción legal del art. 6º de la ley 20.771, al prever una pena aplicable a un estado de cosas, y al castigar la mera creación de un riesgo, permite al intérprete hacer alusión simplemente a perjuicios potenciales y peligros abstractos y no a daños concretos a terceros y a la comunidad. El hecho de no establecer un nexo razonable entre una conducta y el daño que causa, implica no distinguir las acciones que ofenden a la moral pública o perjudican a un tercero de aquellas que pertenecen al campo estrictamente individual, haciéndose entonces caso omiso del art. 19 de la C.N. que, como queda dicho, obliga a efectuar tal distinción. Penar la tenencia de drogas para el consumo personal, sobre la sola base de potenciales daños que puedan ocasionarse ‘de acuerdo a los datos de la común experiencia’ no se justifica frente a la norma del art. 19...” (Fallos 308:1392, cons. 9).
Ahora bien, debo advertir, más allá del profundo respeto que me infunden las decisiones de nuestro Máximo Tribunal, considero que los argumentos a los que se recurrió en el caso contienen dos desaciertos.
En primer término, es cierto que la norma contenida en la ley 20.771 no podía establecer un nexo causal válido entre una conducta y la hipotética afectación material de un bien jurídico. Y ello, por el simple hecho de que la naturaleza que definía la norma que entonces era impugnada se identificaba, como muchas otras figuras delictivas, en aquella tipología de delitos que la dogmática denomina de “peligro”. De hecho, si únicamente la existencia de una modificación material de las cosas nos permitiera, en los términos del 19 C.N., dotar de contenido constitucional a las leyes penales, he de caer en la cuenta de que deberíamos hoy anular todos aquellos tipos legales que, como el que por ejemplo reprime la tenencia explosivos, tan sólo prevén potenciales daños futuros. Antes bien, la constitucionalidad o no de una norma no puede derivar de tan simple argumentación, sino de la razonabilidad con que, dentro de determinados límites, se proyectan sus postulados.
Por otra parte, es precisamente en el modo en que las leyes se conciben, y en particular las formas bajo las cuales se evalúan los posibles daños que puede irrogar una conducta, que me permito deslizar una nueva crítica a los fundamentos de la Corte.
La “común experiencia”, que en ese caso se juzgó insuficiente para fundar una norma, no sólo ha de estar presente en cada ley sino que, por el contrario, es la encargada de dar nacimiento a cada uno de los preceptos penales. Es aquella que, por ser la visión de los pueblos y de los legisladores que de ellos provienen, dan vida a las normas sobre las que pretende construirse la existencia social.
En efecto, toda sociedad supone, por su propia naturaleza, no sólo una comunidad compuesta de un sinnúmero de hombres y mujeres sino, y ante todo, las relaciones que entre aquéllos se entablan.
Sin embargo, para que esta convivencia, esencial para la preservación social, pueda desarrollarse de manera armónica, sin conflicto, sin lucha, sus mismos integrantes se han encargado de diseñar ciertas pautas destinadas a orientar los comportamientos que se expresan hacia su interior. Se trata de elementales guías que, materialmente contenidas en la ley, permiten el desarrollo de contactos sociales predecibles, seguros y confiables. Esos cauces, a través de los cuales las acciones libres de los hombres pueden fluir sin perecer en caóticas pugnas, no son otra cosa más que las normas jurídicas.
La punibilidad de una acción reposa en la idea de enlazar una conducta y un resultado que, traducido en la lesión del bien jurídico, importa la vulneración de los concretos valores sociales en que se lo ha edificado.
De tal forma, ha de quedar claro que, cualquiera sea la determinación de una conducta como causa de un deterioro para la convivencia social, ella en modo alguno podrá ser producto de caprichosas concepciones que desatiendan la necesaria vinculación que debe existir entre el obrar prohibido y la ruptura de valores objetivada en la lesión del bien jurídico.
Ahora bien, tal conclusión en modo alguno ha de conducirnos a afirmar que sólo en los llamados “delitos de resultado” pueda producirse tal relación, pues idéntica lógica es la que nutre los “delitos de peligro” en los que no se ha producido aún la afectación material de un bien jurídico.
Aquí, no es sino un sentido de política criminal aquel que ve, en la existencia de esas conductas que la experiencia general directamente vincula a la producción futura de resultados dañosos, la configuración de un supuesto de hecho que, por ser acoplado a un curso lesivo determinado, implica ya la necesidad de anticipar su castigo.
En definitiva, puede decirse, los delitos de peligro no son, en esencia, más que la cristalización, bajo el parámetro de una figura autónoma, de conductas que de otro modo podrían encuadrar dentro de los supuestos abarcados por los casos de tentativa. En efecto, son acciones que justamente se engarzan en el itinerario que establece el enlace entre un momento de inflexión, al que denominamos comienzo de
ejecución, -umbral cuyo traspaso pone en jaque la vigencia de un bien jurídico- y aquel momento que llamamos consumación.
De ahí que estas figuras, que por decisión legislativa se establecen sin apelar a otras reglas jurídicas (art. 42 C.P.), no escapen a una íntima vinculación con una lesión futura y, en esencia, gocen entonces de la misma legitimidad que se confiere a la punición de la tentativa.
Sin embargo, y así como un delito tentado sólo puede ser penado en la medida en que la acción traspase ese límite que separa lo injusto del ámbito de la propia organización individual, también los delitos de peligro han de ser respetuosos de esa valla. Ello pues, mientras que por la perturbación que generan al conectarse con un desenlace dañoso que se quiere evitar, tales conductas han de ser alcanzadas por el poder punitivo, en los casos en que ellas permanezcan en el ámbito reservado de cada persona, necesariamente han de escapar de él.
Dicho de otra forma, del mismo modo en que el instituto de la tentativa no puede, por imperio del art 19 de la Constitución Nacional, computar actos que no exterioricen un “ponerse a delinquir”, tampoco es atribución de la autónoma figura del delito peligro ingresar, bajo otro nombre, en esos mismos actos privados que la Ley Fundamental ampara.
No puede recurrirse, por tal motivo, a la creación de ficciones que acerquen caprichosamente el ámbito de lo punible a supuestos que escapan de ese momento; ni tampoco apelar a la simple idea de adelantar una lesión, originando así el artificio de un bien jurídico inexistente en la realidad.
Y ello pues, concretamente, sólo la acción y los riesgos del resultado que de ella deriven, serán los parámetros que, en su dañosa proyección social, determinen la punibilidad de una conducta.
En este sentido, surge indubitable que, como punto de partida, y dentro de los giros históricos que puedan tener tales términos, la manda constitucional fija en los conceptos de orden, moral pública y daño a terceros, el sostén sobre el que tal análisis ha de reflejarse. En este contexto, sólo a la luz de la actual proyección que quepa hacer de la previsión constitucional es que, en definitiva, podrá determinarse
el respeto que a ella suponga la punición de la tenencia de estupefacientes para consumo personal. Así pues, sólo en esa relación que no involucre ya una irrazonable restricción de la autonomía individual, es que la pena podrá tornarse legítima.
Es así que, en aras de fundar la penalidad del consumo de estupefacientes, con alguna insistencia se ha sostenido una incierta vinculación entre dicha acción y la supuesta propensión de los drogadependientes para cometer delitos.
Para ello, basta recordar que al momento de debatirse los motivos que determinaron la sanción de la ley 23.737, se evocó la subjetiva visión popular que se tiene sobre los efectos dañosos que produciría el consumo de drogas al decir que tal cuestión, “...se vincula a un tema que toda la sociedad conoce y acerca del que se advierte casi total coincidencia. (...) la relación entre delito y droga. Es sabido que
quien se droga es delincuente; roba para pagar la droga...” (Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, Reunión 63º del 8 de marzo de 1989, p. 7792).
Tal visión, por lo demás, se encuentra aún más nítida en la exposición que, arribado el proyecto a estudio de la Honorable Cámara de Senadores de la Nación, determinó en uno de los legisladores la necesidad de destacar que “no podemos olvidar, al tratar esta cuestión de la incriminación del consumo, que quien consume droga hace su conducta potencialmente peligrosa para sí como para los terceros. No creo necesario fundar lo dicho y basta recordar la frecuencia con que las noticias periodísticas nos asocian los delitos más violentos con el consumo de droga de sus autores” (Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Senadores de la Nación, Reunión 19º, del 20/21 de septiembre de 1989, p. 2380).
Sobre el particular, y si bien no pretendo quitar toda trascendencia a la forma corriente con que las voces populares conectan el consumo de estupefacientes con la existencia de delitos cometidos en estado de drogadicción, he de marcar, no obstante, la imposibilidad de que tal postulado pueda sostener una legislación que sea tributaria de un Estado de libertades como el nuestro. Ello por cuanto, la anticipación de la sanción de conductas que potencialmente pudieren derivar en la lesión de bienes jurídicos, ha de respetar, ante todo, los límites que traza la razonable vinculación que debe existir entre aquéllas y el hecho que se pretende evitar.
En efecto, surge indubitable que, dentro de las sociedades modernas, muchas de las actividades cotidianas -por ejemplo tomar alcohol- conllevan en sí la potencialidad de coadyuvar a la generación de situaciones que facilitan la comisión de actos ilícitos. Mas, si ello es cierto, también lo es el que tales conductas -en la medida en que no afecten a terceros- impiden anticipar en actos permitidos la ilógica punición de hipotéticos eventos futuros.
De tal forma, si nada cabe reprochar a la conducta de la persona que, sin afectar aún a terceros, crea un contexto en donde el delito es posible, su castigo siempre ha de reposar en la concreción de este último, y no antes.
En efecto, sólo ante la exteriorización de una conducta ilícita es que, sin afectar las libertades personales, el Estado puede proyectar el desvalor de una acción previa que, si no lesiva, en retrospectiva se presenta como una voluntaria generación de las condiciones y formas propicias para que la comisión del delito se torne posible.
Ahora bien, en materia de estupefacientes, esos supuestos que la doctrina ha bautizado bajo el nombre de actio libera in causa, son abarcados legislativamente por los actos contemplados en el art. 13 de la ley 23.737, mediante los cuales se prevé la punición del consumo de droga en la medida en que ellos guarden una concreta y estrecha relación con la comisión del acto mismo que se reputa ilícito.
De tal forma, y siendo que la vinculación inmediata entre droga y concretos daños a terceros, la ley la efectúa al fijar los casos específicos contenidos en el art. 13, ello no puede llevar a concluir, sino, que la situación contemplada en el art. 14, 2º párrafo, debe aludir a sucesos fácticos diferentes.
Así, al no poder hallarse en tal tipo penal una pretendida finalidad normativa de evitar esa clase de resultados lesivos, es que, desde la óptica analizada, la figura no logra superar el estándar impuesto por el art. 19 de la Constitución Nacional.
Ahora bien, descartada ya la razonabilidad que, a la luz de la normativa constitucional pretende detentar la argumentación antes señalada, corresponderá hacer lo propio en orden a un postulado que ve, en la represión de la tenencia para consumo, una suerte de prevención y control del narcotráfico.
En tal sentido, y como cabal muestra de la tesis que pretendo abordar, he de recordar la visión que la Corte Suprema exteriorizara al decir que “...entre las acciones que ofenden el orden, la moral y la salud pública se encuentra sin duda la tenencia de estupefacientes para uso personal, porque al tratarse de una figura de peligro abstracto está ínsita la trascendencia a terceros, pues detrás del tenedor está el pasador o traficante ‘hormiga’, y el verdadero traficante, así como el que siembra o cultiva...” (CSJN, Fallos 313:1333, cons. 12).
Es claro, la idea que subyace en tal postulado aparece unívoca en el sentido de instrumentar, a partir de la punición de la tenencia de drogas para consumo, un canal propicio para desentrañar el camino hacia el verdadero flagelo que globalmente supone el narcotráfico.
Dicho en otras palabras, la tenencia para consumo supondría una acción a investigarse y penarse, no ya por constituir el nudo del problema, sino por el hecho de que, siendo el último eslabón fácilmente asequible por los órganos del Estado, constituiría una senda idónea para llegar, en su investigación, a las redes del narcotráfico que punitivamente le importan.
De hecho, basta recordar en este aspecto que, tal como surge de la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes en la que se inspiró la ley 23.737, no resulta un mandato a la República Argentina el penalizar el consumo sino, antes bien, el que, a reserva de los principios constitucionales, se haga “frente con mayor eficacia a los diversos aspectos del tráfico estupefaciente que tengan una dimensión internacional” (v. art. 1.2 y 2 de la Convención aprobada por ley 24.072).
Ahora bien, si alguna duda pudiera caber en orden a la forma en que por entonces los legisladores concibieron la punición del consumo de droga, como estrategia encaminada a la persecución del narcotráfico y no al drogadicto en particular, basta recordar lo que se sostuvo en el recinto de Senadores, al momento de debatirse los antecedentes de la ley 23.737.
En dicha ocasión, tras mencionar que “no debe dejarse de atender que el problema principal es combatir el narcotráfico porque esa es la verdadera situación que debemos enfrentar”, se afirmó que “No se trata de penar al modesto consumidor de droga siempre y cuando éste, en el caso concreto de ser detectada su existencia, denuncia a su proveedor; porque, de esta forma, podremos seguir la cadena y llegar
hasta el traficante. Si este modesto consumidor de droga se niega a proporcionar dicha información estará encubriendo al delicuente, al traficante, y se estará transformando en cómplice de este desgraciado negocio del tráfico de drogas” (Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Senadores de la Nación, reunión 18º del 27/28 de agosto de 1986 p. 2010 y s.).
De esta forma, y entre otros factores, el legislador de fines del siglo pasado delineó, en ese razonamiento, una táctica de lucha que suponía la posibilidad de que, en la persecución de quien simplemente tenía droga para consumo personal, se pudiera construir una vía eficaz para avanzar en el objetivo fundamental de desbaratar el narcotráfico.
Creo que los hechos, sin embargo, han mostrado en el correr de los años que la esmerada previsión del legislador no rindió los frutos esperados. Y ello, supongo sin riesgo a equivocarme, es lo que ha determinado que el mismo Congreso no encuentre ya, en la punición del consumo, la tutela del orden federal que antes detentaba.
En efecto, tal cuestión surge evidente de las previsiones que recientemente determinaron la modificación que a la ley 23.737 introdujo aquella que lleva el Nº 26.052. Y ello, por el hecho de que la mencionada norma decidió escindir y romper la cadena que se había creado entre el consumo, cuya represión se ha confiado a las provincias que adhieran a los términos de la ley, y la persecución del narcotráfico, como misión encomendada únicamente a los jueces federales (art. 34 de la ley 23.737, según ley 26.052).
Sobre el particular, se recordó que cuando se optó por la competencia exclusiva federal, primó “la necesidad de concentrar la actividad en la búsqueda del perfeccionamiento de la mejor aplicación de la ley o de la justicia contra este grave Poder Judicial de la Nación flagelo de la humanidad de hoy”. Sin embargo, se reconoció que “no pareciera que los beneficios de esa exclusividad de juzgamiento hayan sido tales que abunden en la necesidad de mantener el sistema” (cfr. Proyecto de ley presentado por los Senadores Prades, Moro, Raso y Maestro, Antecedentes Parlamentarios, LL, 2005 - B - 1096).
Un planteo que, en lo esencial, se conecta con aquello que se sostuviera al tratar el proyecto de ley en el recinto de la Cámara de Senadores y donde textualmente se expresó que “...hay que tratar una problemática general y trabajar no solamente poniendo el acento en buscar a los drogadictos pero no encontrando nunca a los traficantes” (Antecedentes Parlamentarios, LL, 2005 - B - 1118).
Si en lo inmediato alguna inferencia ha de desprenderse de la palabra de los legisladores, ella supone la implícita referencia a la lógica deducción de que ciertamente no se encontró, en las acciones propias del ámbito del consumo, aquella puerta de entrada que se pretendía construir hacia la represión del fustigante azote del tráfico de estupefacientes.
Claro está, no desconozco que aquella postura que comparto no estuvo exenta de críticas dentro de ese mismo recinto que vio nacer la ley.
En efecto, algunas voces se alzaron alertando que la división de competencias en materia de drogas era “atentar contra toda posibilidad de éxito de las investigaciones, crear un conflicto permanente de competencias, dilación de los procesos, [y] cortar las posibilidades de desbaratar las organizaciones criminales” (Antecedentes Parlamentarios, LL, 2005 - B - 1144).
Ciertamente, tales posiciones no pueden ser desconocidas, pero tampoco lo será el hecho de que, en el control de legalidad que los jueces efectuamos dentro de un orden republicano y democrático, siempre debe procurarse el respeto a esa conciencia que, en las mayorías, consagran la voluntad de una ley.
Es en el ámbito legislativo, precisamente, donde se confrontó y desechó tal tesitura, aseverando que no será en la represión de la tenencia de drogas o en las figuras menores en que se ha de alcanzar a esa organización delictiva que se busca aniquilar.
Ahora bien, ya por fuera de la incapacidad que la punición del consumo demostró como vía para la represión del narcotráfico, he de mencionar que tampoco fue ésta la única motivación de una ley que, por lo demás, ingresó también sobre otras cuestiones.
En efecto, de la misma idea de fragmentar la competencia para la investigación de los delitos previstos por la ley 23.737, emana el reflejo de los intereses diversos que ellos reposan según su trascendencia local o federal.
Particularmente, ello da cuenta de que la referida escisión no puede considerarse sino en el sentido de que el legislador despojó a la Nación de una competencia en la que, obsta decir, no advirtió que pudieran hallarse comprometidos aspectos que refieran al orden público del sistema constitucional federal.
En tal sentido, se sostuvo que “los delitos tipificados por la Ley 23.737 que se vinculan con el tráfico ilícito o tráfico delictivo y que la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas en su artículo 3º se encarga de enumerar, superan el límite de lo común y en cuanto a su juzgamiento deben ser sometidos a la jurisdicción federal. Este accionar delictivo resulta verdaderamente pluriofensivo, tal como lo sostuvo la Corte Suprema de Justicia de la Nación, pues lesiona valores morales, la familia, la juventud, la niñez, la subsistencia de la sociedad e incluso de la humanidad toda, menoscaba seriamente las bases económicas de las naciones y amenaza la estabilidad de los gobiernos, la seguridad pública y la soberanía de los estados” (Mensaje del Poder Ejecutivo elevando al Congreso de la Nación el proyecto de ley que sirviera de antecedente a la sanción de la ley 26.052).
Considero que de los términos expuestos en el Mensaje que el Poder Ejecutivo envió al Legislativo, surge evidente que las cuestiones que pudieren involucrar el orden y la moral pública son aquéllas que exclusivamente se debaten en el ámbito propio de las conductas que, de modo directo, se relacionan con el narcotráfico. Acciones que, por cierto, lejos se encuentran de compartir sus esenciales caracteres con aquellas otras ceñidas a la esfera vinculada con el consumo.
No obstante, si alguna duda pudiera albergarse en torno a ello, el propio texto del mensaje se encarga de disiparla al establecer, a continuación, que “el resto de las figuras típicas que se relacionan con la tenencia de estupefacientes para consumo personal que pudieran lesionar el físico o la moral de los habitantes que importen en definitiva un menoscabo en el bien jurídico protegido: ‘salud pública’ son ajenas al derecho federal, por lo tanto, deben ser competencia de las jurisdicciones locales” (Mensaje del Poder Ejecutivo, ya evocado).
Con todo, si en los hechos no desconozco que el ejercicio de la competencia sobre esta figura por parte de los jueces locales se ha reservado a decisión de las correspondientes voluntades legislativas, ello lo ha sido por razones particulares y no, en cambio, por conservar aún esa noción que, representada en el orden y la moral pública, a la Nación interese.
Más allá de lo expuesto, no puedo negar que si el Mensaje del Poder Ejecutivo fue transparente en cuanto a la necesidad de abandonar la primitiva idea que comprendía, en el consumo de estupefacientes, una conducta capaz de lesionar los imprescindibles valores de orden y moral pública que constituyen los pilares de la Nación, no tuvo reparos, sin embargo, en afirmar que tales acciones abarcaban un menoscabo a la salud pública.
En este aspecto, he de suponer que la afirmación que sobre tal cuestión se hace, probablemente debió encontrar asidero en los propios términos en que nuestro Máximo Tribunal analizara, al resolver la causa “Montalvo”, la proyección dañosa que cabía atribuir al consumo.
Particularmente, en dicha ocasión sostuvo la Corte que “Los drogadictos ofrecen su ejemplo, su instigación o su convite a quienes no lo son, al menos en muchísimos supuestos reales. El efecto ‘contagioso’ de la drogadicción y la tendencia a ‘contagiar’ de los drogadictos son un hecho público y notorio, o sea un elemento de la verdad jurídica objetiva (Fallos: 238:550 y los que en esta sentencia se inspiran) que los jueces no pueden ignorar. En una gran cantidad de casos, las consecuencias de la conducta de un drogadicto no quedan encerradas en su ‘intimidad’ (véase Fallos: 308:1392, consid. cit., 2º párr.) sino que ‘se exteriorizan en acciones’, como dijo alguna vez la Corte Suprema (Fallos: 171:103, en p. 114) para definir los actos que son extraños al art. 19... Pretender que el comportamiento de los drogadictos no se exterioriza ‘de algún modo’ es apartarse de los datos más obvios, penosos y aun dramáticos de la realidad cotidiana” (Fallos 313:1333, cons. 11º).
Claro está, bajo tal argumentación, el Alto Tribunal derivó, de cualquiera sea la acción de los adictos, la concreta afectación a la salud pública que supondría un eventual riesgo de contagio de la drogadicción. Sin embargo, en tal afirmación no ha hecho sino confundirse, bajo un mismo concepto, actividades naturalmente diversas.
Y ello pues, en efecto, no es igual el acto de consumir estupefacientes en público -que habilitaría a deducir de ello una imitación- o incitar su uso por terceros, que la mera tenencia de esas sustancias. Así, mientras que sólo las primeras pueden traer consigo el riesgo de verse proyectadas en la conducta de quienes presencian tales actividades, no sucede lo mismo cuando el acto se limita a la exclusiva posesión de drogas. En definitiva, no es la tenencia la que lleva a la imitación, sino el consumo el que logra tal efecto.
Y ello resultó tan claro para las voces disidentes que se alzaron en el Congreso que, precisamente inspiradas en la notoria diferencia de ambos presupuestos, se encargaron de prever sólo la represión de aquellas conductas que pudieran trascender a terceros y eximieron, de tales alcances, a aquella que sin duda reposa hoy en el art. 14 -segundo párrafo- de la ley 23.737.
En tal sentido, y al explicar el dictamen de minoría al proyecto en debate, se destacó que debía observarse que “la tenencia para uso personal no es punible pero ello es así sólo cuando se trata de consumo inmediato, lo cual excluye el acopio y requiere que por su cantidad y modo no perjudique la salud de terceros.
En este dictamen, para reforzar el preciso ámbito de la ley penal, se castiga ‘la exhibición intencional del uso de estupefacientes en lugares públicos o de acceso público indiscriminado...’. Igualmente, es penado ‘el que determine directamente a otro al uso de estupefacientes...’... también es merecedor de pena ‘...el que administrare a otro un estupefaciente mediante engaño’. De esta manera sólo está amparado por la garantía constitucional quien realmente encuadre dentro de la misma, vale decir, el consumidor que en modo alguno perjudica en forma concreta o abstracta la salud de terceros” (Diarios de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, reunión 64, del 9 de marzo de 1989, p. 7806 y s.).
Ahora bien, más alla de la respetuosa forma en que se conjugó entonces la garantía de privacidad y los intereses generales ínsitos en la salud pública, cabe destacar, también, el diseño bajo el cual tales previsiones se estructuraron en la norma penal.
En efecto, esas conductas en las que se detectaba un potencial daño a la salud pública fueron contempladas en diversas disposiciones de la ley 23.737. En particular, ya sea la incitación al uso o la trascendencia que aquél pudiera tener a terceros, fue previsto en el artículo 12; el suministro subrepticio, en el artículo 11; y, finalmente, el convite, que reiteradamente se condena en la causa “Montalvo”, se encuentra ya estipulado en las previsiones del art. 5º, gracias a la introducción que efectuara al respecto la ley 26.052.
Mas, dicho esto, si todas las conductas que objetivamente pudieran ocasionar daños a terceros han sido de tal modo previstas en la ley 23.737, queda entonces por preguntarnos qué conductas son realmente las que pretenden ser abarcadas en el segundo párrafo del artículo 14 de la citada previsión normativa.
Una figura que, además, y por su propia redacción, jamás puede sugerir el alcance de terceros por cuanto, para su perfecta configuración, es necesario acreditar el destino personal del estupefaciente detentado. Así, a diferencia del primer párrafo del art. 14, que puede suponer un curso diverso al del propio consumo, en este caso tal hipótesis resulta inevitablemente erradicada. Y ello sólo puede conducir a una única conclusión, y que es que, bajo el pretexto de invocar nobles propósitos, de salvaguardar la integridad física de terceros y de ese abstracto valor que se llama “salud pública”, lo que en verdad se castiga es una conducta exclusivamente autolesiva. Se procura, de este modo, ni más ni menos que cada uno de los habitantes del país gocen, aún contra sus más íntimas pretensiones, de una salud que le viene impuesta por imperio del más enérgico de los derechos; el penal.
Es este un anhelo que surge evidente con sólo apelar a la fácil lectura de las estipulaciones previstas en los art. 17, 18 y 21, cuyo fin, que en nada procuran disimular, no es otro más que lograr la recuperación de aquel que se reputa desviado, de sanar a quien se considera enfermo, de mejorar a quien se ha instituido en un componente del Estado que, sumido en la drogadicción, no puede servir a sus altos intereses que, parafraseando a la Corte Suprema, ven “en el potencial humano su mayor patrimonio” (Fallos 313:1333, consid.15).
En definitiva, se trata en todo caso de proteger un interés que, si bien meramente individual, fue truncado en la artificiosa construcción de un aliciente general capaz de quebrar las barreras en que los redactores de la Constitución pretendieron instituir la autonomía del ser humano. Sin embargo, olvidó ese camino que el interés general encuentra su límite en esa noción que, tan fundamental como él, instituye a la individualidad como el eje central de un Estado que fue concebido, no a partir de los Hombres, sino para ellos.
Así, se ha sostenido que “... el único fin por el cual es justificable que la humanidad individual o colectivamente se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su propia voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo. Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de manera diferente. Para justificar esto sería preciso pensar que la conducta de la que se trata de disuadirle producía un perjuicio a algún otro. La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu el individuo es soberano” (John Stuart Mill, Sobre la Libertad, Alianza, p. 37 y s.).
En efecto, la invocación de la salud pública constituye, de esta forma, la articulación de ese seductor interés general, cuyos artificiosos cauces son los únicos capaces de fundar el avance sobre un ámbito que ha de reservarse a la entera disposición del Hombre.
Y ello surge evidente cuando, de los argumentos desarrollados a lo largo de las varias sesiones que sirvieron de preludio al nacimiento de la ley 23.737, una y otra vez se apeló, bajo una particular concepción ética, a la necesidad de sanar al consumidor de drogas, como si de un imperativo estatal se tratase.
De hecho, con cita en un precedente de la Sala II de la Cámara Nacional Criminal y Correccional, enfáticamente se argumentó que “dejar que el enfermo se mate sería provocar el desorden y de esta forma se iría contra la ley natural, que es la única base del derecho penal humano. La autoridad en ejercicio del llamado poder de policía ejerce la facultad de fijar estos límites en los distintos órdenes de la actividad humana y está en todo su derecho de prohibir y sancionar toda conducta que empeore al hombre...” (Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, reunión 67º, 29 de marzo de 1989, p. 7896).
Es así que, en tales términos, se comprende la idea que se tenía en cuanto “(s)e trata de la tenencia para drogarse, y no podían quedar impasibles ante ese hecho. No le podían decir a ese individuo que se siga drogando, que a la ley no le importa, porque no lo entiende” (Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, Reunión 61º, 22 de febrero de 1989. P. 7746). Mas, arriesgo a sostener, también porque se entendió que el consumidor es “...un enfermo al cual debe brindarse la posibilidad de rehabilitación y a quien se debe conminar para que se preste a ese proceso médico” (Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, Reunión 63º, 8 de marzo de 1989, p, 7780).
En cada uno de estos pasajes se vislumbra, pues, esa idea que signara durante años la tarea del Estado moderno y que suponía, tras una mirada organicista, ver en el hombre una pieza fundamental para su subsistencia. De ahí que preservar la salud de los ciudadanos fuera una función esencial, por cuanto un hombre enfermo, es un hombre incapaz de servir al provecho de aquellas metas.
Por ello, no resulta casual que a partir del siglo XVIII “...la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad” fueran objeto de toda una “serie de intervenciones y controles reguladores: una biopolítica de la población”. En efecto, “...es en la vida y a lo largo de su desarrollo donde el poder establece su fuerza; la muerte es su límite, el momento que no puede apresar; se torna el punto más secreto de la existencia, el más ‘privado’. No hay que asombrarse si el suicidio -antaño un crimen, puesto que era una manera de usurpar el derecho de muerte que sólo el soberano, el de aquí abajo o el de más allá, podía ejercer- llegó a ser durante el siglo XIX una de las primeras conductas que entraron en el campo del análisis sociológico; hacía aparecer en las fronteras y los intersticios del poder que se ejerce sobre la vida, el derecho individual y privado de morir. Esa obstinación en morir, tan extraña y sin embargo tan regular, tan constante en sus manifestaciones, por lo mismo tan poco explicable por particularidades o accidentes individuales, fue una de las primeras perplejidades de una sociedad en la cual el poder político acababa de proponerse como tarea la administración de la vida” (FOUCAULT, Michel, La voluntad de saber, Bs. As., Siglo XXI, 1990, p. 167 y s.).
Pero la vida, y sobre todo la salud que ella exige para su plena existencia, hoy no es, ni puede ser, concebida en esos términos. Tras la suscripción de los tratados internacionales que desde 1994 ostentan jerarquía constitucional, la salud ha sido reconocida como lo que genuinamente es, y siempre lo ha sido; un derecho del Hombre (Art. 11 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; art. 25.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; art. 12.1 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales).
Si ello es así, si ya no puede concebirse en la materialidad de los hombres esa noción de “patrimonio” que las modernas naciones han debido mutar en derecho, el Estado, ahora garante de sus condiciones, no podrá imponer aquello que a cada individuo en particular pertenece. Las actuales Naciones se han comprometido a posibilitar ese derecho a la salud que depositan en cada uno de sus ciudadanos como exclusivo titular.
El desarrollo de ese hombre portador de atributos únicos, el brindar las condiciones básicas para su plena existencia, es hoy la función de un Estado que no puede permitirse, en el nacimiento de ese nuevo deber, matar la esencia de aquello que se halla llamado a resguardar.
En efecto, se ha sostenido que “En una época en la que ya no existe un programa de derecho natural que obligue al ser humano a perfeccionarse moralmente, y en la que a los vínculos religiosos en todo caso les corresponde un espacio residual en el ámbito privado, ya no es el Estado aquella institución que administra ‘objetividad, verdad y moralidad’, sino que, en el mejor de los casos, el Estado es garante de las condiciones externas para ello: la protección, la previsión y las prestaciones del Estado no sólo garantizan la supervivencia, sino también la calidad de vida. Sin embargo, la respuesta a la pregunta por el sentido de la vida no viene de la esfera de lo público, sino en todo caso del ámbito privado. En tal época, la autolesión de personas responsables, hasta la autodestrucción, no puede constituir un injusto...” (JAKOBS, Günther, “La organización de autolesión y heterolesión, especialmente en caso de muerte”, en Estudios de derecho penal, UAM-Civitas, España, 1997, p. 395).
De tal modo, cuando una persona con capacidad para autodeterminarse toma la decisión de llevar a cabo ciertas conductas, el que los demás no logren asumir en tal comportamiento la lógica de lo general, no puede habilitar esa represión que, pretendido remedio para la libertad de los hombres, se constituye, sin embargo, en su más letal enfermedad.
Por el contrario, ese proceder de la persona no hace sino instituirse en una clara señal dirigida al Estado y al resto de la comunidad acerca de los deseos y motivaciones del individuo. Se trata de exteriorizar un mensaje mediante el cual se comunica a los demás el propio plan de vida elegido y que, aún cuando se aleje de lo que se estipula como el correcto, no puede ser silenciado. Quien ha escogido por sí el utilizar sustancias estupefacientes no puede ser considerado como una persona incapaz de hacer oír su voz, sino como un hombre que, mediante sus actos, revela al mundo un discurso diferente a aquel que, despóticamente, pretende imponérsele por la fuerza de la ley.
Actualmente, el paradigma que signa la conciencia y la naturaleza de las naciones ya no encuentra su eje en la moralizante concepción que alguna vez engendraron los Estados construidos desde, y no para los individuos. Ya no puede existir, en su formulación, el disfraz dominante y benefactor en que antaño sucumbió esa proclama que, indudablemente, está llamada a proteger la libre determinación de
los hombres.
En definitiva, si no se concibe ya un Estado como fuente de una razón única, sino a esa razón única como la fuente en la que el Estado ha de guarnecer la soberanía individual de los hombres; es que ya no puede legítimamente subsistir la figura contemplada en el 2º párrafo del art. 14 de la ley 23.737.
En consecuencia, y en la medida en que la tenencia de estupefacientes para uso personal es incapaz, por sí misma, de conectarse con un resultado lesivo para otros; en cuanto no implica un daño al orden y la moral pública ni involucra un perjuicio para terceros, su esencia de instituirse en un acto privado es innegable. Una naturaleza que se traduce en un obstáculo infranqueable para que el poder público, de modo directo o apelando a ficciones, pueda alcanzarlo. Es por ello que declarar la inconstitucionalidad del párrafo segundo del
art. 14 de la ley 23.737, deviene en la única respuesta posible. Y ello por cuanto, como dijera el Máximo Tribunal desde sus comienzos “es elemental en nuestra organización constitucional, la atribución que tienen y el deber en que se hallan los Tribunales de Justicia, de examinar las leyes en los casos concretos que se traen a su decisión, comparándolas con el texto de la Constitución para averiguar si guardan o no conformidad con esta, y abstenerse de aplicarlas, si las encuentran en oposición con ella, constituyendo esta atribución moderadora, uno de los fines supremos y fundamentales del poder judicial nacional y una de las mayores garantías con que se ha entendido asegurar los derechos consignados en la Constitución, contra los abusos posibles e involuntarios de los poderes públicos” (Fallos 33:162, cons. 25).
En consecuencia, y al advertirse en la recordada figura penal una irreconciliable pugna con el artículo 19 de la Constitución Nacional, sólo un camino puede ser transitado, y es aquel que viene signado por el triunfo absoluto e irrefutable de los magnos ideales que residen en la Ley Fundamental.
Por ello, y frente a la necesaria declaración de inconstitucionalidad que corresponde dictar respecto de la ley penal impugnada, es que deviene imprescindible revocar la decisión recurrida y disponer el sobreseimiento de Claudio Fabián AVILA, dejando constancia de que la formación del presente proceso no afecta el buen nombre y honor del que hubiere gozado (art. 336 inc. 3º del CPPN).
Asimismo, y toda vez que el señor Diego Ignacio FEINMANN se encuentra en idéntica situación a la de aquel imputado, corresponde extender los alcances del presente resolutorio a su respecto, en estricta observancia de lo normado por el art. 441 del ordenamiento ritual.
En virtud del lo expuesto, el Tribunal RESUELVE:
I.- DECLARAR LA INCONSTITUCIONALIDAD del art. 14, apartado segundo de la ley 23.737 en cuanto reprime la tenencia de estupefacientes para consumo personal (arts. 14, 19 y 28 C.N.).
II.- REVOCAR la decisión apelada en cuanto dispuso el procesamiento de Claudio Fabián Ávila y SOBRESEER al nombrado, de las demás condiciones personales obrantes en autos, en orden al hecho por el cual fue perseguido en función de lo dispuesto por el inc. 3 del art. 336, atendiendo a la inconstitucionalidad declarada en el punto dispositivo anterior. Se deja constancia de que la formación del presente proceso no afecta el buen nombre y honor del que hubiere gozado el imputado (art. 336, inc. 3 del C.P.P.N.)
III.- EXTENDER los efectos del recurso interpuesto por la defensa de Claudio Fabián Avila a la situación de Diego Ignacio Feinmann y, en consecuencia, REVOCAR la decisión apelada y SOBRESEER al nombrado, de las demás condiciones personales obrantes en autos, en orden al hecho por el cual fue perseguido, en función de lo dispuesto por el inc. 3 del art. 336, C.P.P.N., atendiendo a la inconstitucionalidad declarada en el punto dispositivo primero. Se deja constancia de que la formación del presente proceso no afecta el buen nombre y honor del que hubiere gozado el imputado (arts. 441 y 336, inc. 3 del C.P.P.N.).
Regístrese, hágase saber, devuélvase el principal con copia de la presente y, oportunamente, remítase el incidente. Sirva la presente de muy atenta nota de envío.
Fdo. Eduardo R. Freiler, Eduardo G. Farah, Jorge L. Ballestero.
Ante mí: Sebastián Casanello, Secretario de Cámara.
Ante mí:
"2017, te espero - UNITE".